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29 de abril de 2024

TribunaRoberto Starke y José Manuel Rodríguez

Adolfo Suárez: una voluntad, un líder

Hoy vemos a líderes hundirse al intentar simples reformas fiscales o nuevas políticas de Estado. A una década de su desaparición física, el legado de Suárez debe tomarse como una enorme lección

Actualizada 01:30

Son cerca de las 6 de la tarde del 23 de febrero. El Congreso de los Diputados de España no es escenario de deliberaciones, sino de tiros y gritos. El teniente coronel Antonio Tejero acaba de secuestrar el hemiciclo, sin saber que solo será un actor de reparto en aquella escena de 1981.
Mientras la metralla perforaba el techo del recinto, Adolfo Suárez ejerce un acto de coraje, reflejo de lo que fue su carácter como presidente del Gobierno. No acató la orden de Tejero, y permaneció sentado sin tirarse al suelo. En ese momento ya sumaba 5 años conduciendo una transición político-institucional poco comprendida, pero convencido de ejercer un liderazgo que conduciría a España a una nueva democracia (resistiendo ante quien intentase doblegar su convicción por las instituciones y la democracia española).
Muchos dieron por terminada su carrera política cuando falleció su mentor, Fernando Herrero Tejedor, en agosto de 1975. «Están equivocados si creen que estoy muerto» (1), comentó en aquel entonces durante el sepelio. Suárez quizás ya percibía que su trayectoria sería una larga consecución de hechos que demostrarían el grave error que era subestimarle.
Cuando en julio de 1976, el Consejo del Reino avala la promoción de Suárez como presidente del Gobierno, el Rey lo citó para ofrecerle formalmente el cargo. La respuesta de Adolfo es una clara expresión del talante de su liderazgo: «Ya era hora» (2).
Todo lo que tenía en aquel momento se lo debía a la política, pero el oficio del poder le había sido ingrato. Adolfo, un originario del franquismo, fue tratado como un militante de segunda mano. No provenía de una familia de apellido pomposo, ni había sido un exitoso catedrático. Tampoco tenía una carrera militar o fortunas que le facilitaran el respeto de los círculos poderosos de Madrid.
«Se llama Adolfo, no es maravilloso», se leía en una viñeta humorística días después de su nombramiento como presidente. Ni hablar del extenso artículo que le dedicó Ricardo de la Cierva [que irónicamente sería su ministro de Cultura] titulado Qué error, qué inmenso error.
La izquierda se mostró igual de escéptica. Para ello, vale recordar que en los albores de la transición, Santiago Carrillo sugirió que el flamante Rey debía ser llamado Juan Carlos «El Breve», dando por sentado la falta de sostén político del nuevo Jefe del Estado.
El Gobierno de Adolfo Suárez logró dictar múltiples amnistías, aprobar la Ley para la Reforma Política, decretar el fin de la censura, habilitar la inscripción de partidos, legalizar al Partido Comunista, disolver el Movimiento Nacional, restablecer las autonomías regionales, realizar las primeras elecciones generales libres y garantizar la redacción de una constitución democrática, una verdadera proeza por un hombre por el que no se daba un céntimo.
Al margen de lo que se podía lograr con diálogo y concordia, estaba el frente violento. ETA, GRAPO y los múltiples grupos (pistoleros) de la extrema derecha que enlutaron varias jornadas de la transición y nunca le dieron tregua.
Suárez por la mañana persuadía a militares sobre los beneficios de la apertura, por la tarde asistía a sepelios de guardias civiles asesinados por terroristas, y por la noche negociaba clandestinamente la moderación de la izquierda revolucionaria. Era un perfil perfectamente capaz de lo que Felipe González describiría como «leer el logos del otro».
Su tarea consistía en reivindicar a la política como un medio válido para compaginar intereses, sin que ello ameritara un nuevo enfrentamiento entre españoles. Él y su gabinete siempre estuvieron convencidos de que la concordia era la base del nuevo quehacer político, pero no echaron a andar la transición sobre la arrogancia de tener la razón, sino que fueron persuadiendo al resto sobre la conveniencia del camino planteado.
No obstante, fue Suárez el que sufrió como nadie la ingratitud y los costos de aquella epopeya. Su liderazgo fue víctima de la política de acuerdos que había ayudado a regenerar, cuando todo el establishment político logró coincidir en algo: acosarlo y echarlo de la Moncloa.
Adolfo logró dominar la ambición, la codicia, y la visión de Estado, alineando lo mejor y lo peor del poder a favor de la democratización y la reconciliación. Su Gobierno desmontó y armó un Estado nuevo, ¿cuál fue su secreto? Estar seguro de que el camino era el correcto, pero nunca pretender llegar solo a la meta; sino convencer a aquellos que debían recorrer ese camino con él, desde las Cortes franquistas aprobando su disolución, hasta el Partido Comunista aceptando la Monarquía. No se trató de un pacto sino de un acuerdo, necesario para lograr un nuevo contrato social.
Hoy vemos a líderes hundirse al intentar simples reformas fiscales o nuevas políticas de Estado. A una década de su desaparición física, el legado de Adolfo Suárez debe ser tomado como una enorme lección para los liderazgos contemporáneos: en política no basta con tener la razón. Hacer política a favor de grandes cambios es posible solo cuando se renuncia a dominar para persuadir, cuando se descarta el obligar para convencer, incluso cuando todos y todo parezca estar en contra.
  1. Testimonio recogido en el libro Adolfo Suárez: el hombre clave de la transición (1997)
  2. Testimonio recogido en el libro Adolfo Suárez: el hombre clave de la transición (1997)
  • Roberto Starke y José Manuel Rodríguez son profesor titular y adjunto respectivamente de Liderazgo de la Universidad del CEMA [Buenos Aires, Argentina])
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