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27 de julio de 2024

europa ante la encrucijada españolaRobert goodwin

¿Barça vs. Espanyol?

Elliott observa en un agudo comentario que las «uniones desiguales» suelen generar en el socio menor una percepción de «negligencia» e incluso «maltrato» que se «acumula» en la memoria colectiva hasta proyectarse en un fuerte sentimiento de ser «víctimas»

Actualizada 04:30

Hace año y medio que perdimos al sin par hispanista británico Sir John Elliott, y hemos vuelto a darnos cuenta de cuanto le vamos a echar de menos al repasar su último libro sobre Catalanes y Escoceses (Taurus 2018). En tiempos de gran turbulencia política siempre conviene tener a mano una obra de historia rigorosamente académica y dejar a la frialdad anglosajona sosegar la sangre furiosa bajándola a temperatura de un cava bien despachado. Elliott escribía en las secuelas de los referéndum en el Reino Unido sobre la independencia de Escocia y Brexit y el tumultuoso 1-O en Cataluña.

La campaña unionista «Mejor Juntos» insistía en que Escocía no era ningún paraíso económico y todos los años el Gobierno de Westminster transfería desde los bolsillos ingleses mil libras a Edimburgo por cada escocés. Muchos escoceses se ofendían. ¿Qué divisa se emplearía? ¿Qué hacer en la frontera ya qué el Reino Unido era entonces de la UE? ¿España vetaría la incorporación de Escocia en Europa? Elliott la caracteriza como peligrosamente negativa. A cambio los nacionalistas ganaron la batalla de «identidad» pintado un bodegón de tierra prometida, libertad individual, responsabilidad social, y otras riquezas poco precisadas.

Muchos han criticado a David Cameron por citar a la plebe británica en 2016 sobre el Brexit. Discrepo. El partido antieuropeo UKIP había empezado a comer demasiados votos tradicionalmente conservadores. Pronosticaron que sin recuperar ese bloque de votantes el autodenominado «partido natural de gobierno» no podría conseguir una mayoría absoluta en décadas; habría un sinfín de gobiernos laboristas. Cameron prometió el plebiscito en la campaña electoral y ganó con mayoría absoluta. Las urnas habían dictado su voto.

El fallo de Cameron fue ofrecer al pueblo una sencilla elección entre mantener el status quo o salir sin saber qué pudiera venir después. Del mismo modo que en Escocia, la pregunta dejó de 2016 campo libre a los eurófobos para ofrecer un bufé de fantasías saladas por el típico exceso británico de orgullo nacional. Los unos señalaban las muy técnicas ventajas europeas, los zahoríes auguraban que por comprar los ingleses tantos coches alemanes la UE se rindiera como en las guerras mundiales del siglo pasado. Unos vendieron realidades, los otros sueños y nostalgia. Elliott observa que en 2017 Puigdemont aparentaba estar «alegremente despreocupado» por las 3.000 empresas e incontables cuentas bancarias que huían de Cataluña, convencido de que la UE le apoyara y que «cuando se consiguiera la independencia todo iría bien». Pero un voto ilegal no se puede ganar ni perder. En cambio, los ingleses votaron legalmente en plena campaña de Eurocopa justo cuando Inglaterra se había clasificado para la siguiente ronda, generando una expectativa patriota futbolera que encajaba peligrosamente con el vivo sentimiento ultranacionalista de la campaña del referéndum. Estoy convencido que si se hubiera votado cinco días más tarde, cuando los bulliciosos padecían la resaca de haber perdido la selección 2-1 frente a Islandia, es probable que el Reino Unido siguiese en la UE. Pero fue como fue, salimos sin nada y así seguimos.

Elliott observa en un agudo comentario que las «uniones desiguales» suelen generar en el socio menor una percepción de «negligencia» e incluso «maltrato» que se «acumula» en la memoria colectiva hasta proyectarse en un fuerte sentimiento de ser «víctimas». Muchos catalanes experimentaban el 1-O así y la mayoría de los periodistas extranjeros no entendían los problemas legal-constitucionales que impedían un voto, ni apreciaban que para los españoles la Constitución es la afirmación documental de la resurrección del pueblo y la sociedad cívica después de lo que Elliott llama «la larga noche oscura» del franquismo. Variarla es asunto serio.

Dicho eso, me arriesgo a enojar a los señores lectores con imaginar cómo se plantearía un voto catalán si se consintiera los cambios constitucionales necesarios. La experiencia británica es una lección importante: antes de celebrar un referéndum sobre la independencia hay que trazar cómo se resolverán una larga serie de asuntos económicos y culturales, algunos elementales, otros más esotéricos, que surgen al separarse un país de su unión. No lo hizo Cameron y a consecuencia las últimas encuestas indican que solo un 10 por ciento creen que Brexit ha sido un éxito y un 60 por ciento votarían por volver. Para evitar un remordimiento parecido en Cataluña sería imprescindible que el electorado comprendiera las consecuencias antes de votar.

Por ejemplo, habría que proponer una fórmula para proporcionar la deuda nacional española. ¿Según la población, el PIB per cápita, por región? ¿Los inversores en bonos españoles podrían elegir entre deuda catalana o española? ¿Qué tendrían que hacer las instituciones financieras que tengan que mantener bonos nacionales por ley?

Es razonable que los negociadores profesionales resuelven los temas más complejos, para eso son las administraciones, pero ¿quién decidiría si todos los catalanes tendrían derecho a mantener su nacionalidad natal? ¡Sería absurdo que una población nuevamente independiente fuera de doble nacionalidad! ¿Pero qué hacer con los habitantes de ascendencia española? ¿Habría que elegir? ¿Cabría la posibilidad de que la mayoría de los habitantes de Cataluña fueran de nacionalidad española? Estas decisiones afectarían a todos los españoles, ¿deberían de consultarles por referéndum también sobre ese hipotético acuerdo de separación?

Cuando Checoslovaquia se deshizo, partieron su liga de fútbol en dos, porque hoy en día es imprescindible que una gran nación digna de serlo tenga su propia liga y propia selección internacional; la independencia del balompié es el símbolo popular de la independencia por excelencia, es la insignia de honor y orgullo patriota más celebrada por el pueblo en uno de los ámbitos más emocionantes de la vida diaria. Escocia tiene su propia liga desde 1890. Sería una traición del alma escocesa que el Celtic o el Rangers jugaran en Inglaterra. Una selección internacional catalana resultaría emocionante y los partidos contra la Roja muy entretenidos. Pero ¿el Barça? ¿También los madridistas deberían tener derecho a votar sobre el futuro del clásico?

  • El doctor Robert Goodwin es historiador y autor de «España, centro del mundo. 1519-1682» y «América, the epic story of Spanish North America»
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