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NAVIDAD 2025Roberto Esteban Duque

Y la Palabra se hizo carne

En 'Cuento de Navidad', de Charles Dickens, el recién redimido Ebenezer Scrooge se regocija ante cada rostro que se encuentra como imagen del Dios que hizo todas las cosas y las hizo verdaderamente buenas

La teología comienza con un principio, con la creación ex nihilo, comienza con el Creador: «En el principio, creó Dios los cielos y la tierra» (Gn 1,1). Todo cuanto es tiene su origen en el Dios sin origen, en el Dios que simplemente es. Un Dios que no tuvo que crear, porque nada fuerza la mano de Dios, sino que elige libremente crear como expresión de su bondad. El Dios completamente libre es completamente bueno. Para el cristiano, la existencia es un don en su totalidad, un don desplegado en cada detalle, en cada rostro humano. Todo tiene su origen en Dios. No directamente, dirá Santo Tomás de Aquino, porque la creación tiene su propia forma de ser, pero no indirectamente, porque esta forma de ser tiene a Dios como su causa primera: «cada hombre no es más que un aliento dado por Dios» (Sal 39,6).

Ahora bien, la teología tiene otro comienzo. En la noche de Navidad, un ángel se dirige a los pastores, siendo iluminados por la gloria cegadora de Dios, ordenándoles no tener miedo y acoger la gran alegría que les anuncia: «No temáis; porque he aquí, os traigo la Buena Nueva de una gran alegría … Hoy ha nacido el Salvador». Un gran número de personas se unen en un «Gloria», alabando a Dios en las alturas del cielo y anunciando la paz de la buena voluntad de Dios a los hombres en la tierra. El miedo ante la intimidante gloria del reino celestial deja paso a la gozosa expectativa y la esperanza: «Vayamos a Belén y veamos esto que ha sucedido». Quieren ver la palabra que ha «sucedido», la palabra que ha tenido lugar, la palabra que no es solo algo pronunciado sino hecho, algo que no solo puede ser oído sino también visto, la señal prometida, el contenido de la palabra del ángel: el Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.

San Juan lo relata en el Prólogo de su Evangelio: «En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. El Verbo en el principio estaba junto a Dios». ¿Quién es este Verbo? Él es la Luz: «La luz brilla en las tinieblas», y las tinieblas no lo han vencido. ¿Por qué nos importaría? Porque «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria». El Verbo, que es Dios, se hizo uno de nosotros. Dios nos quiere a cada uno, lo suficiente como para ser alguien con nosotros. «Por nosotros y por nuestra salvación» Cristo asumió nuestra naturaleza: «sin dejar de ser lo que era asumió lo que no era», sin dejar de ser Dios verdadero, quiso ser también verdadero hombre aquel en quien se realiza plenamente aquello que afirma el Génesis, que somos «imagen y semejanza de Dios».

Jesús es Dios encarnado. En carne y hueso. Es plenamente Dios y plenamente hombre; como nosotros en todo, excepto en el pecado (y por eso, más humano). La teología comienza con esta unión paradójica de lo finito con lo infinito en Jesucristo. El Dios invisible e inmaterial se ha hecho carne, ha entrado en el mundo al hacerse hombre; por la carne el mundo es redimido y a través de ella Dios es conocido. Así nos lo describe san Juan Damasceno: «Antiguamente, Dios, incorpóreo e informe, nunca fue representado, pero ahora que Dios ha sido visto en carne y hueso y se ha asociado con la humanidad, represento lo que he visto de Dios. No venero la materia, venero al creador de la materia, quien se hizo materia por mí y aceptó habitar en ella y, a través de ella, obró mi salvación; y no dejaré de reverenciar a la materia, a través de la cual se obró mi salvación». Muchos piensan, dirá Dostoievski en sus notas de Demonios, que es suficiente creer en las enseñanzas morales de Cristo para ser cristiano. «No, no son las enseñanzas morales de Cristo ni su doctrina lo que salvará el mundo, sino la fe en que la Palabra se ha hecho carne».

La increíble libertad de Dios se revela como amor incomprensible, como la luz que brilla en la oscuridad de un mundo roto por la maldad, la violencia y el pecado. La maravilla de la Encarnación apunta hacia una oscuridad que significa que no todo es como debería ser. De esta manera, el Dios amoroso sufre en la carne para redimirla. Increíblemente uno de la Trinidad, el Hijo, ha sufrido: O Admirabile commercium, reza una antigua antífona navideña. Al compartir todo lo que somos, Dios comparte todo lo que Él es. La salvación consiste en este «intercambio maravilloso».

La narrativa de la culpa y la redención no puede entenderse fuera de la narrativa del amor divino. Esta narrativa no es una historia, sino una participación en el amor divino mismo. Es decir, la fe es necesaria para conocer realmente este amor, porque es la fe la que conoce con Dios. La fe es un don que permite la libertad y el conocimiento de nuevas maneras: la fe ve de nuevas maneras con los mismo ojos. La teología no puede vivir sin la fe -credo ut intelligam-, aunque no viva solo según la fe. No es posible probar la Encarnación, pero sí es posible mostrar su razonabilidad, lo que sin embargo hacemos a la luz de la fe en ella, vivida en la liturgia. Si no compartimos la fe, siempre compartiremos la razón.

El nacimiento del Señor es motivo de regocijo no, en primer lugar, por la concepción milagrosa de la Virgen, sino por el espectáculo impensable de la humildad de Dios Creador. Así de deslumbrante lo expresa en uno de sus sermones san Agustín: «Quien sustenta el mundo yacía en un pesebre; era simultáneamente niño mudo y Palabra. Los cielos no pueden contenerlo; una mujer lo llevó en su seno. Ella gobernaba a nuestro gobernante, llevando a aquel en quien existimos, amamantando nuestro pan. ¡Oh, manifiesta debilidad y maravillosa humildad en la que se ocultaba así la divinidad total! ¡La omnipotencia gobernaba a la madre de quien dependía la infancia, alimentaba con la verdad a la madre cuyos pechos mamaba!». Al contemplar el pesebre navideño, contemplamos el alimento supremo, el alimento de la verdad, el alimento que es el amor de Dios y que, como tal, satisface las ansias más profundas de la criatura humana, ansias que ni siquiera nos damos cuenta de que tenemos, que ni siquiera nos atrevemos a reconocer hasta que se nos revela aquello que las satisface.

En Cuento de Navidad, de Charles Dickens, el recién redimido Ebenezer Scrooge se regocija ante cada rostro que se encuentra como imagen del Dios que hizo todas las cosas y las hizo verdaderamente buenas. La contemplación terrena para el cristiano significa, según Josef Pieper, que detrás de lo inmediatamente percibido y en ello mismo, se hace visible el rostro del Verbo divino hecho hombre. El último G. K. Chesterton dice en sus memorias que él ha tenido «el conocimiento casi místico del milagro en todo lo que existe, y del éxtasis esencialmente inherente a toda experiencia».

Para encontrar a Dios, el cristiano es puesto en las calles del mundo, enviado a todos los que sufren. De ahora en adelante, este será su lugar, deberá identificarse con todos ellos. Esta es la alegría que se proclama en la Navidad. Este camino que lleva de la gloria de Dios a la figura del Niño pobre recostado en el pesebre, lo recorrerá solo aquel que es consciente de su misión, escondida en el corazón de una persona, quien obedece a una llamada más fuerte que la propia comodidad y resistencia para llevar la paz y la alegría donde solo había desesperación y resignación. Así lo entiende Hans Urs von Balthasar : «si me encierro y me busco a mí mismo, no encontraré la paz prometida al hombre que busca el favor de Dios». Debo perder mi alma si quiero recuperarla, avanzar por el mismo camino recorrido por los pastores, dar un sí al plan de Dios como aquella mujer joven judía, María, que dijo sí, y la Palabra se hizo carne.