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25 de abril de 2024

Almudena Molina
el perfil de los lirios

Viernes Santo es cruz

¡Oh, cruz! Tan dolorosa y redentora, tan abismo y paraíso. ¡Oh, cruz! Consuelo de los que sufren, esperanza en el don anhelado

Actualizada 13:19

Viernes Santo es cruz. Cruz que, en ocasiones, se nos escurre, como si fuera una imagen ajena, algo que poco tiene que ver con nuestra existencia. En el hedonismo de nuestros días, es algo inoportuno, no solicitado. Si acaso se presenta, mejor contemplarla desde lejos, allá donde no duela.
Paradójicamente, a la vez que la alejamos, nos preguntamos, con la furia del poeta, que por qué se pudren los cadáveres. Pero lo de Auschwitz, Ucrania y los vientres desgarrados, lo de la muerte encarnecida o la desolación de los hospitales en plena pandemia, solo lo soportan los clavos ardientes del madero.
¡Oh, cruz, qué lejos y qué cerca! Cuanto más nos apartamos del rostro del crucificado, más nos encontramos con ella. ¡Oh, cruz! Tan dolorosa y redentora, tan abismo y paraíso. ¡Oh, cruz! Consuelo de los que sufren, esperanza en el don anhelado.
Cruz es amor constante más allá de la muerte. No es un sentir pasajero o una imagen edulcorada que difumina las heridas. Es Dios mismo que se nos da, amor absoluto latiente en el Gólgota. Amor kenosis, que se abaja, que se despoja de la majestuosidad de los poderosos para mostrarse como lo que es, el Ser en donación desbordante.

Dios humano hasta la mortalidad de nuestras entrañas, que rescata el corazón desgarrado

Cruz es lo humano y lo divino en la unción de la carne, carne que sabe del buen vino o de la abundancia de los panes, pero también de lágrimas y de muerte. Carne vibrante de una humanidad perfecta, en la ternura del corazón palpitante.
Cruz es Dios soberanamente humano, y el hombre, en su pequeñez, endiosado. Dios humano hasta la mortalidad de nuestras entrañas, que rescata el corazón desgarrado. Un Dios moribundo amándonos incesantemente; todo un hombre en la quietud de la noche afilada. Dios y hombre, hombre y Dios; unión perpetua de los cuerpos y de las almas.
Porque, si vamos a lo profundo, el Viernes Santo no es un evento del pasado. En la divinidad de la carne ensangrentada, la eternidad rasga la temporalidad del acontecimiento. Y por eso, Viernes Santo es hoy, pero Viernes Santo también es ayer y mañana. El Viernes eterno se nos abre en la plenitud de la misa, en el pan y en el vino. Más que en el traqueteo de los costaleros, más que en el jolgorio de las cofradías entre pasos y calles enlutadas (que tienen mucho de arte y de Semana Santa), Viernes Santo es la divinidad irrumpiendo en el tiempo, y por lo tanto, un amor que nunca se acaba, presente en la misa diaria.

No iba tan desencaminado Nietzsche cuando clamaba: «Dios ha muerto. Nosotros lo hemos matado»

Y es esta eternidad –tan misteriosa y tan real– la que deslumbró a tantos filósofos y artistas. ¿Por qué hay tantos Cristos en el Museo del Prado? ¿Por qué Unamuno, Gerardo Diego, Ernestina de Champourcin y muchos otros traslucen el rostro magullado del Dios-hombre en sus metros? ¿No será acaso que la belleza de nuestra existencia refulge en la sangre del madero?
No iba tan desencaminado Nietzsche cuando clamaba: «Dios ha muerto. Nosotros lo hemos matado». El gran abismo del nihilismo lo vivimos en el Viernes Santo, la soledad del hombre que con su rebeldía aprieta los clavos de la cruz y se desgarra en el estiércol de sus heridas.
Pero lo que a Nietzsche se le pasó por alto es que la muerte no es la última palabra. Hay Dios en la cruz, y sobre todo, Dios resucitado. Por eso, el Viernes Santo no es una tempestad perpetua sino amor constante más allá de la muerte, amor en la cruz desbordado.
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