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27 de julio de 2024

TribunaIñaki Iriarte

¿Democracia o apartheid?

No se trata de invenciones de la «izquierda antisemita»: personalmente, he visto disolver con violencia la reunión pacífica de una decena de personas, que no impedían la circulación de nadie, simplemente por cantar una canción nacionalista

Actualizada 01:20

A menudo nos posicionamos ante los conflictos de manera a partir de prejuicios o de cosas que hemos escuchado por ahí. A menudo también, tomamos partido como un acto reflejo motivado por la opinión de nuestros rivales. Si uno se considera, por ejemplo, de derechas y ve que los de izquierdas defienden algo, se figurará que su deber ideológico es sostener lo contrario. Cuando se actúa así, los argumentos en favor de la posición contraria ni siquiera se escuchan.

El conflicto palestino-israelí es un buen ejemplo de ello. Ser de izquierdas parece connatural a ser propalestino y ser de derechas a ser proisraelí. Y ello a pesar de que la población palestina sea, a grandes rasgos, esencialmente conservadora y de que, durante sus primeras décadas, el «proyecto de país israelí» fuera indudablemente de izquierdas –si es que, en el fondo, existe alguna posibilidad de ser sionista, es decir, nacionalista, y de izquierdas. Las mismas dudas, por cierto, suscita el carácter liberal de dicho «proyecto de país», puesto que, en lugar de basarse en una idea de nación como pacto entre ciudadanos, lo hace en una interpretación de la nación como el «anillo de hierro» de un colectivo prepolítico ante un entorno hostil. Menos aún cabría tildarlo de «conservador», porque la fundación de un Estado ex novo en contra de su tradición religiosa resulta sencillamente revolucionario).

Sea como fuere, Israel ha sido recurrentemente defendido por sus partidarios como la única democracia de Oriente Medio y, recurrentemente también, atacado por sus detractores como un régimen análogo al Apartheid sudafricano. Invito al lector a leer estas líneas, comprobarlas y, si le es posible, viajar unos días a Israel y a Cisjordania para juzgar por sí mismo.

Por un lado, es cierto que en Israel tienen lugar elecciones libres. Hay partidos de derecha y de extrema-derecha, de izquierda y de extrema-izquierda; sionistas y antisionistas; laicos y religiosos. Hay libertad de prensa, de reunión y religiosa (aunque, atención, ésta no implica la neutralidad del Estado). En Israel se puede ser judío, ateo, musulmán, cristiano, druso o lo que se desee. Y la tolerancia hacia gays, transexuales, etc., es mucho mayor de la que existe en el conjunto de Oriente Medio. Nada menos que un 19-20 por ciento de los ciudadanos de Israel son árabes, algo que casa mal con la hipótesis de un régimen de apartheid.

Sin embargo, siendo todo lo anterior verdadero, hay que destacar que no se aplica a la mayoría de los territorios ocupados (administrado o disputados, según la terminología israelí). La mayoría de esos territorios (Cisjordania y Gaza) fueron conquistados por el ejército israelí durante la guerra de 1967, pero no fueron anexionados a Israel. Consecuentemente, los derechos y libertades democráticos que se garantizan en Israel no se ofrecen a los palestinos que allí viven. Éstos no tienen la ciudadanía israelí ni pueden optar a pedirla. No pueden moverse libremente, ni siquiera por esos territorios ocupados, sin un permiso del ejército israelí. Así, un palestino que viva en Belén no puede disfrutar del mar Muerto cuando lo desee, aunque el área no haya sido anexionada por Israel. Mientras, un israelí (judío o árabe) puede hacerlo cuando se le antoje. Sorprendentemente, los mapas de Israel utilizados por el Ministerio de Turismo israelí incluyen regularmente esos territorios palestinos como propios.

Respecto a los territorios que sí se anexionó Israel (Jerusalén Este y Altos del Golán), éste tampoco otorgó a sus habitantes la ciudadanía. Legalmente pueden acceder a ella, pero el Ministerio de Interior israelí se la concede habitualmente con cuentagotas y la inmensa mayoría de los palestinos que allí residen no la tiene. En consecuencia, tienen derechos civiles, pero no políticos. Pueden votar en las elecciones municipales, pero no en las nacionales. Los abusos de la policía contra ellos son habituales y sus libertades de circulación, de expresión y de reunión pacífica muy limitadas. No se trata de invenciones de la «izquierda antisemita»: personalmente, he visto disolver con violencia la reunión pacífica de una decena de personas, que no impedían la circulación de nadie, simplemente por cantar una canción nacionalista.

Tampoco los árabes que tienen la ciudadanía israelí disfrutan de una verdadera igualdad. De iure existen leyes que objetivamente favorecen a los judíos (por ejemplo, de acuerdo a la ley de retorno, todo judío tiene derecho a «retornar» a Israel y acceder a la ciudadanía; un derecho que no asiste a los no judíos, aunque tengan ancestros de la zona). Además, la tasa de mortalidad infantil de los árabes israelíes es más del doble que la de sus conciudadanos judíos. El paro es también más del doble, la renta media menos de la mitad que entre los judíos y las inversiones públicas, mucho más bajas. Los actos de racismo contra estos árabes israelíes son frecuentes. De forma recurrente tienen lugar manifestaciones en las que se corea: «¡Muerte a los árabes!» ante la pasividad policial. Sería, por supuesto, inimaginable que un grupo árabe convocara una protesta en Israel en la que se pudiera gritar: «¡Muerte a los judíos!».

A la luz de estos datos, el lector podrá juzgar si Israel está más cerca de constituir una democracia avanzada –como la nuestra– o de un régimen racista –como la Sudáfrica del Apartheid–.

  • Iñaki Iriarte es profesor titular de Historia del Pensamiento Político en la Universidad del País Vasco y ha realizado sendas estancias de investigación en el Jerusalem Van Leer Institute
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