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07 de mayo de 2024

Mártires de Nagasaki

Mártires de Nagasaki

Hiroshima y Nagasaki: 200.000 civiles muertos en un experimento bélico que acabó con la II Guerra Mundial

Más de 120.000 personas trabajaron tres años, sin saberlo, en el Proyecto Manhattan, el plan de Estados Unidos para disponer de las primeras armas nucleares. La población civil japonesa fue escogida para padecer la tragedia que suponía este invento. Testigos de Hiroshima y Nagasaki fueron Pedro Arrupe y Takashi Nagai

En 1934 el italiano Enrico Fermi realizó en Roma uno de los experimentos más fundamentales en la historia de la energía nuclear, al desintegrar el átomo de uranio empleando un bombardeo de neutrones. Sin embargo, tardó años en comprender la verdadera naturaleza de su ensayo. Fermi, que se había afiliado al Partido Fascista en 1929, contaba con un buen respaldo institucional y había colaborado en varias universidades de Alemania y de Estados Unidos, además de haber contado con el apoyo de la Fundación Rockefeller.
Sus indagaciones en el mundo radiactivo le valieron el Premio Nobel en 1938, año en que renunció al fascismo y emigró a los Estados Unidos. ¿El motivo? El régimen de Benito Mussolini, imitando al III Reich, adoptó una serie de leyes raciales que discriminaban a los judíos –lo que da arranque al aspecto dramático de La vida es bella (Roberto Benigni, 1997)–, y la esposa de Fermi era hebrea. La familia Fermi arribó a Nueva York en enero de 1939, y a Enrico rápidamente lo contrataron en la Universidad de Columbia. Buongiorno, principessa!
A partir de aquel momento, todo iba a adquirir otro cariz. Fermi entró en relación con otros expertos, como el húngaro y judío emigrado Leó Szilárd, el danés Niels Bohr, Isidor Isaac Rabi –nacido en Polonia– y Willis Lamb. Y estuvo al tanto de las investigaciones de otros físicos, tanto en Alemania como en Francia. La fisión nuclear era un hecho, y tanto el uranio como el plutonio podían ser los elementos de unas nuevas bombas de una capacidad destructiva como jamás antes se había imaginado.

La intención inicial era detonar la bomba en Alemania, pero el Reich colapsó antes de que estuviera disponible una de estas armas nucleares

El también judío y nacido alemán Albert Einstein, refugiado en los Estados Unidos, advertía al gobierno de Washington de la plena entidad que estos descubrimientos implicaban. En parte con la excusa de que el III Reich pudiera fabricar armas nucleares –extremo que parece que jamás fuese realmente posible–, el presidente Roosevelt inició en 1942 el Proyecto Manhattan, a cuyo frente estuvo Robert Oppenheimer, hijo de un emigrante alemán.
El objetivo del Proyecto Manhattan era la bomba atómica, y para ello trabajaron –la inmensa mayoría sin saberlo– más de 120.000 personas a lo largo de todo Estados Unidos y en docenas de instalaciones, muchas de ellas ubicadas en terrenos expropiados que ocupaban miles de kilómetros cuadrados. La intención inicial era detonar la bomba en Alemania, pero el Reich colapsó antes de que estuviera disponible una de estas armas nucleares.
A mediados de julio de 1945, el presidente Truman –Roosevelt había fallecido en abril– recibió la noticia de la primera detonación atómica, que se había llevado a cabo en un desierto de Nuevo México y cuyo fulgor se había podido observar a unos 250 kilómetros de distancia. Roosevelt se hallaba en la Conferencia de Potsdam (Berlín), y comentó a su colega Churchill lo que suponía el novísimo artefacto bélico. De modo que exigieron a Japón su rendición inmediata e incondicional. El Imperio del Sol Naciente se negó en redondo.
Marines estadounidenses izando su bandera en Iwo Jima

Marines estadounidenses izando su bandera en Iwo Jima

Los primeros meses de 1945 acarrearon semanas muy insoportables para los Estados Unidos en la guerra del Pacífico. En febrero desembarcaron en Iwo Jima, cuya guarnición se componía de 22.000 soldados nipones que lucharon hasta la muerte. De ellos, únicamente sobrevivieron a los combates 212.

Los japoneses que defendían la isla eran más de 100.000, de los cuales apenas 7.000 acabaron entregándose a los americanos

Las tropas americanas se enfrentaron, isla tras isla, a destacamentos y población civil que preferían el suicidio a la rendición. Tomar Okinawa les llevó desde marzo hasta junio, y necesitaron emplear a 183.000 soldados y 1.213 navíos. Los japoneses que defendían la isla eran más de 100.000, de los cuales apenas 7.000 acabaron entregándose a los americanos. Al terminar la primavera, Japón aún tenía cerca de tres millones de soldados fuera de sus fronteras: Manchuria, Formosa, China, Indochina, Sumatra, Java, Borneo…
Para hundir el acorazado Musashi, la flota americana necesitó de 19 torpedos y media docena de bombas; para llevar al fondo del mar el acorazado Yamato y la escuadra de nueve buques que lo acompañaba, hizo falta que 280 aviones se aplicasen con total denuedo en cuatro oleadas consecutivas. Por su parte, los kamikazes nipones echaron a pique o averiaron, en mayor o menor gravedad, más de 300 barcos de la Armada estadounidense, incluyendo 40 portaaviones.
Con este poema expresaba sus sentimientos uno de aquellos pilotos: «Ojalá caigamos como la flor del cerezo en primavera: radiantes e incólumes». Y, mientras, los bombardeos americanos reducían a escombros la mitad de la ciudad de Tokio y, a lo largo de 66 ciudades, mataban a 260.000 civiles, herían a casi medio millón de personas, y destruían tres millones de hogares.
Cuando detonaron la bomba Trinity en Alamogordo (Nuevo México), los responsables de esta iniciativa estaban en disposición de atacar dos ciudades japonesas. Trinity era una bomba de plutonio que estalló a las 5.30h de la mañana, y que produjo un sol artificial y abrasador que revistió de todos los colores y en una intensidad absoluta los montes circundantes. Se originó un cráter de trescientos metros. Aquel sol retumbó como cientos de tormentas y huracanes.
La Casa Blanca decidió llevar en barco las dos bombas disponibles: una de uranio (Little Boy, que cayó sobre Hiroshima) y otra de plutonio (Fat Man, que arrasó Nagasaki). El buque que trasladó la Little Boy se llamaba «Indianápolis» y fue hundido por los japoneses justo después de haber entregado su carga fatal en Tinián, isla situada a 2.500 kilómetros de Japón. Tinián forma parte del archipiélago de las Marianas, que estuvo bajo soberanía española hasta 1899, y japonesa desde la Primera Guerra Mundial y hasta 1944. La mitad de los que sobrevivieron al naufragio del «Indianápolis» fueron devorados por los tiburones.
Las ciudades elegidas para ser víctimas de la bomba atómica eran cuatro: Hiroshima, Nagasaki, Kokura y Nigata. Se trataba de municipios con suficiente valor industrial y que apenas habían sufrido los estragos de los bombardeos comunes; según el general Arnold –el primer general de cinco estrellas de las Fuerzas Aéreas–, interesaba atacar con el arma nuclear lugares más o menos intactos, a fin de poder calibrar mejor los efectos de esta nueva bomba.
No se trataba sólo de aterrar a Japón y al mundo, sino de continuar experimentando y tomando nota de los resultados del arma definitiva. Se determinó que los ataques se llevarían a cabo a comienzos de agosto, cuando las condiciones climáticas lo permitieran. A Hiroshima le tocó el día 6 de agosto; dejaron caer la bomba a 10.000 metros y la detonaron a una altitud de 600.
El fogonazo de sol y ardor que asoló Hiroshima mató a 80.000 personas, y otras 40.000 más a consecuencias de la radiación y las heridas. La bomba quemó la piel de miles de personas situadas muy lejos de la explosión, y las acabó dejando en carne viva. Sin embargo, la quemadura no se hizo sentir más que al cabo de unas horas.
La fuerza de la explosión generó ondas de enorme potencia, y luego un efecto de vacío que supuso un poder de succión mayor. Cenizas y escombros. Y una nube de polvo que se elevaba como un pino hacia el cielo. Un estallido de luz cegadora y luego la obscuridad casi completa. Un estruendo monstruoso, ensordecedor, y lluvia de cristales, y después el silencio.
El jesuita Pedro Arrupe se encontraba a unos siete kilómetros de Hiroshima. La explosión lo tumbó y afectó seriamente al noviciado en que estaba residiendo. Cuando Arrupe y sus compañeros pudieron salir del entumecimiento, pensaron que había caído una bomba cerca. Pero no hallaron indicio de impacto alguno, y entendieron que se trataba de algo inmenso y atroz que cuyo epicentro era la ciudad. Como Arrupe había estudiado medicina, organizó con los demás jesuitas un hospital improvisado para atender a cuantos heridos fuese posible. Se topó con las heridas más aparatosas, cruentas e inimaginables. Los testimonios de los supervivientes estremecen: el río cubierto de cadáveres flotantes; víctimas casi desnudas y con la ropa hecha jirones, pero con el cuerpo lacerado por astillas, cascotes, trozos de vidrio; una persona en cuyo cráneo se ha incrustado la rama de un árbol…
Aquello cambió la forma como Arrupe veía la vida, el cual sería prepósito General de la Compañía de Jesús desde 1965 hasta 1983. Sin duda, la huella de Hiroshima y la reacción ante esa tragedia han marcado el rumbo jesuita desde entonces. Como recordaba Arrupe en su libro Yo viví la bomba atómica y en otros escritos, el reloj de aquel noviciado se detuvo a las 8.10h, el momento de la explosión atómica, y aquello «no es un recuerdo, sino una experiencia perpetua» que «pertenece a la eternidad».
La tripulación de tierra del Enola Gay posa delante del bombardero. En el centro, su piloto Paul Tibbets

La tripulación de tierra del Enola Gay posa delante del bombardero. En el centro, su piloto Paul Tibbets

Junto al Enola Gay, el bombardero B–29 que arrojó el arma atómica sobre Hiroshima, volaba un avión de observación meteorológica, uno de cuyos tripulantes –Claude Eatherly– pasó el resto de su vida sumido en crímenes y profundos trastornos de culpa y remordimientos.
A bordo del B–29 que provocó la desolación de Nagasaki, había un observador británico, el coronel Leonard Cheshire, quien, tras el conjunto de su experiencia en la II Guerra Mundial, entendió que debía dedicarse a labores humanitarias y atender a enfermos. Tarea para la cual creó varias fundaciones. Tres años después de Nagasaki, se convirtió al catolicismo.
En Nagasaki la bomba atómica mató a cerca de 80.000 personas. Sin embargo, no era el objetivo previsto para el día 9 de agosto, sino la ciudad de Kokura. Las nubes y la cercanía de aviones japoneses provocaron que el B–29 «Bock’s Car» optara por la alternativa de Nagasaki, la ciudad del navarro Francisco Xavier, a pesar de que también había nubes que impedían acometer allí semejante brutalidad.
Sin embargo, se abrió un claro entre las nubes y los americanos lo aprovecharon para soltar la bomba en la localidad más católica de ese país oriental. Es cierto, como señala Takashi Paolo Nagai en Lo que no muere nunca (Encuentro), que los americanos habían lanzado octavillas para advertir de aquello. Pero el gobierno japonés insistía en que eso era un bulo y amenazaba a quienes dieran crédito a la advertencia.
El testimonio de Nagai –que dentro de pocos meses podrá conocerse mejor en una exposición en Madrid– no indica sólo el fogonazo y destrucción de la bomba, las tinieblas, el fuego, el humo, la negra lluvia radiactiva, las heridas espeluznantes. Y, por supuesto, la atención a los heridos y la desnuda solidaridad. También es un testimonio que ha acabado reavivando el minoritario catolicismo nipón, lo cual ha permitido reconstruir la catedral de Nagasaki.
Es un testimonio en que la desolación completa –su mujer ya es nada más que cenizas, igual que todo se ha reducido a añicos– no da paso al nihilismo, la venganza y el odio, sino al encuentro íntimo con Cristo, a una nueva manera de entender el compromiso religioso. El día después de la bomba de Nagasaki, Japón ofreció a los Aliados la rendición incondicional.
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