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tribunaSergio Nasarre Aznar

Los trepas de la clase

Lejos de buscar el bien común (tan aristotélico, tan tomista) persiguen su lucro individual, su poder, como cuando eran pequeños, pero ahora con triquiñuelas más gordas y con mucho dinero en juego. Y lo público va mal

Los mediocres, los más vagos, los que se columpiaban en el trabajo en grupo y recibían la misma nota, los que abusaban del más débil, los que recurrían a las chuletas, los que suspendían religión, los que plagiaban los trabajos o las tesis; estos son los que nos mandan a todos los niveles, los que han medrado, los que han ganado. Al fin y al cabo, para pertenecer al Ejecutivo o al Legislativo no hace falta ni ser buena persona ni saber de algo en concreto. Y muchos ciudadanos se dan cuenta ahora que está cayendo todo el castillo de naipes político a nivel nacional y, esperemos, siga haciéndolo a nivel autonómico, local, universitario, etc.; aunque otros no quieren verlo porque son como ellos o están subsidiados o no son suficientemente valientes, probablemente.

Algunos de los que llevamos de investigadores públicos casi treinta años ya lo sabíamos. Sabemos que con el nivel de tributación que hay en España y en gran parte de Europa es difícil que haya emprendimiento privado, financiación privada, libertad, contrapoder al poder omnímodo del Estado; un invento de hace escasos 500 años antes del cual parece que no hubiese habido vida. Todo gira alrededor de él (en el sentido más amplio) y todos aspiran a controlarlo, a tener sus prebendas sin cuestionar (o siguiéndolo el rollo) la ideología de turno para conseguir contratos para sus empresas, para conseguir proyectos de investigación, para conseguir vivienda, para conseguir lo que aspira su lobby sea cual sea, para colocar a sus familiares y compañeros de pupitre… para todo, se «adaptan» a lo que sea; hay que pagarse los vicios. Han creado un sistema en que difícilmente puede haber vida (civil, se entiende, al menos de momento) al margen de «lo público» que, claro, controlan nuestros convenientemente ideologizados políticos: siempre que te amoldes a sus caprichos (porque poco han leído; no lo hacían ya en el cole) y pseudovalores, no habrá problema; al fin y al cabo están «legitimados por las urnas» como repiten insistentemente ellos, lo que aprovechan para no hacerse responsables por ningún desaguisado ni ley absurda o contraproducente, sea cual sea. Mussolini estaría encantado: «todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado» (1925).

El resultado, claro, no podía ser otro. Lejos de buscar el bien común (tan aristotélico, tan tomista) persiguen su lucro individual, su poder, como cuando eran pequeños, pero ahora con triquiñuelas más gordas y con mucho dinero en juego. Y lo público va mal. Tras la 2ª Guerra Mundial, el Estado Social (art. 1 CE) prometió hacerse cargo de las necesidades básicas de los ciudadanos: educación, sanidad y vivienda. Sin embargo, además de soportar cada vez una mayor carga tributaria para irlo alimentando, hoy las familias españolas deben acudir cada vez más a mutuas sanitarias privadas (uno de cada cuatro españoles, destacando Cataluña con un 33 %), a la educación concertada o privada, incluso a nivel universitario (han aumentado un 56 % los universitarios en universidades privadas desde 2015, mientras que ha bajado un 6 % de los matriculados en las públicas), al tiempo que la vivienda sigue siendo, por quinto mes consecutivo, el principal problema de los españoles, según el CIS. Los trenes de pasajeros funcionan peor que nunca, las mercancías peligrosas del Corredor del Mediterráneo pasarán por el centro de nuestras ciudades, nos dejan un día a todos sin luz,… y así hasta lo siguiente.

Y, lejos de reconocer este fracaso cada vez más y más evidente de todo lo que han hecho, han ido inflando el Estado con más y más deuda pública, con más Next Generation malgastados, con más señoritas «Sanidad y Educación» colocadas en Adif, que en algún momento tendremos que pagar nosotros o nuestros hijos. Da igual, dicen, «comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1 Cor 15:32). Creemos un paraíso público en la tierra a toda costa. Hagamos una ley de vivienda donde esta no pueda ser objeto de propiedad privada, donde el alquiler se vuelva imposible y donde los okupas estén protegidos (ya lo reconocían así el ministro del ramo y la vicepresidenta primera del momento en una de las grabaciones que han salido). Hagamos a cambio muchas viviendas de alquiler social para que nos deban así incluso su hogar y seamos sus caseros, para siempre. Subamos la tributación de las familias para que cada vez tengan menos, sean menos libres y puedan oponerse menos. Decidamos cada vez más nosotros qué hacer con el dinero que han ganado con su esfuerzo y tengamos, así, cada vez a más subsidiados dependientes de nosotros, que nos deban todo y nos sigan votando. Que podamos regalarles videojuegos y Netflix a la generación Z y a los milenials de 30 años billetes de tren para irse de vacaciones (el «Verano joven» del que está tan orgulloso nuestro ministro tuitero o X-ero por excelencia, mientras le descarrilan los trenes, se le caen las catenarias o menosprecia a profesores).

En fin. Que no todo da igual. Que no es lo mismo respetar la propiedad privada que no respetarla, que nos manden los mediocres o aquellos que se esfuerzan de verdad por el bien común y que son más humildes. Al final, todo tiene consecuencias. Como escribió Chesterton tras una de sus visitas a mi ciudad, Tarragona, en 1935 un domingo por la mañana: no dio igual que ganasen los romanos o los cartagineses pues, si hubieran ganado estos, en vez de que aquel niño que correteaba cerca de la Catedral estuviera esperando a su padre para entrar en misa, estaría esperando para ser sacrificado convenientemente en el altar de Moloch. Debemos escoger entre la civilización o la barbarie, aunque sea la del «buen salvaje».

Sergio Nasarre Aznar es catedrático de Derecho civil.Universidad Rovira i Virgili