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29 de marzo de 2024

Pío XII en Roma, en 1943

Pío XII, en Roma, en 1943

Pío XI, Pío XII y la lucha de la Iglesia contra Hitler

Los sucesos acaecidos entre 1933 y 1937 hicieron que el Pontífice se arrepintiera amargamente de la firma del concordato por el peligro que entrañaba escuchar a aquellos que «esparcieron la cizaña»

Las palabras del papa Pío XI en la primera encíclica publicada íntegramente en alemán, el 14 de marzo de 1937, titulada Mit brennender Sorge («Con ardiente preocupación»), explican por qué el Vaticano no tuvo más remedio que aceptar el concordato con la Alemania de Hitler: para ahorrar sufrimiento y persecución a los católicos alemanes. Pese a ello, Pío XI dejó claro que no lo hizo sin su descontento, «sin una propia violencia»:
«Cuando Nos, venerables hermanos, en el verano de 1933, a instancia del Gobierno del Reich, aceptamos el reanudar las gestiones para un concordato […], tuvimos por móvil la obligada solicitud de tutelar la libertad de la misión salvadora de la Iglesia en Alemania y de asegurar la salvación de las almas a ella confiadas […]. Nos determinamos entonces, no sin una propia violencia, a no negar nuestro consentimiento. Queríamos ahorrar a nuestros fieles, a nuestros hijos y a nuestras hijas de Alemania […] las situaciones violentas y las tribulaciones». (Mit brennender Sorge 3–4).
Pío XI junto al cardenal Eugenio Pacelli, futuro Pío XII.

Pío XI, junto al cardenal Eugenio Pacelli, futuro Pío XII

Pero los sucesos que acaecerían en apenas cuatro años, desde 1933 a 1937, hicieron que el Pontífice se arrepintiera amargamente de la firma del concordato y, además, alertara a los católicos alemanes del peligro que entrañaba escuchar a aquellos que «esparcieron la cizaña de la desconfianza, del descontento, de la discordia, del odio, de la difamación, de la hostilidad profunda» (Mit brennender Sorge, 5), es decir, del régimen nazi y su ideología. En estos años se había puesto de manifiesto un hecho que ya se preveía antes del ascenso al poder del partido nazi: que el régimen nacionalsocialista atentaba profundamente contra la libertad de la persona. Las constantes detenciones de los opositores políticos, la imposición de un pensamiento único y unas leyes raciales contra los judíos basadas en la discriminación, el odio y la mentira llevaron al papa Pío XI a pronunciarse contra el Reich alemán, ante el silencio de la Sociedad de Naciones (precedente de la ONU) y de las potencias vencedoras de la Gran Guerra.
Pío XI criticaba la falsedad y lo pernicioso de las doctrinas nazis; hacía hincapié en la importancia de que los católicos alemanes tuvieran genuina fe en Dios, en Jesucristo, en la Iglesia y en el papa; tacha de «adulteración de nociones y términos sagrados» a la propaganda y doctrinas nazis, reafirmando el orden moral y la doctrina cristiana y reconoce el derecho natural que Dios ha dado a todos los hombres.
Tras esto, el Pontífice se dirige de manera específica a cada conjunto católico de Alemania, empezando, curiosamente, por los jóvenes, a quienes advierte del peligro de aquellos que «hablan mucho de grandeza heroica, contraponiéndola osada y falsamente a la humildad y a la paciencia evangélica», aun siendo consciente el Pontífice del «difícil ambiente de las organizaciones obligatorias del Estado» (Mit brennender Sorge, 43), y terminando con los seglares, las familias, urgiendo a los padres católicos a que alejaran a sus hijos de las doctrinas nazis, asegurándoles que «ninguno de los que hoy oprimen vuestro derecho a la educación y pretenden sustituiros en vuestros deberes de educadores podrá responder por vosotros al Juez Eterno» (Mit brennender Sorge, 48), alertando de un problema que no debería parecer tan extraño en la actualidad, donde el Estado sigue queriendo imponer doctrinas arbitrarias y temporales que muchos consideramos falsas y perniciosas como en su momento fueron las de los nazis.
Una frase que podría englobar el objetivo de esta encíclica y que puede ser recurrente para tiempos posteriores, y casi profética, es la que sigue: «En su necio afán de ridiculizar la humildad cristiana como una degradación de sí mismo y como una actitud cobarde, la repugnante soberbia de estos innovadores [los nazis] no consigue más que hacerse ella misma ridícula» (Mit brennender Sorge, 32). El grito del papa Pío XI contra el régimen nazi y contra su ideología no obtuvo respuesta por parte de estos ni réplica alguna por el resto de naciones. El papa y los católicos no fueron escuchados. Las potencias democráticas no harían nada hasta que las acciones del Gobierno de Hitler no tomaran un camino sin retorno, unos meses después de la muerte de Pío XI, con la invasión de Polonia en septiembre de 1939.
Pío XII impartiendo la bendición durante su coronación, el 12 de marzo de 1939.

Pío XII impartiendo la bendición durante su coronación, el 12 de marzo de 1939

Pío XII contra Hitler

Por fortuna, el siguiente sucesor de san Pedro, el cardenal Eugenio Pacelli, Pío XII, fue, si cabe, aún más activo contra el régimen y las acciones de Hitler. Desde que fuera elegido por el cónclave que se reunió tras la muerte del anterior, Pío XII participó de todas las maneras posibles en la oposición al nazismo, poniendo en práctica lo que Pío XI afirmara en Mit brennender Sorge de que «si la paz, sin culpa nuestra, no viene, la Iglesia de Dios defenderá sus derechos y sus libertades, en nombre del Omnipotente, cuyo brazo aun hoy no se ha abreviado» (Mit brennender Sorge, 52).
Se conoce, gracias a la documentación y a grabaciones existentes recogidas por varios servicios secretos, que desde 1939 hasta 1945 Pío XII participó en al menos tres complots para derrocar a Hitler, siendo el más famoso de ellos el del 20 de julio de 1944, generalmente conocido como «Operación Valkiria», cuyo brazo ejecutor fue, además, un oficial católico procedente de la aristocracia suaba de Baviera, el teniente coronel Claus von Stauffenberg. Por desgracia, ninguno de los intentos tuvo éxito, al igual que tampoco lo tuvo, por fortuna, el plan secreto de Hitler para secuestrar a Pío XII.
Pío XII en 1951

Pío XII, en 1951

Por otra parte, es de sobra conocida en la actualidad, y después de años de tergiversación y mentiras, la impresionante labor del Papa Pacelli en el rescate y salvaguarda de los judíos. Las últimas investigaciones, cuyos frutos se expusieron en un congreso celebrado en Roma el pasado 2 de marzo de 2017, indican que Pío XII y sus colaboradores protegieron y ayudaron a 6.288 judíos durante la ocupación y persecución nazi en Italia, escondiéndolos en el Vaticano, en conventos, colegios pontificios y parroquias de Roma y en varios monasterios de Italia.
Muchos han sido los que han criticado, e incluso condenado, la actuación de estos dos papas, Pío XI y Pío XII, con respecto al régimen nazi y su persecución, tachándolos, en el mejor de los casos, de colaboracionistas. Esto no es más que una malintencionada leyenda negra contra estos pontífices, que no hicieron sino advertir y condenar, primero, las leyes y doctrinas nazis, oponiéndose después a este régimen, clara u ocultamente, con todas sus fuerzas.
La crítica a la firma del concordato entre la Santa Sede y el III Reich en 1933 queda más que injustificada, sabiéndose que la negación a dicho concordato por parte del Papa hubiera causado más mal que bien. Y qué decir de la acción de Pío XII para salvar a los judíos, ocultada por él mismo ante el peligro de que las víctimas de la persecución fueran descubiertas si se enfrentaba frontal y públicamente a los nazis (lo que hizo en muchos casos), en lugar de colaborar con la resistencia en secreto.
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