Una presentadora de telediario para Plácido Domingo
El tenor madrileño recibirá un gran homenaje de la empresa y la cultura italianas, mientras las series de Taylor Sheridan anticipan las políticas de Trump, la Parca se ceba con el mundo musical y el New York Times busca crítico por 170.000 dólares
Imagen de archivo de Plácido Domingo
Imagínense por un momento que Silvia Intxaurrondo, por ejemplo, apareciese sobre el escenario del Teatro Campoamor, o el de la Maestranza, para presentar una gala en honor de Plácido Domingo. Antes le daría un jamacuco o telele.
Pues algo similar va a ocurrir dentro de unos días, pero en Italia, claro. Al tenor madrileño le acaban de conceder un prestigioso galardón, el Premio Faraglioni Capri International que, en sus anteriores ediciones (va por las 30), han recibido personalidades de la vida cultural de ese país como el cineasta Paolo Sorrentino, el director de orquesta Riccardo Muti, la cantante Ornella Vanoni, los actores Claudia Cardinale y Alberto Sordi, la bailarina Carla Fracci, el productor Dino de Laurentiis o el tenor Giuseppe di Stefano, entre muchos otros (ningún español, hasta ahora).
Para presentar la gala, que celebra la belleza de una de las regiones más visitadas del Mediterráneo, la isla de Capri, a través de sus conocidas rocas (objeto preciado de celebridades y aficionados de Instagram), se contará con Laura Chimenti, uno de los rostros más populares de la pequeña pantalla italiana.
La reputada periodista es la presentadora habitual del Telediario de la primera cadena de la RAI, en su edición vespertina, la más vista. A su sólida profesionalidad se ha recurrido para encargarse de algunas otras de las más emisiones más esperadas allí, como el Festival de San Remo.
Chimenti no será la única mujer conocida que participará en este evento. Para rendirle homenaje al artista español, también estarán en el teatro del Gran Hotel Quisisiana la joven soprano Juliana Grygorian (que cantará con Domingo) y la actriz y cantante Lina Sastri, ganadora en tres ocasiones del David de Donatello (por Me envía Picone y otros filmes).
Al tributo a Plácido Domingo, que se celebrará el 9 de septiembre, acudirán personalidades de la vida empresarial, cultural y política italiana. No sería una sorpresa que asistiera Giorgia Meloni.
Después de haber participado recientemente en una película financiada por la RAI (del Estado italiano), y con este nuevo acto, no cabe duda de que el tenor resulta más profeta en Italia que en su propia patria, donde sigue sin poder actuar en ninguno de los teatros públicos por el veto, nunca levantado, de un antiguo ministro de Cultura del gobierno socialista.
En EE. UU., el que manda es Taylor Sheridan
A Trump le encanta la tele, donde parece informarse de todo. Y cuando no está, en esa tarea fundamental para un presidente (muy mal deben andar las agencias de espías para tener que recurrir a Rupert Murdoch), suele ayudarle Melania.
El otro día, al llegar a casa (Mar-a-lago o la otra de Washington), Trump le dijo a su mujer que la cosa con Rusia y Ucrania parecía algo más calmada. Informe equivocado, una vez más. Su señora, que acababa de ver la Fox, le replicó que ni mucho menos: justo hacía unos minutos, acababan de poner las imágenes de los últimos, más recientes bombardeos de las tropas putinianas.
El mandatario norteamericano improvisó, entonces, un ultimátum que luego se convertiría en el anuncio de la inminente cumbre de Alaska. Los historiadores, salvo Tácito, Livio y Shakespeare suelen desdeñar la relevancia crucial de lo doméstico para los grandes acontecimientos.
Una de las bombas atómicas tenía que haber caído en Kioto, en lugar de los otros lugares escogidos. Pero el secretario de Estado (o de Defensa) norteamericano recordó que en esa ciudad había sido feliz, cuando pasó allí su luna de miel. Y los muertos los puso Nagasaki (o Hiroshima). Así se escribe la historia, a medio camino entre la alcoba y el aparato de TV.
Por eso Taylor Sheridan resulta hoy más influyente desde su rancho de 400 millones de dólares, donde concibe sus producciones audiovisuales, que Steve Bannon en el diseño de las políticas de la nueva administración norteamericana.
A partir de sus creaciones, como Yellowstone, Sheridan comenzó a desmontar la insoportable empanada woke, denunciando el rancio ecologismo de salón o la majadería del «todes». La política energética de Trump, con su defensa de la utilidad irremplazable, por ahora, de las fósiles tiene su justa correspondencia en otra serie de este productor, Landman.
Y el anuncio de la semana pasada sobre la próxima intervención del ejército norteamericano en Venezuela y México, para desmontar sus cárteles de la droga, figura ya en Lioness, una de las últimas producciones de Taylor Sheridan, con Zoe Saldaña y Nicole Kidman que, en España, emite Showtime desde el año pasado.
En uno de sus episodios finales, fuerzas especiales con marines al mando de la CIA se disponen a capturar a un sanguinario capo del narcotráfico en México, como una operación obviamente oculta a la policía y gobierno de ese país (de otra manera se frustraría).
Por supuesto, una película puede permitirse obviar los detalles del derecho internacional, y su vulneración, o la ilegalidad de plantear acciones concretas que debían contar antes con el beneplácito del poder legislativo.
Son las ventajas de proceder como en la tele, o siguiendo los pasos de Putin y Xi, gobernantes que pueden tomar medidas excepcionales y planificar el futuro de sus países a largo plazo, sin incordios ni inoportunas restricciones. Trump no los admira, los envidia.
Señores sesudos analistas de la política: pónganse a ver las series de Sheridan si quieren anticiparse a los próximos anuncios del inquilino del despacho oval.
La implacable Parca, otra serpiente veraniega
En los periódicos suele tenerse como una verdad absoluta que, conforme avanzan los meses de verano, coincidiendo con las vacaciones de políticos, sobrinas y porteros, se producen menos noticias.
En otros tiempos lejanos, las páginas de los diarios solían abrirse, en estas ocasiones, hasta para la literatura (aún ocurre en algunos), mediante improvisados relatos veraniegos que podían aportar desde los escritores de guardia (siempre hay alguno que debe pagar la luz) a los propios lectores, encandilados por esa porción de efímera gloria que les permitiría convertirse en protagonistas por un día.
En el pasado sucedía así. Pero ahora que hay que alimentar a la bestia a cada minuto como hijo de Gargantúa, cualquier chascarrillo, tal que una lluvia de deshechos chinos caídos del firmamento, deviene pronto en acontecimiento planetario para no tener, en último caso, que bajar la persiana; lo que antes se conocía como serpientes de verano.
Algunos de estos reptiles eran tan groseramente alimentados que podían adquirir la apariencia de una temible pitón. Su tamaño se equilibra, esta vez, con una legión de impertinentes lombrices, alumbradas por sorpresa en el pleno de algún ayuntamiento de tercera, o durante los días de tinto veraniego y espinas de algún nuevo youtuber, o rapero, en trance de apareamiento al abrigo de las calas de Formentera.
Pero la que no parece descansar durante la canícula es la Parca, para desesperación o alivio de Pérez Maura, y otros atentos responsables de la sección donde anidan los obituarios. Solo en la región española del reino de Euterpe, en estas últimas semanas, hemos salido casi a muerto ilustre diario.
Con democrático reparto, que hace honor a casi todos los oficios musicales, se han despedido desde sutiles pianistas (Joaquín Soriano), compositores de abolengo regional (Salvador Chuliá), gentiles empresarios (Gonzalo Augusto), prestigiosos directores de escena (Manuel Lourenzo) y hasta un crítico honesto y docto (Pedro González Mira).
De todos ellos, los que menos atención han recibido de los medios han sido el agente, Augusto, quizá por ese pudor que se observa a la hora de mezclar públicamente el arte con el comercio (que es precisamente de lo que más suelen hablar los artistas), y el notario de méritos profesionales, González Mira.
En este último caso, el del crítico, quizá hubiera merecido mayor interés por tratarse de una especie en extinción. Tanto es así, que el New York Times ha tenido que publicar un aviso, en estos mismos días, para contratar los servicios de un comentarista en su sección musical. Por si alguno se apunta a emigrar (pese a las recientes trabas administrativas), el diario de la Gran Manzana ofrece un salario de hasta 170.000 dólares al año.
Manuel Lourenzo, mucho más que Terito
A Manuel Lourenzo, despedido con honores este pasado fin de semana, le ocurrió un poco como a Peter Falk, aquel actor que participó en el deslumbrante ramillete de películas de John Cassavetes, para luego acabar finalmente recordado por los lamparones de una gabardina, la que lucía el desgarbo de aquel teniente Colombo al que cantó hasta Pepe da Rosa en Los cuatro detectives, aquella que decía: «Y me han robao en el chalé, que venga Banaché…».
El autor gallego Lourenzo, Premio Nacional de Literatura Dramática, entre otras merecidas distinciones, fue devorado por la fama que en este país (y en otros, salvo en la Unión Soviética, donde leían a Chejov o jugaban al ajedrez) solo otorga la tele.
Tampoco creo que le disgustase que el público en general, no solo el más minoritario que podía apreciar sus traducciones de Strindberg a la lengua materna de Rosalía, descubriera en aquel Terito de Fariña (una de las muy escasas, estupendas series españolas de estos últimos años), a un coloso de la interpretación, de esos que ennoblecen cualquier escena con su personalidad y el matiz justo a la hora de decir el texto.
Sí, ahí se alzaba él a la altura de los grandes de otra época como Fernán-Gómez, López Vázquez, Bódalo, Rodero, Sacristán… gente que ponía su talento, conocimiento y clase al servicio del personaje y su autor, que siempre resultaba iluminado, y no al revés como suele ocurrir estos días con la mayoría de sus sucesores, a los que solo les entiende a la hora de cobrar.
La vida me concedió el privilegio de tratar a Lourenzo en un trabajo común, cuando hubo que poner en pie el estreno de O Arame, una ópera de Juan Durán, el compositor español que hoy mejor escribe para las voces (como ha vuelto a demostrar estos días con Hildegart), basada en un texto suyo: «Camiñar polo arame cunha lata de cervexa» («Caminar por el alambre con una lata de cerveza», por si no se entiende).
A Lourenzo, que se ocupó de la dirección escénica, en un principio, la ópera le imponía un poco, como a todos a los que no la conocen bien por dentro, solo por los ecos de inútiles batallas entre divos caprichosos y el falso oropel de la platea, a menudo refugio de esnobs y marquesas sentimentales.
Pero con el respeto y la humildad que atesoraba aquel hombre discreto, melancólico y sabio, descubrió con cierta fascinación la férrea disciplina de cantantes y músicos y asistió a esa delicada tarea de ensamblaje de distintos saberes y parcelas que finalmente cristaliza en el milagro del estreno, justo cuando todo parece precipitarse irremediablemente hacia el caos (Cassavetes lo retrató como nadie en esa joya que es Opening night).
En O Arame, Cunqueiro le sale al paso a Fellini, camino ya al Finisterre de la última partida; pero el de Mondoñedo y su sentido de la magia y la poesía se imponen sobre el desencantado naturalismo de La Strada, hasta redimir a la pareja de juglares perdedores mediante el anuncio de las olas propicias de un mar consolador, como regazo materno.
Descanse en paz Lourenzo, igual que todos aquellos que se empeñan en entretenernos para disipar las sombras.