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28 de marzo de 2024

Almudena Molina
El perfil de los lirios

No es dar lo que sobra

Mientras hay quienes destruyen ciudades, otros abren las puertas de su casa al que no tiene nada que ofrecer

Actualizada 12:52

Los ucranianos saben de sobra qué es vivir el desierto: dejar casa, funcionar solo con lo puesto, a golpe de disparo y de bombardeo. Como los judíos en su éxodo, los ucranianos abandonan la patria sin tener todavía un destino concreto. Añoran el hogar y los buenos tiempos, donde los cadáveres no ardían en los suelos.
En los tiempos que corren, a algunos les toca el combate, a otros la huida. Los que luchan ejercitan lo que el doctor Angélico entendía como el noble sentido de la fortaleza: la defensa de lo que merece la pena, en este caso, la tierra originaria. Esa resistencia es una fortaleza mucho más profunda y valiosa que la del atacante, que flojea en delirios de grandeza.
Sin embargo, los que huyen no son más cobardes. Hay que ser muy valiente para dejarlo todo y empezar de nuevo. Hace poco, leímos conmovidos la noticia de un niño ucraniano que cruzó solo la frontera de Eslovaquia, con una bolsa de plástico, su pasaporte y un número de teléfono escrito en la mano. Ese niño es mucho más valiente que los que impíamente deciden atacar un hospital materno o un corredor humanitario.
Pero, lejos de hacer un tratado de la fortaleza en tiempos de guerra, es preciso hablar de lo que nos interpela. Los que huyen no tienen refugio. De un día para otro, son personas, sin todo lo rocambolesco de tener un Toyota Corolla, estar titulado en Derecho, o incluso, un par de birras para hacer un plan de sábado por la tarde. Porque, de un día para otro, son personas. Sin cosas, humanos, desnudos. Personas.
Mientras hay quienes destruyen ciudades, otros abren las puertas de su casa al que no tiene nada que ofrecer. Y esto no lo hacen en un alarde de superioridad moral, de clemencia estrecha. Porque la hospitalidad no es dar de lo que te sobra, las migajas que se caen de la mesa. Es dar al otro el vestido, la casa y la propia vida si hiciera falta.

La acogida no está para vivirla solo en tiempos de guerra. Un rostro sincero, una sonrisa cedida, una escucha profunda son ya un aliento de hospitalidad y cortesía

El que acoge sabe dejar lo suyo, porque ve que el que tiene enfrente vale su propia vida y mucho más. El que acoge sabe que el de enfrente es hijo de un gran Rey, que aunque no tenga refugio, merece ser agasajado con un buen puchero, una estufa caliente y algún que otro verso de recibimiento. El que acoge sabe que el de enfrente no es animal de carga al que meter en jaulas. Sabe que es una lágrima viva, una añoranza por la patria destruida. En definitiva, un ser necesitado de otro ser; un ser que vive para otro ser.
Acoger es recibir el don de la vida. Por eso acogen las madres a las que les brinca el vientre lleno de vida. Acogen los profesores, que enseñan al que no sabe, repitiendo la explicación de manera incansable. Acogen también los fruteros y panaderos en el mercado o la mesa preparada en casa de la abuela.
Pero no lo olvidemos, todos de alguna manera buscamos asilo, todos en algún momento hemos sido acogidos. ¿No hemos sido llamados a la existencia? ¿No hay un Ser que nos sostiene y nos acoge en la intimidad de los cuerpos y las almas?
La acogida no está para vivirla sólo en tiempos de guerra. Un rostro sincero, una sonrisa cedida, una escucha profunda son ya un aliento de hospitalidad y cortesía. Y es que la acogida es amor cotidiano e incesante, religión hecha vida. ¿Acaso Dios no nos acoge en las entrañas de su cuerpo y de su sangre en una Misa que es eterna? ¿No somos de alguna manera vida redimida?
Si podemos acoger, dar nuestra vida al otro, hacer de lo nuestro algo suyo en una hospitalidad que no distingue al anfitrión del huésped, es porque antes nos han acogido, nuestra propia vida es un don conferido y acogido. Y la acogida se vive de dentro a fuera, que si no, es impostura hueca, un banal intento. La acogida se vive sin alardes ni engreimientos, en la comunicación desbordante del corazón abierto.
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