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I Concilio de Nicea, convocado en una ciudad ubicada a orillas del lago Ascanius

I Concilio de Nicea, convocado en una ciudad ubicada a orillas del lago Ascanius

El Concilio de Nicea y la cristianización del Imperio Romano

En cuanto al lugar elegido, Nicea estaba ubicada en un nudo de comunicaciones al que se podía acceder por mar y por tierra

En estos días del mes de mayo se cumplen mil setecientos años del primer Concilio de Nicea, convocado en una ciudad ubicada a orillas del lago Ascanius, en la región de Bitinia, Asia Menor (hoy Turquía). Siglos después, millones de católicos siguen profesando su fe en los términos que allí fueron fijados con algunas importantes adiciones posteriores.

Ésta y otras circunstancias contribuyen a poner de actualidad aquella asamblea, considerada el primero de los concilios ecuménicos y que está siendo objeto de particular atención en el contexto del Año Santo 2025.

Desarrollo del Concilio

Desde finales del siglo II y la primera mitad del siglo III tenemos noticia de los sínodos (del griego sýnodos) o concilios (del latín concilium) a los que acudían los miembros de la jerarquía eclesiástica. El origen o el antecedente de este tipo de reuniones se busca en la que tuvo lugar en Jerusalén hacia el año 50, todavía en la edad apostólica (cfr. Hch 15, 1-29).

La asamblea de Nicea fue una respuesta a la disputa que había surgido en Alejandría como consecuencia de las enseñanzas del presbítero Arrio (c.256-336) y fue el emperador Constantino (272/273-337) quien mandó reunir al episcopado para que se restableciera la paz. Como precisó Ignacio Ortiz de Urbina, la historia dice que Constantino fue quien convocó el Concilio de Nicea mientras que la teología y el derecho eclesiástico sostienen que no tenía derecho a hacerlo. Pero para subsanar la falta bastan la aceptación y posterior confirmación por parte del Papa que no faltaron en este caso.

En cuanto al lugar elegido, Nicea estaba ubicada en un nudo de comunicaciones al que se podía acceder por mar y por tierra y se encontraba a unos cincuenta kilómetros de la residencia imperial de Nicomedia. Además, contaba con espacios adecuados y capacidad para la concentración de un número importante de personas pues fueron unos trescientos los obispos que acudieron allí, además de sus acompañantes, presbíteros y diáconos. La presidencia del Concilio casi con seguridad fue desempeñada por el obispo Osio de Córdoba (256–357), la gran figura de la Iglesia hispana en el siglo IV y una de las más influyentes en el cristianismo de su época. Su firma aparece en las listas en primer lugar y tras él las de los representantes del obispo de Roma (que por entonces era Silvestre, papa del 314 al 335): los presbíteros Vito y Vicente.

La apertura del Concilio se realizó con gran solemnidad y probablemente tuvo lugar el 20 de mayo. Vestido de púrpura, el emperador avanzó en medio de las dos filas formadas por los obispos y aguardó un gesto de invitación para tomar asiento en el sillón dorado que habían dispuesto. Tras una breve salutación pronunciada por uno de ellos, tomó la palabra para dirigirles una alocución en la que hacía una exhortación a la paz y armonía dentro de la Iglesia. Acto seguido cedió la palabra a la presidencia del Sínodo.

Así lo relata Eusebio de Cesarea (c.263-339) en su Vida de Constantino. Este autor exagera en sus escritos la influencia del emperador pero, atendiendo a todas las fuentes disponibles, se puede decir que propició la celebración del Concilio y le prestó todo su apoyo pero no influyó en la formulación de la fe que se hizo en el Credo y no porque careciera de interés ni competencia en cuestiones religiosas. Alejandro Rodríguez de la Peña, en sus estudios sobre la realeza sapiencial en la Antigüedad Tardía y la Alta Edad Media, ha puesto de relieve como todos los indicios apuntan a que Constantino fue el príncipe con la más alta formación cultural desde el siglo II d.C. y que sostenía una profunda teología política a la que había incorporado ideas y expresiones de una gran variedad de fuentes, tanto cristianas como paganas. Estas intervenciones no impidieron que el emperador dejara la dirección de las discusiones teológicas en manos de las autoridades eclesiásticas, fiel a su concepción acerca de las relaciones entre el Imperio y la Iglesia que expondremos más tarde.

La herejía arriana y la respuesta de Nicea

Durante todo el siglo III, la Iglesia había tenido que luchar contra el llamado monarquianismo o sabelianismo, según el cual el Verbo o Cristo no era una Persona distinta, sino el mismo Padre en una forma especial. Para rebatir esta concepción errónea, se caía fácilmente en el extremo opuesto: distinguir de tal manera el Verbo del Padre, que se negaba su consustancialidad y se hacía al Hijo, de alguna manera, inferior al Padre, subordinándolo a Él. Es la tendencia denominada subordinacionismo, que subrayaba por una parte, la unidad de la divinidad, y por otra, las excelencias de Cristo, pero sin que estas excelencias lo elevaran más arriba del nivel de las criaturas.

De esta escuela procedía Arrio, quien poseía cierto ascetismo al que juntaba gran habilidad dialéctica. Desarrolló su actividad en Alejandría, llegando a articular un sistema en el que, como principio básico, ponderaba la unidad absoluta de Dios, eterno, increado e incomunicable. Fuera de Él, todo lo demás que existe son meras criaturas suyas. De este principio se deriva la afirmación fundamental de que Él no es de la misma naturaleza del Padre, es diverso de la divina esencia; por su propia naturaleza, mudable y susceptible de pecado. Eso sí, Arrio procuraba ponderar sus excelencias al sostener que ha sido elevado a una verdadera impecabilidad, y de esta manera llega a una sublimidad tal, que merece el título de «Dios».

Haciendo esta síntesis de las ideas de Arrio, explica Bernardino Llorca que encontraron muchos adeptos entre los procedentes del helenismo porque era una forma de racionalismo que prescindía del misterio de la Trinidad y también entre los que estaban preocupados por el peligro del monarquianismo porque les resolvía la dificultad de una manera radical: el Hijo no se identificaba con el Padre, sino que era completamente distinto de Él y criatura suya. Pero la consecuencia más fatal del arrianismo era que la redención y todo el Evangelio quedaban completamente destruidos; pues si el Verbo no era Dios, Jesucristo no pudo redimir al mundo con la satisfacción que su pecado exigía.

Volviendo al Concilio, en medio de animadas discusiones y probablemente por iniciativa de Osio, se abrió paso la fórmula del homoousion (consustancial) que expresaba la doctrina ortodoxa respecto de la naturaleza del Verbo al afirmar junto con la consustancialidad, la distinción personal del Hijo y del Padre. Con esta fórmula se compuso el símbolo de Nicea en el que se resume la doctrina cristiana, particularmente por lo que se refiere al Verbo. La frase fundamental era ésta, con que se declara la naturaleza del Hijo: «genitum, non factum, consubstantialem Patri»: «engendrado, no hecho, consustancial al Padre».

Otras cuestiones tratadas en el Concilio fueron la fecha de la celebración de la Pascua (fijada en el domingo siguiente al primer plenilunio de primavera, unificando así la práctica de Oriente y Occidente) y el cisma de Melecio de Licópolis (Egipto), que había ordenado obispos y presbíteros sin contar con la anuencia del obispo de Alejandría como era la disciplina vigente. Arrio y otros dos obispos que no aceptaron el símbolo de Nicea fueron excluidos de la comunión de la Iglesia y desterrados en cumplimiento de las disposiciones de Constantino.

Al igual que el resto de los concilios orientales que alcanzaron esta consideración, el de Nicea recibe la cualidad de ecuménico o universal no tanto por el carácter representativo de sus miembros (en su inmensa mayoría orientales) sino por haber sido recibidos en toda la Iglesia y haber recibido la aprobación pontificia.

Constantino y la cristianización del Imperio Romano

Volviendo a la relevante intervención del emperador romano, este hecho nos invita a una mirada hacia el pasado porque apenas unos años antes, a finales del s.III y comienzos del s. IV, el cristianismo tenía el estatuto de religión ilícita ante las autoridades romanas y estaba haciendo frente a una de las persecuciones más virulentas que tuvo que sufrir en sus primeros siglos de existencia: la ordenada por Diocleciano (emperador del 284 al 305) en buena parte bajo el influjo de Galerio (primero César, y luego emperador en Oriente del 305 al 311).

De acuerdo con los presupuestos del sistema de la Tetrarquía, cuando Diocleciano se retira (305) con él lo hace el otro Augusto, Maximiano (emperador del 286 al 305). La parte oriental y occidental del Imperio pasan respectivamente a las manos del citado Galerio y de Constancio Cloro (emperador del 305 al 306) que, siendo César en Occidente se había limitado a demoler los lugares de culto y ahora da por finalizada la persecución al cristianismo en sus territorios. También sus sucesores, Constantino y Majencio (aunque combaten entre sí) restablecen la paz con los cristianos.

Las cosas ocurren de manera muy diversa en Oriente donde Galerio continúa encarnizadamente la persecución. Solamente a punto de morir se da cuenta de haber luchado inútilmente y firma en Sárdica un Edicto en el que reconoce la libertad de culto y de reunión a los cristianos (311). La clausura del texto es sorprendente pues el emperador les pide que recen a su Dios por él y por el Estado.

Constantino había sido en su juventud seguidor de la religión de Mitra y del Sol invictus. Del 306 al 310, al casarse con Fausta (c.293-326), hija de Maximiano, comparte la concepción religiosa en que se basaba la Tetrarquía. Tras la ruptura con su suegro, volverá a sus ideas anteriores y al iniciar la lucha contra Majencio empieza a interesarse cada vez más por el cristianismo.

El año 312 tiene lugar la victoria decisiva sobre Majencio en la batalla del Puente Milvio (Roma) que Constantino vinculó siempre a una señal celestial de la que Eusebio de Cesarea y Lactancio (c.245-c.325) dan fe en sus obras. El año 315 se le honra con un arco junto al Coliseo en el que aparece una inscripción que atribuye el triunfo a la «inspiración de la divinidad», una expresión deliberadamente ambigua y aceptable para paganos y cristianos, cuya simbología empieza a aparecer más tarde en las monedas acuñadas por el emperador.

En febrero del 313, Constantino y Licinio (emperador en Oriente del 308 al 323) se reunieron en Milán para deliberar sobre la nueva situación política creada por la victoria del primero en Occidente. En la cuestión religiosa, las deliberaciones condujeron a un acuerdo que es el que se ha denominado Edicto de Milán aunque no ha llegado a nosotros bajo esta forma jurídica sino que cabe hablar con más propiedad de unas líneas de política común cuyo contenido conocemos por el edicto que Licinio publicó después de su victoria sobre Maximino Daya, su oponente en la parte oriental del Imperio (del 308 al 313).

A partir del 320, Licinio trata de reanudar la persecución por animadversión a Constantino y es derrotado (323). Termina así definitivamente la gran persecución contra los cristianos que se había iniciado, con discontinuidades geográficas y cronológicas, con los edictos de Diocleciano, y Constantino queda como único emperador de Oriente y Occidente, reunificando así los territorios y poniendo fin a la Tetrarquía. Estamos a menos de dos años de la convocatoria del Concilio de Nicea. La opción personal del emperador por el cristianismo tendrá su ratificación sacramental cuando recibe el bautismo poco antes de su muerte (337) en su Palacio de Nicomedia, sede entonces del obispo filoarriano Eusebio de Nicomedia (¿-341).

La creciente inclinación del emperador Constantino hacia el cristianismo se corrobora con toda una serie de leyes e iniciativas que manifiestan el influjo de las ideas cristianas. Fueron desautorizadas las prácticas paganas cruentas o inmorales mientras que se favorecía a la Iglesia de muy diversos modos como la construcción de templos y la concesión de privilegios al clero. Los principios morales del Evangelio inspiraron de modo progresivo la legislación civil, dando así origen al llamado Derecho romanocristiano. En los volúmenes 1 y 2 del Manual de Historia de la Iglesia dirigido por Hubert Jedin encontramos una sistematización de las medidas tomadas por Constantino en materia religiosa y algunas consideraciones sobre las causas de la victoria de la religión cristiana y el alcance del cambio introducido.

El número siempre creciente de cristianos y la presencia de sedes episcopales en las ciudades principales del Imperio no era suficiente para garantizar que este trato de favor no fuera arriesgado porque, al menos en Occidente, la mayoría de la ciudadanía no era cristiana y los paganos ocupaban los puestos más representativos de la sociedad (intelectuales, senadores, cuadros del ejército...). La cristianización masiva de la población romana no tendrá lugar hasta finales del siglo IV y comienzos del siglo V con el desarrollo del catecumenado, la expansión del cristianismo en las zonas rurales del Imperio y la conversión de los pueblos germánicos que se iban asentando en el mismo.

Evolución posterior a Nicea

Con las resoluciones del Concilio de Nicea, parecía que las disensiones y problemas provocados por el arrianismo estaban resueltos. Pero no fue así; y pronto se reanudó la contienda en términos aún más virulentos.

Constantino estaba preocupado por restaurar la unidad religiosa del Imperio, el obispo Eusebio de Nicomedia logró persuadirle de que el único obstáculo a esa unidad provenía de los defensores de la fe de Nicea y consiguió que se iniciase contra ellos una dura persecución. Los principales obispos nicenos de Oriente fueron privados de sus sedes y muchas diócesis fueron entregadas a obispos arrianos. Hubo un momento, en los años finales de Constantino y bajo los emperadores Constancio (del 337 al 361) y Valente (del 364 al 378), en que parecía que el arrianismo iba a prevalecer. Pero fue definitivamente superado gracias a la firmeza de los perseguidos, al esfuerzo teológico de los Padres de la Iglesia y a la definitiva adhesión de los emperadores a la fe proclamada en Nicea.

Graciano (emperador del 375 al 383) aplicó medidas favorables a la ortodoxia primero en Oriente y luego en Occidente y confió el imperio oriental al hispano Teodosio (emperador del 379 al 395) quien, mediante la constitución Cunctos Populos (Tesalónica, 380), ordenaba a «todos los pueblos» la adhesión a la fe predicada por san Pedro a los romanos, y profesada por el pontífice Dámaso (también de origen hispano y papa del 366 al 384) y el obispo de Alejandría Pedro. Desde el punto de vista doctrinal la cuestión arriana quedó cancelada en el I Concilio de Constantinopla (381) donde se promulgó el símbolo niceno-constantinopolitano, aunque tendría una larga pervivencia en el arrianismo sostenido por los visigodos hasta su conversión al catolicismo en el III Concilio de Toledo (589).

Por lo que se refiere a la intervención de los emperadores romanos en la vida de la Iglesia durante el siglo IV y al alcance del llamado giro constantiniano, un juicio que inspire sus criterios en las fuentes contemporáneas llega a la conclusión de que la aproximación de la religión cristiana y del Imperio romano que trajo Constantino, no tiene el carácter de cambio revolucionario que a veces se le atribuye en cuanto a las formas aunque sí en cuanto al contenido.

Con la mentalidad que había inspirado la legislación del Imperio pagano, el Estado debía ocuparse de la religión, era quien entablaba el vínculo de sus súbditos con la divinidad; ejercía una función de mediación (el emperador era el pontifex maximus). Sin embargo, aparece ahora con el cristianismo una novedad absoluta: la Iglesia se atribuye el pleno poder de regular las relaciones entre Dios y los hombres.

Constantino resuelve la cuestión reconociendo a la Iglesia la competencia sobre las cosas internas (materia de fe, moral, disciplina eclesiástica, medios de salvación); y se atribuye a sí mismo el derecho-deber de intervenir sobre las cosas externas, entendiendo por esto cuanto derivaba de las primeras sobre el plano de la aplicación práctica.

El límite de estos dos ámbitos era bastante difícil de precisar y la solución que hemos apuntado creó en un primer tiempo (precisamente el de Constantino y sus hijos) una situación subalterna para la Iglesia. También la abundancia de cismas y herejías va a provocar injerencias del emperador que se preocupaba de defender la unidad de la Iglesia convencido que de ello también dependía la del Estado. En un segundo momento, a partir de Valentiniano I (emperador del 364 al 375) y, sobre todo con Teodosio, la iniciativa pasó decididamente a las manos de la Iglesia, de sus obispos y de los concilios, y el principio, típicamente romano, de las competencias religiosas del Estado fue entendido como el deber que este último tenía de sostener con los medios propios aquello que la Iglesia había establecido autónomamente.

Las relaciones entre poder espiritual y temporal, su armónica conjunción y la misión del emperador cristiano fueron tratados por diversos Padres de la Iglesia y en especial por Gelasio (papa del 492 al 496), en una carta a Anastasio I (emperador oriental del 491 al 518). Pero, como recordaba José Orlandis, el papel del emperador cristiano como protector de la Iglesia se juzgó tan indispensable en el tránsito de la Antigüedad al Medievo que, cuando los emperadores bizantinos dejaron de cumplir esa misión cerca del Pontificado romano, los papas buscaron en el rey de los francos el auxilio del poder secular que ya no podían esperar del emperador oriental hasta llegar a la coronación imperial de Carlomagno (800).

Por eso podemos decir con toda propiedad que el proceso que hemos explicado alrededor del Concilio de Nicea sintetiza la conversión del Imperio romano al cristianismo y el nacimiento de la Cristiandad, aquel tiempo en que, según una conocida expresión de León XIII «la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados» y «el sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de voluntades» (Inmortale Dei, 1885).

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