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25 de abril de 2024

Armando Zerolo
Cartas de la Ribiera

La cancelación nacionalista

Cuando el juicio último sobre la moral no le pertenece a Dios, entonces se le concede a la comunidad

Actualizada 09:55

«Nadie bajo la bandera de Rusia debería poder competir», decía hace unos días el ministro de deporte británico, y así creía que el nacionalismo imperialista de Putin se puede combatir con su plomizo nacionalismo calvinista. Porque el mundo anglosajón tiene en su ADN religioso los elementos de un nacionalismo moralista que ningún país de oriente podrá ni siquiera tocar con la punta de los dedos.
Decía Jiménez Lozano, en una de sus crónicas cuando «El caso Lewinsky» que acabó con la carrera de Clinton, que «cuando se ve escapando a aquellos caballeros de Inglaterra hacia Nueva Inglaterra, en el Mayflower, se tiene un poco la impresión de que no es que huyeran por estar perseguidos, sino que se les proporcionó ese viaje de mil amores con tal de que se fueran porque hacían la vida imposible a los demás». Y es que hoy, como entonces, hay un tufo moral en las políticas de la cancelación norteamericanas e inglesas que se nos empieza a atragantar a muchos.
Nadie podrá competir bajo la bandera rusa, dice el citado ministro, pero es que bajo su bandera en poco tiempo nadie podrá ni respirar, porque la bandera nacional se les está convirtiendo en un paraguas estrecho bajo el que cada vez caben menos cabezas.
Es frecuente encontrarse en las universidades americanas charlas testimoniales como complemento moral a la formación técnica. Antiguos alcohólicos, delincuentes sexuales y conversos dan charlas en público sobre su vida nueva y sus pasadas miserias. Lo que llama la atención es la falta de pudor a la hora de confesar sus vicios. Suelen empezar con un «Yo antes era, hacía, me sentía…» y continúan con una prolija descripción de los detalles de los vicios morales del ponente. Esas cosas aquí no las vemos, y allí, cosa increíble, acaban con un sonoro aplauso. Yo no daba crédito hasta que no comprendí que se trata de un tipo de confesión pública que necesita de la aprobación de la comunidad. El reo la necesita para poder seguir adelante, o será expulsado para siempre del lugar.

La confesión privada nos libra del linchamiento público que ellos practican como consecuencia de su calvinismo moral

En el mundo anglosajón educado se asume la opinión de que los católicos somos unos laxos en lo moral porque creemos que con la confesión tenemos patente de corso. Dicen que nos da igual lo que hagamos porque sabemos que Dios nos perdonará en confesión. Lo que no comprenden es que la confesión privada nos libra del linchamiento público que ellos practican como consecuencia de su calvinismo moral. Allí, el pecador ha de ser perdonado y revalidado por la «buena sociedad», como los censores romanos, pero vestidos de negro y armados con panfletos y leyes canceladoras. El dedo acusatorio del moralismo anglosajón pretende llegar hasta la conciencia, y lleva las guerras hasta unos límites intolerables.
Si uno pasea por las calles de los barrios de la América de los padres fundadores, la que tiene poca influencia afroamericana, italiana o irlandesa, ve casas con grandes ventanales sin cortinas. Se podría pensar que es para que entre mejor la luz, y es verdad, pero también lo es para que la frontera entre lo interior y lo exterior, lo público y lo privado, la conciencia y la ley, quede determinada por el juicio comunitario. Allí, el que tiene cortinas es porque tiene algo que ocultar, y el que no las tiene es porque puede mostrar una vida privada inmaculada a los demás. Lo que no sabemos es lo que sucede en los sótanos, porque esos no tienen ni cortinas ni ventanas.
No basta rendir las plazas, juzgar los actos o moderar los vicios públicos, también hay que rendir las banderas del alma: la opinión, el pensamiento y las intenciones. Porque lo que en realidad sucede allí es que, cuando el juicio último sobre la moral no le pertenece a Dios, entonces se le concede a la comunidad. Esta es la matriz común de todos los nacionalismos.
Bien está condenar a Putin y una guerra manifiestamente injusta, pero si tiramos el agua sucia de la bañera con el bebé dentro, habremos conseguido cambiar un nacionalismo oriental por un nacionalismo calvinista, y esto, no me cabe duda, sería lo peor que nos podría pasar. Dejemos a Medvedev jugar en paz al tenis, y de paso que nos dejen también en paz a los demás con sus batallas canceladoras.
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