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07 de mayo de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Ibáñez: el caos y las máscaras

Actualizada 18:20

Antes, mucho antes de saber que Ibáñez era Ibáñez, un niño en un pueblo valenciano de invierno glacial pasa, al calor de la lumbre, las páginas de Hipo, Monito y Fifí. Debía ser la primera mitad de los años cincuenta, creo. Algo, que no atisbará hasta muchos años más tarde, hace sentir a ese niño ante aquellas historietas una cercanía que no le dan las viñetas del más prestigioso TBO del cual fueron fervientes lectores sus mayores. No lo sabe, desde luego, pero buena parte de los delirios de aquel Hipo, Monito y Fifí de inicio de los cincuenta están saliendo del lápiz del más avanzado de los viñetistas de su generación. Con Francisco Ibáñez –Ibáñez a secas, para sus perseverantes lectores– nace en España la adicción, no ya al tebeo; la adicción al «tebeo de autor», a esas historias cuya firma no es preciso siquiera reconocer, porque, desde el primer trazo, las historias y el grafismo de Ibáñez son inequívocos.
Pero el nombre vendrá luego: la firma ilustre. A partir de Mortadelo y Filemón en la revista Pulgarcito. Y algo que no hubiéramos entonces, a final de los cincuenta, podido definir con exactitud y que se mueve, pienso hoy, entre el surrealismo y el dadaísmo. Y cobra entidad una extraña «lógica-Ibáñez», cuyo sostén es la más tenaz de las burlas de aquella inane seriedad sobre la cual fundaban los biempensantes –y siguen fundando– su blindada fe en el nombre propio.
Mortadelo, el hombre que es todos los hombres –e incluso todas las cosas–, porque nada es, al fin un humano, salvo el armario completo de todos sus disfraces, de todas sus máscaras. Frente a él, Filemón, el pobre diablo que se sueña jefe y rector único de cuanto acontece en una agencia detectivesca cuya sola realidad verdadera es la del multiforme subordinado que aparece y desaparece saltando de decorado inverosímil a careta absurda.
Como espejos, apenas distorsionados, ambos dan razón de las metamorfosis de un mundo, el español de los cincuenta y los sesenta, en el cual todo existía sólo a través de sus ocultaciones. Y, en aquella endiablada dialéctica –tan hegeliana, por mucha risa que a Ibáñez le hubiera dado verle atribuido tal palabro– del «amo y el esclavo», que las viñetas desarrollan y cierran matemáticamente en cada episodio, el jefe choca una y otra vez con la evidencia de que es el subordinado y casi transparente Mortadelo quien de verdad manda en la agencia, quien impone a la narración el único sentido posible que una narración visual tiene: el caos. El único de los dos, en todo caso, que sabe estar viviendo en un mundo que por completo carece de realidad alguna detrás de las máscaras.
Muchas horas he pasado ante aquellos tebeos de Ibáñez. Y sé ahora que pocas veces esas horas fueron mejor empleadas. No sé si hay muchos que hayan, como Ibáñez, marcado el universo imaginario de la España contemporánea. Ninguno, en todo caso, con esa suprema elegancia de no pretender jamás ser trascendente.
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