«Mientras los bendecía, se alejó de ellos y fue llevado al cielo»
Nuestra vida está tejida con dos hilos inseparables: la fidelidad de Dios, que nunca falta, y nuestra libertad, siempre frágil. En esa danza entre el querer divino y la respuesta humana, se escribe la biografía de cada persona
En el día de la Ascensión, la liturgia nos sitúa ante un momento decisivo de la historia de la salvación: Jesús sube al cielo ante la mirada de sus discípulos, no para alejarse, sino para inaugurar una nueva forma de presencia. Su partida no es un abandono, sino el cumplimiento de un plan divino que, desde el principio, está entretejido por el amor de Dios y la libertad del hombre.
Jesús mismo lo dice con claridad: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará al tercer día y en su nombre se predicará la conversión» (cf. Lc 24,46-47). Su vida fue una historia escrita por Dios, que no suprime la libertad, sino que la acompaña y la redime. Porque cada ser humano —como Jesús— vive entre dos misterios: el de la elección divina y el de su libertad personal.
En la Ascensión comprendemos que la historia de Cristo no termina en la cruz, sino en la gloria. Dios conoce el camino, incluso cuando nosotros solo vemos fragmentos dispersos. Y, sin embargo, no nos impone nada: nos llama, nos invita, nos deja elegir. Nuestra vida está tejida con dos hilos inseparables: la fidelidad de Dios, que nunca falta, y nuestra libertad, siempre frágil. En esa danza entre el querer divino y la respuesta humana, se escribe la biografía de cada persona.
Pero hay otro gesto revelador en este misterio: mientras asciende, Jesús bendice. Sus manos alzadas no señalan reproche, sino promesa. No se va con un juicio, sino con una palabra buena. Bendecir es decir bien. Es mirar al otro y descubrir en él algo digno de ser amado. Y así, el último gesto de Jesús en la tierra es una bendición sobre la humanidad.
No bendice sólo a los que lo han seguido fielmente, sino también a quienes dudan, a los que fallan, a los que tienen miedo. Porque su bendición no nace del mérito humano, sino del amor divino. Jesús asciende llevando consigo nuestra carne redimida, pero deja sobre nosotros su palabra de bien, que nos envuelve y nos impulsa.
La Ascensión no es un adiós, sino una consagración: Cristo vuelve al Padre con la historia cumplida, y nos deja la misión de continuar escribiendo la nuestra. Una historia donde Dios no borra, sino que transforma; donde cada herida puede convertirse en bendición, y donde el cielo deja de ser un lugar lejano para volverse presencia viva en nuestro caminar.
Porque Él ha subido, pero no se ha ido. Su bendición sigue resonando: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
Jesús Higueras es el párroco de Santa María de Caná, en Pozuelo de Alarcón (Madrid)