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Un mundo felizJaume Vives

Sacerdotes magos

Ni la misa tiene que ser entretenida, ni el sacerdote tiene que amenizarla porque se quiere mucho a sí mismo o porque se quiere poco y necesita ser aplaudido

En las últimas semanas, por circunstancias de la vida, he tenido que asistir a algunas celebraciones litúrgicas presididas por sacerdotes con complejo de magos.

El lector los reconocerá fácilmente, pues todos presentan los mismos rasgos: (1) Celebran la misa creyendo que es una actuación en la que su persona juega un papel importante, la misión de entretener al público para que no decaiga el ánimo. (2) No dudan en utilizar cierto tono graciosete, de algún modo tienen que hacerse perdonar el ser sacerdotes. Ellos, aunque lo sean, son normales y superguais. (3) Se revisten como les viene en gana, no como prescribe el Misal Romano, conforme a la dignidad que poseen, sino en función del público que tienen delante, para estar «más cerca del pueblo». (4) Para ellos el Misal Romano es solo una guía a la que suelen dar unas cuantas patadas, lo fían casi todo a la improvisación, que es mucho más sabia que siglos de Tradición. (5) La gente que acude a sus celebraciones litúrgicas sale, en el mejor de los casos, igual que entró y soltando algún chascarrillo sobre los esfuerzos del sacerdote por caer simpático. (6) En las homilías suelen hablar poco de Dios, sus palabras talismán son amor y solidaridad, y tampoco pierden la oportunidad de hablar de ellos mismos. Bromas no faltan, por supuesto.

La lista podría ser más larga, pero con estas pinceladas seguro que al lector ya le viene algún sacerdote a la cabeza. Bien, pues por ese es por quien hay que rezar.

Las causas que llevan a un sacerdote a vivir así su ministerio sacerdotal son múltiples: (1) El deseo de acercar, equivocadamente, la celebración litúrgica al pueblo, especialmente al que no cree. (2) El horror vacui, que lo empuja a no soportar el silencio y a dedicar demasiado tiempo a la palabrería barata. (3) La falta de fe que lo lleva a creer que el misterio celebrado en misa no es suficiente, y por ello lo viste a su manera. (4) La falta de trato con Dios, que lo lleva a creer (y así lo vive) que la misa es un símbolo que nos reúne para meditar un rato, pero que lo verdaderamente importante es lo material: procurar alimento, repartir mantas y organizar una comida contra el VIH.

Las consecuencias son también muy evidentes: (1) Cuanto más trata el sacerdote de acercarse al pueblo, más se alejan de Dios el pueblo y él mismo. (2) El egoísmo de esos sacerdotes preocupados solo por su imagen y por el espectáculo, priva y aleja al pueblo fiel del auténtico misterio que se actualiza en cada misa: Dios se hizo niño para morir por nosotros, y con su muerte abrirnos las puertas del cielo. (3) La liturgia encierra la belleza necesaria para revitalizar el corazón más frío. Despreciarla, además de una injusticia para con Dios y para con el pueblo, es un tormento que te deja incluso peor que tras una celebración laica. ¡Tan cerca y a la vez tan lejos del cielo!

Ni la misa tiene que ser entretenida –tampoco cuando es para niños–, ni el sacerdote tiene que amenizarla porque se quiere mucho a sí mismo o porque se quiere poco y necesita ser aplaudido. No se trata de un truco que deba permanecer oculto al espectador gracias a las bromas y distracciones del mago. Tampoco es un truco malo que necesite muchas florituras para que la actuación no quede deslucida y el público pida el reembolso de la entrada.

Es el misterio que hoy, 25 de diciembre, celebramos, el misterio de un Dios hecho Hombre que murió y resucitó por nosotros, misterio inabarcable para nuestro limitado entendimiento, misterio al que nos acerca la buena liturgia y también el sacerdote, in persona Christi, cuando él desaparece para que aparezca Él.

El hombre necesita de ese misterio, pero si un sacerdote mago le ofrece otra cosa, el misterio se esfuma y el hombre se queda en el mundo y se aleja de Dios.

Es lógico preguntarse, viendo cómo han envejecido esos sacerdotes magos, si tuvo sentido consagrar toda una vida no se sabe muy bien a qué.

Conviene rezar mucho por esos sacerdotes, con el mismo afán con que hay que evitar asistir a sus celebraciones. Pero, de vez en cuando, las circunstancias de la vida nos colocan ante uno de ellos y, aunque desesperante, nos recuerda que sigue siendo urgente no olvidarlos en nuestras oraciones.