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Al final del camino, una multitud de motos aparcadas hasta más allá de donde alcanza la vista; un bosque de tiendas enmarañadas y una marea de peregrinos vestidos de blanco y formando verdaderos ríos de gente entre los arbustos. Hay de todo: hombres con los pies encadenados, lisiados, desgraciados y desposeídos. Todos los que la sociedad burkinesa ya no sabe qué hacer con ellos o cómo curarlos. "Hemos probado tratamientos de todo tipo pero en vano", cuenta Awa Tiendrebeogo, familiar de un enfermo aquejado de "vértigo" recurrente. "Luego, un conocido nos habló de Adja y aquí hemos venido", explica la mujer. Las curas de Adja son gratis pero las ofrendas son bienvenidas. Por los alrededores, han ido emergiendo varias obras, financiadas por ricos donantes. Los comerciantes se olieron el filón y llenaron de puestos la carretera de acceso. Caminos y miradas convergen hacia la tienda de la curandera, que se yergue en medio de la multitud. Por los altavoces se oyen varios encantamientos. "No hay más divinidad que Dios", repiten a coro miles de fieles. Y entonces aparece Adja: una joven con trenzas vestida con un pareo y una vieja camiseta, caminando descalza y con un bastón de madera del que nunca se separa. - Heridas invisibles - Para empezar, Adja mira fijamente al sol, haciendo espasmos con la cara y luego examina a los asistentes. "Ese de ahí, con el suéter rosa, pronto tendrá un accidente", dice. "Por allá hay un hombre que ha venido a investigar sobre mí", suelta, sin aclarar de quién está hablando. El aura de la joven, según ella, provocaría celos entre sus competidores. Entre la muchedumbre, muchos son los que le desean que le vayan mal las cosas, asegura. Por la noche, en el mundo de los espíritus. esos brujos se aliarían para atacarla con maleficios. Adja muestra unas heridas, invisibles, en brazos, piernas... por todo el cuerpo. Una tortura incesante, afirma. Y, sin embargo, la reputación de la joven no deja de aumentar. Y solo han pasado tres años desde su primera cura. La curandera combina varios métodos, desde oraciones musulmanas a productos farmacéuticos tradicionales, asando por ceremonias de brujería, en un país mayoritariamente musulmán con un sistema sanitario precario y en el que las creencias tradicionales siguen muy arraigadas. Oficialmente, solo el 9% de los burkineses se declaran "animistas" pero esa proporción está muy subestimada. De los pacientes que han acudido a verla hoy, mayoritariamente musulmanes, muchos no quieren ser filmados de cerca. "Lo que se suele decir por aquí es que, de día, la gente critica la tradición pero, por la noche, la practica", comenta un ayudante de la curandera. - "Espíritus malignos" - Los casos más visibles son las víctimas de "espíritus malignos", como Fatoumata, una joven que de repente perdió el uso de las piernas. Está tumbada en el suelo, inerte, y Adja la rocía con agua "bendita" y camina lentamente sobre ella, descalza. Las oraciones del público van ganando intensidad y se mezclan con los gritos de otros "poseídos" que esperan su turno. Pero no funciona. Fatoumata no se levanta. La paciente siguiente sí que recuperará la sensibilidad en las piernas. A Adja, la fama le viene de su "transparencia". A los casos desesperados o que están fuera de su alcance, les dice sin rodeos que no puede hacer nada por ellos. "La reputación de Adja se debe a su integridad", explica Awa Tiendrebeogo. A su padre, el vértigo se le ha curado. El poder de la curandera, una especie de entidad "espiritual" que dirige su existencia y que no le autoriza libertad alguna, le prohíbe mentir, asegura. Rodeada de una legión de guardaespaldas, asistentes y biógrafos, Adja mantiene que ha renunciado a la posibilidad de tener una vida normal. Pero, cuando se aparta de la multitud, vuelve a ser Amsetou Nikiema, una joven espontánea y risueña que apenas ha dejado atrás una infancia traumática. Atormentada por las visiones que ha tenido desde siempre, Amsetou cuenta que sus familiares, que la trataban de loca y la rechazaban, solían pegarle con una cadena. "Por eso me río todo el tiempo, para poder aliviar a la gente. Como la gente me odiaba durante mi infancia, yo quería que todo el mundo me amara", explica. A quienes tanto mal le hicieron, les da las gracias: "Gracias a mi familia, gracias a los malos tratos, hoy soy alguien y sé cómo cuidar de los demás. Y si durante tu infancia no sufres, nunca lograrás tener éxito en la vida".

AFP

La sociedad de la transparencia

Sabemos de las ventajas que comporta habitar un entorno abierto a la experiencia de la comunicación más allá de los límites de nuestro espacio inmediato

En Los titanes venideros, el libro publicado a partir de la serie de entrevistas que, coincidiendo con su centésimo cumpleaños, Ernst Jünger concedió a Antonio Gnoli y Franco Volpi, el escritor alemán da esta significativa respuesta cuando se le interroga sobre la impresión que le produce haber atravesado la totalidad del siglo XX: «Nací en 1895, el mismo año en que Röntgen descubre los rayos X y estalla el affaire Dreyfus. El descubrimiento de Röntgen da nacimiento al siglo de la técnica. Por primera vez se puede mirar en el interior de la materia y observar aquello que el microscopio no permitía ver. Sin Röntgen no habríamos tenido el desarrollo de la investigación sobre el átomo, no se habría conseguido su escisión ni se habría podido pensar en la fisión atómica. Un pequeño gran gesto científico está, como pueden ver, en el origen de la modernidad de este siglo».

Como de costumbre, Jünger da muestras de una sutileza exquisita al establecer una correspondencia exacta entre una mutación en el signo de los tiempos y un hecho material (ese «pequeño gran gesto científico») sólo en apariencia de orden secundario. En efecto, con el descubrimiento de los rayos X se inicia un vertiginoso encadenamiento de logros científico-técnicos que, al cabo de unas décadas, culminará en la fisión nuclear, esto es, en el dominio por parte del hombre de la fuente de energía más prometedora y, a la vez, potencialmente destructiva que haya conocido la historia.

Pero, en sí mismos, lo que los rayos X representan es la materialización de un prodigio que, en la mentalidad de quienes asistieron por primera vez a su exhibición, debió de remitirles al ámbito de la magia. Ante aquella máquina que acreditaba la facultad de doblegar la opacidad de los objetos, los primeros testigos del acontecimiento debieron de experimentar una conmoción en cierta medida equiparable al tembloroso deslumbramiento que hacia 1839 produjo la invención de la primera cámara fotográfica. Precisamente, a partir de la irrupción de dicho artilugio, ideado para reproducir ad infinitum una imagen congelada en el tiempo, el profesor Lowry Pressly desarrolla en El derecho al olvido (Rialp, 2025) una muy sugerente reflexión sobre las implicaciones éticas inherentes a una época regida por un afán de escudriñamiento que las potencialidades de la técnica permiten llevar hasta sus límites extremos.

En su ensayo, Pressly nos recuerda el sentimiento de precavido temor que suscitó la aparición de la fotografía. Así, con fecha de 1866, se lee en una revista norteamericana: «Pronto será tan fácil fotografiar lo que hacen nuestros vecinos en la habitación de al lado como mirar por la ventana. Desaparecerá el espionaje a través del ojo de la cerradura. No habrá privacidad asegurada para nadie en ninguna parte». Y con un sentido de la anticipación que raya en lo asombroso, se añade: «Ni siquiera nos atreveremos a pensar algo malo, por miedo a que se presente como prueba en nuestra contra».

¿Qué habría opinado el autor del texto anterior de haber vivido en el universo actual de las masas interconectadas, en la apoteosis de la casquería televisiva y de las vidas abiertas en canal para solaz de un público insaciablemente morboso? Si a mediados del siglo XIX la visión de una inocente fotografía les sugería a algunos de los testigos de los progresos de la técnica el apunte de una amenaza a la supervivencia de la privacidad individual, ¿qué terrores habrían soliviantado sus ánimos de haber tenido la oportunidad de contemplar, como lo hacemos nosotros, el escaparate infinito en que la tecnología ha transformado nuestro mundo?

Sabemos de las ventajas que comporta habitar un entorno abierto a la experiencia de la comunicación más allá de los límites de nuestro espacio inmediato. Incurriríamos en una falsedad imperdonable si dejáramos de reconocer que las autopistas virtuales por donde circula la información han enriquecido nuestras vidas con aportes inéditos de saber y en unas condiciones de accesibilidad inimaginables en cualquier otra época de la historia. Pero, al mismo tiempo, atisbamos el reverso distópico del fenómeno. Nos sabemos objeto de un escrutinio incesante. En los vericuetos insondables de la red, nuestra identidad queda sujeta a la tiranía del algoritmo. Somos la pieza cuya atención ansían captar este o aquel reclamo publicitario o ideológico. Y, al igual que nuestros antepasados contemplaron con un estupor temeroso el milagro de los rayos X que desentrañaban hasta el último de los secretos agazapados en la materia, nos estremece la certeza de que no hay entre los pliegues de nuestro ser más recóndito nada que en última instancia logre permanecer oculto al ojo omnipotente del Leviatán estatal.

Así pues, la sociedad de la transparencia en la que, en mayor o medida, todos vivimos inmersos nos expone a una disección íntegra de lo más valioso que custodiamos: nuestra intimidad. La obsesión de reconocimiento que nos embarga se paga al precio de vivir bajo el peso de una constante amenaza de vulneración. Además, tendemos a no otorgar valor a aquello que dejamos de mostrar en público. Pero ¿qué hacemos al actuar así sino empobrecer nuestra existencia, despojándola de una porción decisiva de su misterio y su hondura? En el libro de Pressly se recogen unas palabras del cineasta Werner Herzog que van al corazón del asunto: «Explicar y escudriñar el alma humana, asomarse a todos sus nichos y recovecos y abismos y rincones oscuros, no es hacer un bien a los seres humanos. Debemos tener nuestros rincones oscuros, también convivir con lo inexplicable. Nos volveremos inhabitables del mismo modo que un apartamento se vuelve inhabitable si se iluminan todos y cada uno de los rincones oscuros e iluminamos debajo de la mesa y cada centímetro de donde habitamos: no se puede vivir en una casa así. No se puede vivir con una persona –digamos en un matrimonio o en una amistad profunda- si todo se ilumina, se explica y se pone sobre la mesa».

Queda, finalmente, una objeción que añadir a las anteriores, y acerca de la cual El derecho al olvido aporta un buen puñado de reflexiones sugestivas. La sociedad de la transparencia nos mira como a objetos acabados. Lo que mostramos es lo que somos, de una vez y para siempre. Nos petrificamos en la imagen que ofrecemos de nosotros mismos, sin espacio para la rectificación y sin posibilidad de evoluciones subsiguientes. A los ojos de los demás, quedamos definitivamente encapsulados en el interior de una burbuja de ámbar. Resultamos así ser un dato en un universo de datos, un producto más en el bazar inmenso de productos estandarizados que atestan un mundo por el que transita una infinitud de seres uniformes. De un modo paradójico, el exceso de luz disipa nuestra identidad.

Por eso, de cuando en cuando, es preciso apartarse de tanta claridad deslumbradora y volver a tomar conciencia de la singularidad que nos constituye. No somos piezas intercambiables en un mundo regido por la lógica de la rentabilidad y por un sentido utilitarista de las relaciones personales. Con frecuencia, nos deslizamos sobre límites movedizos que se resisten al control de nuestra voluntad. Hay aspectos de nuestro ser, inconmensurables, para los que nunca encontraremos una explicación que nos satisfaga. Somos susceptibles de mutaciones súbitas, de quedar momentáneamente sumergidos en el seno de experiencias tras las que ya nunca volveremos a ser los mismos. El arte nos cambia, puede hacerlo: de improviso, la melodía de una canción remueve estratos de nuestra sensibilidad que ya creíamos extintos; la escena de una película que nos estaba resultando anodina roza, inesperadamente, alguna cuerda íntima; después de años de frecuentación casi mecánica del mismo autor, la relectura de un determinado pasaje suyo nos acelera el pulso. Y de un modo aún más explícito, las vicisitudes de nuestra realidad albergan la capacidad de transformarnos en unos términos que eluden cualquier tentativa de explicación: sin saber exactamente cómo, la madrugada en que sostuve por primera vez en los brazos a mi hija recién nacida yo me convertí en otra persona.

Debemos esforzarnos en la preservación de aquello que la sociedad de la transparencia nos niega. Ha de haber un enclave labrado en el retraimiento y el pudor donde fructifique una mirada receptiva a la verdad de las cosas. Al sustraernos a la compulsión exhibicionista que satura el mundo, afirmamos nuestra libertad, distanciándonos del apremio de los fines inmediatos, y mantenemos a resguardo esa parcela de nuestro interior que sólo resulta habitable bajo las condiciones de una cierta penumbra. De lo que sembremos allí, dependerá la calidad de los frutos que germinen en el mundo.

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