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13 de mayo de 2024

Declan
DELENDA EST CARTHAGO

Amelia canta y Ucrania vive

«Nos sonreirá el destino», reza el himno ucraniano. En la voz de una niña parece una promesa que no puede dejar de cumplirse

Actualizada 19:05

El pasado 20 de marzo se celebraba en el Atlas Arena de Lodz, en Polonia, un concierto benéfico en favor de los refugiados por la invasión rusa de Ucrania. El gran plato fuerte mediático del evento fue la interpretación del himno de Ucrania por Amelia Anisovych, una niña de apenas siete años. Dos semanas antes había adquirido cierta notoriedad por un vídeo en el que se la mostraba cantando una canción de la película Frozen dentro de un búnker, en su Ucrania natal.
El vetusto himno nacional ucraniano, compuesto en 1863, contiene todo lo que se puede esperar de una letra para tal ocasión. «La gloria de Ucrania no ha perecido, ni su voluntad», reza el verso inicial de la primera estrofa. Vocablos como «enemigos», «tierra», «libertad», «sacrificio» se van sucediendo a lo largo de sus estrofas. Todo esto, interpretado por la voz de una niña refugiada, añade un componente que en nuestra cultura actual parecía desterrado de los himnos nacionales: que su contenido pueda tener relación con la verdad. La voz infantil es un vehículo que despierta la emoción, que hace de los enemigos, dragones; de la tierra, hogar; de la libertad, un bien preciado; y del sacrificio, una lógica. Con el himno viene la bandera, y con la bandera la patria de fronteras definidas –los Cárpatos y el Don, el Dnieper y el Mar Negro, que surcan tanto su tierra como la letra–. El canto de una voz inocente tiene la capacidad de ser acogida cual oráculo, mucho más potente que las indicaciones de voz para alcanzar un destino prosaico del Maps de turno, pues en ella no se ve ni pragmatismo ni voluntad de engaño.

El alma, si escucha la canción y el cántico, puede soportar más fácilmente las cosas difíciles

J.R.R. Tolkien presenta en la Ainulindalë la creación del mundo de su imaginario como el producto de una sinfonía de seres angélicos –los ainur– donde los temas se van sucediendo entre armonías y disonancias, donde la deidad creadora termina adueñándose de las mismas disonancias de sus seres angélicos para construir un último tema pronunciado como palabra definitiva. Tras terminar la poderosa sinfonía les desvela a sus improvisados coautores cómo el canto ha creado el mundo, y cómo ese mundo tiene una vida propia y un destino. Y es que la música tiene la capacidad de evocar en el hombre la fuerza escondida en las palabras, lanzando su sentido más allá de lo que el mero nominalismo sugiere; le da a las palabras una capacidad creadora.
Quizá Amelia podría haber cantado Imagine, el tema en solitario de John Lennon, evocando un mundo sin religiones, sin fronteras ni propiedad. Ha sido el leitmotiv indiscutible, estudiadamente nihilista, de la generación del hastío. Jimmy Carter lo elevaba al rango de himno cooficial en prácticamente todos los países que ha visitado, tanta es su popularidad. Contiene palabras que se presentan como la solución nunca imaginada hasta entonces por el hombre, mecidas por la melodía que aleja de la tierra de sufrimiento que insiste en sustentarnos. Pero no son palabras para ser respaldadas por la voz de la inocencia, más apta para verificar la esperanza que para consagrar los términos de un armisticio.
San Juan Crisóstomo veía en el canto algo que iba más allá de la búsqueda del consuelo de la fatiga, de los trabajos de los caminantes, los agricultores o las tejedoras. En su comentario al salmo 41 dice que también «el alma, si escucha la canción y el cántico, puede soportar más fácilmente las cosas difíciles». Es innegable que en una generación de usuarios masivos de los auriculares, los listados de canciones están hechos para superar el tedio de lo rutinario y para intentar despertar en el alma la ilusión de sentido, aunque solo sea a base de pequeñas dosis de éxtasis estético. Crisóstomo insistirá que este gusto por el canto es innato en el hombre, una defensa «para que los demonios no lo trastocasen todo, introduciendo sus cánticos obscenos y lo revolvieran todo». Y es que en los éxtasis podemos estar ante un fenómeno místico o ante su contrapartida adulterada, capaz de «asentarse en las resoluciones del alma hasta hacerla más muelle y necia».
«Nos sonreirá el destino», reza el himno ucraniano. En la voz de una niña parece una promesa que no puede dejar de cumplirse. Desearíamos que en su voz tuviese la fuerza de las voces de los ainur de la Aiunulindalë, que sus vacilaciones de tono infantil fuesen recogidas en un tema definitivo que revelen un futuro cierto. Y que, mientras tanto, haga de las cosas difíciles más soportables para el alma. Sin artificios que prometan la comodidad instantánea, ni soluciones simplistas, y, por tanto, irrealizables.
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