La sociedad de la transparencia
Sabemos de las ventajas que comporta habitar un entorno abierto a la experiencia de la comunicación más allá de los límites de nuestro espacio inmediato
En Los titanes venideros, el libro publicado a partir de la serie de entrevistas que, coincidiendo con su centésimo cumpleaños, Ernst Jünger concedió a Antonio Gnoli y Franco Volpi, el escritor alemán da esta significativa respuesta cuando se le interroga sobre la impresión que le produce haber atravesado la totalidad del siglo XX: «Nací en 1895, el mismo año en que Röntgen descubre los rayos X y estalla el affaire Dreyfus. El descubrimiento de Röntgen da nacimiento al siglo de la técnica. Por primera vez se puede mirar en el interior de la materia y observar aquello que el microscopio no permitía ver. Sin Röntgen no habríamos tenido el desarrollo de la investigación sobre el átomo, no se habría conseguido su escisión ni se habría podido pensar en la fisión atómica. Un pequeño gran gesto científico está, como pueden ver, en el origen de la modernidad de este siglo».
Como de costumbre, Jünger da muestras de una sutileza exquisita al establecer una correspondencia exacta entre una mutación en el signo de los tiempos y un hecho material (ese «pequeño gran gesto científico») sólo en apariencia de orden secundario. En efecto, con el descubrimiento de los rayos X se inicia un vertiginoso encadenamiento de logros científico-técnicos que, al cabo de unas décadas, culminará en la fisión nuclear, esto es, en el dominio por parte del hombre de la fuente de energía más prometedora y, a la vez, potencialmente destructiva que haya conocido la historia.
Pero, en sí mismos, lo que los rayos X representan es la materialización de un prodigio que, en la mentalidad de quienes asistieron por primera vez a su exhibición, debió de remitirles al ámbito de la magia. Ante aquella máquina que acreditaba la facultad de doblegar la opacidad de los objetos, los primeros testigos del acontecimiento debieron de experimentar una conmoción en cierta medida equiparable al tembloroso deslumbramiento que hacia 1839 produjo la invención de la primera cámara fotográfica. Precisamente, a partir de la irrupción de dicho artilugio, ideado para reproducir ad infinitum una imagen congelada en el tiempo, el profesor Lowry Pressly desarrolla en El derecho al olvido (Rialp, 2025) una muy sugerente reflexión sobre las implicaciones éticas inherentes a una época regida por un afán de escudriñamiento que las potencialidades de la técnica permiten llevar hasta sus límites extremos.
En su ensayo, Pressly nos recuerda el sentimiento de precavido temor que suscitó la aparición de la fotografía. Así, con fecha de 1866, se lee en una revista norteamericana: «Pronto será tan fácil fotografiar lo que hacen nuestros vecinos en la habitación de al lado como mirar por la ventana. Desaparecerá el espionaje a través del ojo de la cerradura. No habrá privacidad asegurada para nadie en ninguna parte». Y con un sentido de la anticipación que raya en lo asombroso, se añade: «Ni siquiera nos atreveremos a pensar algo malo, por miedo a que se presente como prueba en nuestra contra».
¿Qué habría opinado el autor del texto anterior de haber vivido en el universo actual de las masas interconectadas, en la apoteosis de la casquería televisiva y de las vidas abiertas en canal para solaz de un público insaciablemente morboso? Si a mediados del siglo XIX la visión de una inocente fotografía les sugería a algunos de los testigos de los progresos de la técnica el apunte de una amenaza a la supervivencia de la privacidad individual, ¿qué terrores habrían soliviantado sus ánimos de haber tenido la oportunidad de contemplar, como lo hacemos nosotros, el escaparate infinito en que la tecnología ha transformado nuestro mundo?
Sabemos de las ventajas que comporta habitar un entorno abierto a la experiencia de la comunicación más allá de los límites de nuestro espacio inmediato. Incurriríamos en una falsedad imperdonable si dejáramos de reconocer que las autopistas virtuales por donde circula la información han enriquecido nuestras vidas con aportes inéditos de saber y en unas condiciones de accesibilidad inimaginables en cualquier otra época de la historia. Pero, al mismo tiempo, atisbamos el reverso distópico del fenómeno. Nos sabemos objeto de un escrutinio incesante. En los vericuetos insondables de la red, nuestra identidad queda sujeta a la tiranía del algoritmo. Somos la pieza cuya atención ansían captar este o aquel reclamo publicitario o ideológico. Y, al igual que nuestros antepasados contemplaron con un estupor temeroso el milagro de los rayos X que desentrañaban hasta el último de los secretos agazapados en la materia, nos estremece la certeza de que no hay entre los pliegues de nuestro ser más recóndito nada que en última instancia logre permanecer oculto al ojo omnipotente del Leviatán estatal.
Así pues, la sociedad de la transparencia en la que, en mayor o medida, todos vivimos inmersos nos expone a una disección íntegra de lo más valioso que custodiamos: nuestra intimidad. La obsesión de reconocimiento que nos embarga se paga al precio de vivir bajo el peso de una constante amenaza de vulneración. Además, tendemos a no otorgar valor a aquello que dejamos de mostrar en público. Pero ¿qué hacemos al actuar así sino empobrecer nuestra existencia, despojándola de una porción decisiva de su misterio y su hondura? En el libro de Pressly se recogen unas palabras del cineasta Werner Herzog que van al corazón del asunto: «Explicar y escudriñar el alma humana, asomarse a todos sus nichos y recovecos y abismos y rincones oscuros, no es hacer un bien a los seres humanos. Debemos tener nuestros rincones oscuros, también convivir con lo inexplicable. Nos volveremos inhabitables del mismo modo que un apartamento se vuelve inhabitable si se iluminan todos y cada uno de los rincones oscuros e iluminamos debajo de la mesa y cada centímetro de donde habitamos: no se puede vivir en una casa así. No se puede vivir con una persona –digamos en un matrimonio o en una amistad profunda- si todo se ilumina, se explica y se pone sobre la mesa».
Queda, finalmente, una objeción que añadir a las anteriores, y acerca de la cual El derecho al olvido aporta un buen puñado de reflexiones sugestivas. La sociedad de la transparencia nos mira como a objetos acabados. Lo que mostramos es lo que somos, de una vez y para siempre. Nos petrificamos en la imagen que ofrecemos de nosotros mismos, sin espacio para la rectificación y sin posibilidad de evoluciones subsiguientes. A los ojos de los demás, quedamos definitivamente encapsulados en el interior de una burbuja de ámbar. Resultamos así ser un dato en un universo de datos, un producto más en el bazar inmenso de productos estandarizados que atestan un mundo por el que transita una infinitud de seres uniformes. De un modo paradójico, el exceso de luz disipa nuestra identidad.
Por eso, de cuando en cuando, es preciso apartarse de tanta claridad deslumbradora y volver a tomar conciencia de la singularidad que nos constituye. No somos piezas intercambiables en un mundo regido por la lógica de la rentabilidad y por un sentido utilitarista de las relaciones personales. Con frecuencia, nos deslizamos sobre límites movedizos que se resisten al control de nuestra voluntad. Hay aspectos de nuestro ser, inconmensurables, para los que nunca encontraremos una explicación que nos satisfaga. Somos susceptibles de mutaciones súbitas, de quedar momentáneamente sumergidos en el seno de experiencias tras las que ya nunca volveremos a ser los mismos. El arte nos cambia, puede hacerlo: de improviso, la melodía de una canción remueve estratos de nuestra sensibilidad que ya creíamos extintos; la escena de una película que nos estaba resultando anodina roza, inesperadamente, alguna cuerda íntima; después de años de frecuentación casi mecánica del mismo autor, la relectura de un determinado pasaje suyo nos acelera el pulso. Y de un modo aún más explícito, las vicisitudes de nuestra realidad albergan la capacidad de transformarnos en unos términos que eluden cualquier tentativa de explicación: sin saber exactamente cómo, la madrugada en que sostuve por primera vez en los brazos a mi hija recién nacida yo me convertí en otra persona.
Debemos esforzarnos en la preservación de aquello que la sociedad de la transparencia nos niega. Ha de haber un enclave labrado en el retraimiento y el pudor donde fructifique una mirada receptiva a la verdad de las cosas. Al sustraernos a la compulsión exhibicionista que satura el mundo, afirmamos nuestra libertad, distanciándonos del apremio de los fines inmediatos, y mantenemos a resguardo esa parcela de nuestro interior que sólo resulta habitable bajo las condiciones de una cierta penumbra. De lo que sembremos allí, dependerá la calidad de los frutos que germinen en el mundo.