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06 de mayo de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Puigdemont-Sánchez: una simbiosis

¿Acabará, al fin, en una cárcel española? Se requiere, para ello, una sola condición previa: que Sánchez desaloje la Moncloa

Actualizada 01:30

Es posible, honorable incluso, ponerse en la lógica del adversario. Hasta en la del enemigo. Y respetarlo como, de algún modo, nuestro igual, del cual exigimos idéntico respeto. A un traidor, lo despreciamos sólo. Y, más aún, cuando el protagonista de la vileza ha conseguido hacer, de la exhibición escénica de su traición, negocio rentable: prosperidad suya que pagan pobres gentes lo suficientemente idiotas para tragarse la leyenda de héroe que ese mismo que las traicionó les dicta.
Puigdemont. Por ejemplo. Ese golpista arropado en las corazas laberínticas de la Unión Europea, desde hace seis años. Tal vez su blindaje esté comenzando ahora a resquebrajarse. Y un delincuente más, tal vez, ¿quién sabe?, pase a tener su digno alojamiento en un presidio. Español, por supuesto.
No pasó por su cabeza en ningún momento la evidencia moral de que dar un golpe de Estado es necesariamente una partida de ruleta contra la banca. Una apuesta sin límite de envite, en la que o bien se gana todo o bien todo se pierde. Que la decisión de un golpista lo lleva, por libre elección de su destino, a no tener frente a sí más alternativa que la silla presidencial o el camastro del presidio. Hace un siglo, cuando con estas cosas no se jugaba en vano, los golpes de Estado fallidos se pagaban ante el paredón de fusilamiento. Más benévolas, las leyes que Carlos Puigdemont violó, al declarar la independencia unilateral de cuatro provincias españolas, preveían penas de prisión considerables. Las que, de no haber sido por el humillante chantaje al que accedió a plegarse Sánchez para asentar su hogar familiar en Moncloa, hubieran debido dejar al «president» autonómico, como a sus cómplices, fuera del juego ciudadano durante una larga temporada de reflexión y penitencia.
Pero Sánchez anhelaba la Moncloa. Y eso hizo que nada fuera lo que, conforme a ley, debía haber sido. Puigdemont dejó tirados a sus camaradas de sedición: a muy queridos colegas de partido como a muy odiados competidores en el atesoramiento de las papeletas que otorgaran la hegemonía del supremacismo catalán. Ni siquiera se avino a aceptar los irrisorios meses de celda a los que con gran regocijo envió a los pardillos de Junqueras & Cía. En la más vergonzosa fuga de la historia reciente, el «muy honorable» presidente de los imperios catalanes puso pies en polvorosa, dejando tirados a todos y a cada uno de su seguidores. Para acabar por instalarse en un regio palacio de Waterloo, pagado no se sabe bien cómo ni por quién. Pero pagado, en todo caso. Es la vieja historia del burlador. ¿Los burlados? Burlados pero contentos. ¿El cobarde? Héroe nacional.
No, nunca juzgué a Puigdemont un adversario. Ni siquiera un enemigo. Se requiere dignidad para hacerse merecedor de tan graves títulos. Y el prófugo de Waterloo no es más que epítome de lo más despreciable en la condición humana: traición y cobardía. ¿Acabará, al fin, en una cárcel española? Se requiere, para ello, una sola condición previa: que Sánchez desaloje la Moncloa. Nunca dos individuos tan turbios hicieron mejor simbiosis.
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