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23 de abril de 2024

EN PRIMERA LÍNEAGonzalo Cabello de los Cobos Narváez

La náusea

Un noticiario debería contener eso, noticias; y las noticias deberían estar compuestas por información veraz; la información debería ser todo lo objetiva que se pueda, teniendo en cuenta las dos versiones; y los periodistas que cuentan noticias no deberían convertirse en los protagonistas de una serie de ficción

Actualizada 19:38

Me he levantado esta mañana y he pensado seriamente en ir a poner unas velitas a San Judas Tadeo en la Iglesia más cercana. No quepo en mí de gozo. Resulta que en unos pocos días de guerra entre Rusia y Ucrania la pandemia del coronavirus ha desaparecido totalmente de nuestras vidas. El peligro de muerte permanente que nos asediaba y angustiaba a todas horas ha desaparecido sin dejar rastro.
Pero, como ustedes ya saben, rara vez sucede que un milagro no venga precedido de otro. De hecho, si hacen memoria, se acordarán de que allá por septiembre de 2021 hubo un volcán en La Palma que entró en erupción durante casi tres meses, dejando asolada a la población y a la economía de aquella isla.
El fuego ardía con fuerza pero, de repente, de un día para otro se hizo el silencio y los españoles no pudimos enterarnos de cómo acababa la historia. Nunca supimos si las ayudas prometidas llegaron o no llegaron o si las casas prometidas se construyeron o no se construyeron. Nos perdimos el final porque volvió a obrarse el milagro. Nuestra luz mediática se apagó y pasamos al siguiente tema como hienas voraces ávidas de carne.
La información se ha convertido en un artículo de consumo al por mayor que deja de tener valor en cuanto baja la demanda. Se trata de un hecho triste que en situaciones como la que vivimos en la actualidad con la guerra no deja de constatarse.
Según parece, el conflicto entre Rusia y Ucrania puede extenderse en el tiempo. Tomar un país, aunque esté en clara desventaja, nunca ha sido fácil. La supuesta «guerra relámpago» tiene visas de convertirse en una guerra tradicional en la que los atacantes atacan y los defensores se defienden. Y sin entrar a valorar la justicia o injusticia de tales acciones, para eso ya tenemos a nuestros habladores profesionales, la pregunta que me hago es la siguiente: ¿cuánto tardaremos en perder el interés?
Seguro que estos días se han descubierto a sí mismos observando perplejos una guerra en directo mientras desayunaban calentitos en casa o cenaban su bol quinoa. Pero, entretanto, también notaban una náusea en el comienzo de la tripa que les indicaba que aquello de comer pizza y ver personas mutiladas al mismo tiempo no está bien. Yo también lo he sentido.
Ilustración: Manipulación televisiva

Lu Tolstova

A nivel mediático la guerra es el espectáculo total. Los medios lo saben y se recrean con ello. La información que nos vierten contamina nuestro subconsciente, que nos demanda más y más. Y no utilizan técnicas de captación innovadoras, sino que se centran en las más rudimentarias y efectivas.
Apelar a los sentimientos y emociones del ser humano para llegar al público es una técnica antigua y muy conocida para cualquier orador, político, propagandista, publicista, literato o cineasta que se precie. Cualquier mensaje entra mucho mejor por el corazón que por la cabeza, porque para que entre por la cabeza tienes que explicarlo, y para explicarlo tienes que esforzarte por hacerte entender.
Por eso, muchos profesionales del entretenimiento prefieren apelar al «caca, culo, pedo, pis». Y es muy loable. El esfuerzo es menor y los réditos pueden ser enormes. Ustedes conocen los ejemplos. Y aunque podríamos entrar en un debate sobre qué entretenimiento es mejor y cuál es peor, en lo que seguro que sí estaríamos de acuerdo es en lo primordial, es decir, en lo que es y no es entretenimiento.
Pero entonces llegan las 9 de la noche y comienza el telediario. La primera imagen es la de un hospital infantil en una ciudad remota de Ucrania. Varios niños conviven hacinados en el sótano del hospital por miedo a los bombardeos. Y cuando las lágrimas comienzan a surgir por sus ojos y el locutor deja de relatar la historia, se eleva lentamente, para aderezar las imágenes, el tristísimo Nocturno Op. 9 No. 2 de Chopin. Y entonces ya no son lágrimas, son torrentes en erupción lo que surge por nuestras glándulas lacrimales.
Tras sonarte los mocos una duda asoma por tu mente, ¿esto que estoy viendo es real o es una película de Ridley Scott?
La angustia pasa pronto porque después de Chopin vienen unas imágenes de Vladimir Vladímirovich Putin muy enfadado y tu mente inmediatamente identifica a ese eslavo frío y malhumorado como el causante directo de la tragedia de los pobres niños. Y aunque puede que lo sea, tu cabeza no te permite pensar si realmente lo es o no lo es. Es como los «dos minutos de odio» de 1984 de George Orwell, solo que todo sucede en pequeñas píldoras. Y así transcurre todo el telediario, entre el amor y el odio. Luego cambias de canal o te vas a la cama a dormir mientras angustiado piensas si la película de hoy ha sido buena.
Aunque alguno se queda desvelado y pensando que quizás un noticiario debería contener eso, noticias; y que las noticias deberían estar compuestas por información veraz; y que la información debería ser todo lo objetiva que se pueda, teniendo en cuenta las dos versiones; y que los periodistas que cuentan noticias no deberían convertirse en los protagonistas de una serie de ficción, sino en meros relatadores de información objetiva, sin sesgos emocionales ni ideológicos… Pero luego te quedas dormido.
  • Gonzalo Cabello de los Cobos Narváez es periodista
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