Yo tampoco quiero ser madre
En definitiva, es falta de identidad, de mapa y de horizontes. Si falla lo más humano, si nuestra vida en el fondo es miserable, ¿por qué vamos a desear que alguien más viviese por nuestra causa?
Carla Restoy publicaba el 1 de junio de este año 2025 un artículo impresionante con este título: «Yo tampoco quiero ser madre». Me hago eco de él porque creo que merece la pena repensarlo.
Una generación de mujeres ha renunciado a la maternidad en nombre de una libertad que, paradójicamente, les ha dejado más solas, más cansadas y más vacías. Tienen pánico a ser madres. No quieren esa responsabilidad en nombre de su libertad. No se trata de personas aisladas, sino de toda una generación. Se les presentó la maternidad como una cárcel.
La cultura del ‘yo primero’ ha inundado sus vidas. Han crecido rechazando cualquier atadura: hogar, esposo, hijos. Y fueron rompiendo uno a uno los vínculos que podían dar sentido a sus vidas. La maternidad se presentó para ellas como una amenaza para su libertad y su felicidad. Dar vida era un freno, un riesgo para sus sueños y sus aspiraciones personales. No sólo es que la maternidad produzca miedo, es que produce pánico pensar en criar solas a los hijos, amar sin garantías y perder el control de la propia vida. La maternidad ha quedado aplazada, disfrazada, congelada, transformada en un lujo. Una cosa es no querer ser madre y otra muy diferente es que la cultura empuje a no querer desearlo.
Bajo una falsa idea de libertad y empoderamiento, les convencieron de que la esencia femenina no tenía nada que decir sobre el deseo de plenitud que nos habita. Como si ser mujer fuera un defecto que había que corregir para estar «a la altura». La libertad que nos vendieron era falsa… Nos dijeron que ser libres era poder irnos cuando quisiéramos. No deberle nada a nadie. No depender. Pero lo que no nos contaron es que la libertad, si no es un medio para el amor, puede ser muy tramposa. Que el deseo, cuando no se orienta y se convierte en entrega, se pudre y esclaviza. Que la independencia total es el camino más corto a la soledad total.
Se les llenó la boca con palabras como empoderamiento, disfrute, plenitud. Y, sin embargo, cada vez más mujeres están rotas, cansadas y vacías. El cuerpo no miente. El alma tampoco. Algo no encaja. Una mujer que no se sabe querida solo podrá amar a medias. Y nadie puede querer engendrar desde la herida de una existencia insustancial.
Si no experimentaron la belleza de ser hijas, ¿cómo van a querer ser madres? ¿Cómo van a dar vida si no saben que la suya tiene mucho valor? Este es el núcleo del problema. Muchas mujeres no se han sabido hijas. No se han sentido amadas sin condiciones, sin méritos. No han sido miradas como un don, sino como una carga, una molestia…
El drama es doble. Porque no es solo que las mujeres estemos heridas. Es que los hombres están en ocasiones muy ausentes. Emocionalmente inmaduros, incapaces de compromiso, encerrados en sí mismos y en carreras profesionales que les impiden poder ocupar su vocación de entrega por amor. Sin hombres a la altura, sin hogar.
Quizá, por tanto, la falta del deseo de ser madre en nuestro tiempo es la consecuencia de la falta de raíces que nos ayuden a ver la belleza de extender nuestra vida más allá de nuestro ombligo. En definitiva, es falta de identidad, de mapa y de horizontes. Si falla lo más humano, si nuestra vida en el fondo es miserable, ¿por qué vamos a desear que alguien más viviese por nuestra causa?
Manuel Sánchez Monge es obispo emérito de Santander