Marxistoceno
El marxismo metabolizó en Occidente a Freud, al deconstruccionismo y a la 'French Theory' y pervive entre nosotros, de forma insidiosa, reproduciendo la dialéctica opresores-oprimidos, solo que la lucha ya no es de clases sino de identidades
No sabemos si al llamado siglo estadounidense que comenzó en la Segunda Guerra Mundial le sucederá un siglo chino, pero hay motivos para suponer que, desde hace tiempo, Occidente ya está viviendo en la Era de Marx. Richard Pipes se apresuró a escribir su obituario cuando cayó el Muro, y a considerar el comunismo como un dinosaurio, pero Sean McMeekin cree que la sierpe ha inoculado el veneno a la sociedad occidental y que ésta se rige con esquemas mentales heredados de la dialéctica marxista.
Experto en la Rusia soviética, McMeekin advierte, en To Overthrow the World: The Rise and Fall and Rise of Communism (Basic Book, 2024), que la esencia de aquella ideología no reside en la economía sino en su imperativo de destruir el viejo mundo, rechazar los valores tradicionales y transformar a los individuos y a la sociedad. Y esto vale tanto para la Inglaterra fabril de Marx, como para el Occidente del siglo XXI. De ahí su pulsión proteica.
Lo que estamos viendo es un remake de la dialéctica opresores-oprimidos. El sujeto revolucionario ya no es el proletariado sino la mujer, los negros, los LGTB, los gordos… los flacos (larguísimo etcétera); la lucha ya no es de clases, sino de identidades; y los zares son los varones, los blancos, los heterosexuales, la civilización occidental.
A los oprimidos de ahora se les llama víctimas. Los parias que se cantaba en La Internacional ya no son los trabajadores sino la propia Tierra, amenazada por el hombre. Recientemente se podía leer en un diario –antaño prestigioso rotativo de izquierda– este titular: «Llega la osofobia a España: cuatro ejemplares muertos en Asturias a manos de furtivos». El sufijo (fobia, fobo) se ha convertido en la versión cursi de la neolengua orwelliana. ¿No es otro resabio marxista?
Se ha desplazado la revolución del ámbito público al privado. Y nada más privado que la familia: los feminismos de segunda y tercera ola han levantado una barricada entre mujer y varón, siguiendo a Michel Foucault que concibe el cuerpo como territorio de la lucha por el poder; y la teoría gender, de Judith Butler, sostiene que la naturaleza humana es moldeable como plastilina. El siguiente paso es el posthumanismo… la deconstrucción de lo viejo para alumbrar un paraíso sin límites corporales. ¿Se puede concebir algo más totalitario? Y no estamos hablando del otro lado del viejo Telón de Acero, sino de cosas que se enseñan como ciencia en campus de América y Europa y se difunden en medios, libros y películas.
No faltan voces que niegan la matriz marxista de esas corrientes, como las de John Gray en Los nuevos Leviatanes o Susan Neiman en Izquierda no es woke. Claro, hay mucha mezcla. Lo woke se nutre, además, de algunos de los peores rasgos del hiper-liberalismo (tales como individualismo, arrogancia cientificista, relativismo), y el posthumanismo tiene mucho de delirio capitalista, pero a Marx lo que es de Marx. No me digan que las actuales leyes contra la familia no evocan a Engels y su libro Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado; o a los bolcheviques que disolvieron el matrimonio y la «moral burguesa» mediante el divorcio fácil y el aborto gratuito.
También remite a la falsilla totalitaria la ingeniería social que practican gobiernos que se dicen democráticos. Por ejemplo, al trocar educación por adoctrinamiento y afirmar que los hijos no son cosa de los padres sino del Estado. Así como el exacerbado control sobre el ciudadano. Ejemplo gráfico es el confinamiento por la pandemia que, según McMeekin, muchos gobiernos importaron del Partido Comunista chino, a través de la Organización Mundial de la Salud. Derechos inviolables, como la libertad de expresión o de movimientos fueron cancelados de un plumazo.
Creíamos que la censura era una rareza de tiempos predemocráticos, pero ya la tenemos otra vez encima. Censura política o censura social, cancelación, miedo a hablar o escribir, como si estuviéramos en la Rusia del KGB. Y junto con la censura, la proliferación de delatores y soplones, celosos guardianes de lo políticamente correcto dispuestos a denunciar a vecinos o compañeros de trabajo para hacer méritos.
Finalmente, otro rasgo marxista es el rechazo a la religión (el opio del pueblo, ¿recuerdan?) Un rechazo impuesto, a golpe de leyes y de la negación de las raíces cristianas de Europa (la Comisión Europea prohibió la palabra Navidad en un documento de 2021). Y el Viejo Continente se ha convertido en «la primera sociedad atea de la historia», como apunta André Glucksmann, que añade «la primera vez que Dios murió, fue en la cruz. La segunda, en los libros de Marx y Nietzsche. La tercera, en la psique de las masas europeas». El marxismo opera como «una teología sustituta», según explicaba George Steiner en Nostalgia del absoluto, llenando el vacío dejado por el cristianismo. Como portador del fuego purificador, «Marx-Prometeo –añade Steiner– conducirá a la humanidad esclavizada a la nueva aurora de la libertad». No otra cosa nos promete el posthumanismo.
Por supuesto que el comunismo sigue más vivo y amenazante que nunca en la China de Xi Jinping, haciendo gala de su camaleónica naturaleza, al mudar de piel (con el guiño al capitalismo de Estado), pero conservando su entraña leninista. Pero también en Occidente vivimos, en buena medida, en el marxistoceno, aunque de forma más insidiosa, toda vez que esa ideología metabolizó a Freud, al deconstruccionismo y a la French Theory, y se maceró con la contracultura del 68, como ha explicado Francisco José Contreras. Consciente o inconscientemente la sociedad ha comprado ese discurso y asumido sus categorías mentales.
No sabemos lo que durará esta era y los estragos que producirá. Pero mucho me temo que cuando despertemos, el marxismo todavía estará ahí, como el dinosaurio de Monterroso.
Alfonso Basallo es doctor en Comunicación, periodista y escritor