«El título de Mr. Truman» (Mr Truman's Degree)
El título de Mr. Truman
«El título de Mr. Truman» (Mr Truman's Degree) es uno de los textos más conocidos de Elizabeth Anscombe, que decidió publicarlo en forma de panfleto (Oxford, 1957) en protesta por la decisión de la Universidad de Oxford, donde ella era docente, de homenajear al presidente de los Estados Unidos que había dado la orden de lanzar las bombas de Hiroshima y Nagasaki, Harry S. Truman.
En 1939, al estallar la guerra, el presidente de Estados Unidos exigió a las naciones beligerantes garantías de que no se atacaría a las poblaciones civiles.
En 1945, sabiendo que el enemigo japonés había intentado negociar la paz dos veces, el presidente de Estados Unidos dio la orden de lanzar una bomba atómica sobre una ciudad japonesa; tres días después se lanzó una segunda bomba, de otro tipo, sobre otra ciudad. No se dio ningún ultimátum antes de lanzar la segunda bomba.
Así contrapuestos, estos hechos ofrecen un contraste suficiente para plantearse algunas preguntas. Es evidente que las cosas habían cambiado. Creo yo que no es difícil dar una explicación de su curso:
(1) El gobierno británico ofreció al presidente Roosevelt las garantías exigidas pero con una salvedad: «Si los alemanes lo hacen, nosotros también lo haremos». Uno no promete atenerse a las reglas de Queensberry si el oponente las rechaza.
(2) Se proclamó que la única condición para poner fin a la guerra era la rendición incondicional. Más allá de la «liberación de los pueblos sojuzgados», los objetivos de la misma eran imprecisos. A la exigencia de rendición incondicional se le sumó la determinación de no hacer la paz con el gobierno de Hitler. En vista de las características del régimen de Hitler, aquella actitud era más que comprensible. No obstante, ahora algunos aún tienen dudas al respecto. Se dice que la derrota habría provocado el rápido descrédito y la caída de aquel régimen. Sobre esto no puedo dar una opinión firme. El asunto más importante, a mi entender, es si la intención de no hacer la paz con el gobierno de Hitler implicaba necesariamente el objetivo de la rendición incondicional. Si, como no hubiera sido imposible, hubiéramos formulado un objetivo bien definido, un esquema general de los términos que estábamos dispuestos a aceptar con Alemania, al tiempo que dejábamos bien claro que no aceptaríamos negociar con el gobierno de Hitler, entonces la cuestión del acierto de esta última exigencia me parece menor; pero al no haberse hecho, el asunto queda resuelto. La raíz de todos los males fue la insistencia en la rendición incondicional. El vínculo entre esa exigencia y la necesidad de usar los métodos bélicos más agresivos es obvio. De por sí, proponerse un objetivo ilimitado en la guerra es bárbaro y estúpido.
(3) Los alemanes realizaron gran cantidad de bombardeos indiscriminados en Inglaterra. Es imposible para una persona no informada saber hasta qué punto esto se debió, en un primer momento, al desinterés de los pilotos alemanes por atacar solamente objetivos militares o a una política expresa de quienes les dieron órdenes. Tampoco tengo claro lo que nosotros estábamos haciendo al respecto en aquel momento, pero sin dudas hubiera sido muy tonto pensar, en 1939, que tales bombardeos no escalarían hasta transformarse en ataques aéreos deliberados sobre ciudades.
(4) Durante cierto tiempo antes de que estallara la guerra, y con mayor intensidad después, en Inglaterra se hacía propaganda en torno a la «indivisibilidad» de la guerra moderna. La población civil, nos decían, es en realidad tan combatiente como los militares en el frente de batalla. El poderío militar de una nación incluye toda su capacidad económica y social. Por lo tanto, la distinción entre aquellos que se dedican a luchar en la guerra y la población general es, en gran medida, irreal. No existe tal cosa como un no participante; no se puede comprar un sello de correos o cultivar patatas o preparar una comida sin contribuir al «esfuerzo de guerra». La guerra es, sin duda, un «mal espantoso», pero una vez desatada nadie puede «salir de ella». Se difundió una doctrina de «responsabilidad colectiva». La conclusión fue que no tenía sentido marcar una línea entre objetivos de ataque legítimos e ilegítimos, o al menos eso decían los capellanes de la democracia. No me queda claro cómo encajaban los niños y los ancianos en este relato: quizás animaban a los soldados y a los fabricantes de municiones.
(5) Los japoneses atacaron Pearl Harbour y se desató la guerra entre Estados Unidos y Japón. Algunos historiadores republicanos estadounidenses afirman ahora que el hecho conocido de que el gobierno estadounidense estuviera al tanto de un ataque inminente horas antes de que ocurriera, pero que no alertara del mismo, sólo puede explicarse por su intención de avivar las pasiones del pueblo estadounidense. Sea como fuere, esas pasiones se avivaron convenientemente y se entró en guerra con los mismos vagos e ilimitados objetivos, y una vez más, la rendición incondicional fue la única condición que pondría fin a la guerra.
(6) Luego ocurrió el gran cambio: adoptamos el sistema de «bombardeo zonal», en lugar del «bombardeo de objetivos». Ese bombardeo zonal era diferente incluso de los grandes ataques aéreos sobre ciudades al ser mucho más amplio y devastador y mucho menos aleatorio; se marcaban puntos en zonas urbanas enteras que se bombardeaban de manera sistemática. «Atila era un nenazas», como tituló el Chicago Tribune un artículo sobre esta cuestión.
(7) En julio de 1945, durante la conferencia de Potsdam, Stalin informó a los dirigentes estadounidense y británico que había recibido dos peticiones de los japoneses para actuar como mediador con miras a poner fin a la guerra. Su respuesta fue negativa. Los Aliados acordaron el «principio general» (¡maravillosa frase!) de usar el nuevo tipo de arma que Estados Unidos había desarrollado. A los japoneses se les dio una oportunidad bajo la forma de la Declaración de Potsdam, que instaba a la rendición incondicional ante la fuerza aplastante que pronto se desataría contra ellos. Las exigencias de los Aliados eran de naturaleza tan amplia y vaga que, más que un conjunto de condiciones, eran una rendición incondicional. Se consideraba que los japoneses estaban lo suficientemente desesperados como para aceptar la Declaración de no haber sido por su lealtad al emperador. Los japoneses la rechazaron. En consecuencia, se lanzaron las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki. La decisión de usarlas contra personas fue del señor Truman.
Que los hombres decidan matar a inocentes como medio para sus fines siempre es asesinato, y el asesinato es una de las peores acciones humanas. La prohibición de matar deliberadamente a prisioneros de guerra o a población civil no es como las reglas de Queensberry: su fuerza no depende de su promulgación como parte del derecho positivo, escrito, acordado y cumplido por las partes involucradas.
Cuando digo que elegir matar a inocentes como medio para un fin es asesinato, digo lo que es aceptado como correcto de forma general. Se me preguntará por mi definición de «inocentes»; la daré, pero más adelante. Aquí no hace falta, porque lo de Hiroshima y Nagasaki no nos pone ante un caso límite. Al bombardear esas ciudades no hay duda de que se decidió matar a inocentes como medio para un fin. A una enorme cantidad de ellos, de una sola vez, sin advertencia y sin la posibilidad de ponerse a resguardo que existía incluso en los «bombardeos zonales» de las ciudades alemanas.
Siempre me ha desconcertado el extendido comentario de que el presidente Truman fue muy valiente al tomar esta decisión. Por supuesto, sé que se puede ser cobarde sin estar en peligro. ¿Pero cómo se puede ser valiente? Hace poco logré entenderlo: el término es en el fondo un reconocimiento de la verdad. Truman fue valiente porque —y sólo porque— lo que hizo fue muy malo. Dadas las precisas circunstancias (por ejemplo, que nadie cuya opinión importe lo desapruebe) una persona bastante mediocre puede hacer cosas espectacularmente perversas sin por ello convertirse en nada impresionante.
Yo decidí oponerme a la propuesta de concederle a Truman un título honorífico aquí, en Oxford. Un título honorífico no premia el mérito: es un premio a alguien distinguido, y sería absurdo juzgar si cada candidato ha hecho méritos para recibirlo. Es por eso que la cuestión sobre quién debería recibir un título honorífico carece generalmente de interés. Una persona distinguida difícilmente será un notorio criminal, y si resulta que es un criminal no notorio, sería impropio sacar a la luz el asunto. El asunto sólo puede despertar interés en el caso bastante excepcional de que un hombre sea conocido por todos a causa de una acción en vista de la cual honrarlo sería servilismo.
Se me ha acusado de ser demasiado «ética». Parece ser que sostengo que «No hay que hacer el mal para alcanzar el bien», una doctrina desagradablemente moralista. La acción era necesaria, o al menos se la estimaba necesaria según la opinión militar experta y competente; es probable que haya salvado más vidas de las que sacrificó; su resultado fue satisfactorio, puso fin a la guerra. Si tuvieras que elegir entre hervir vivo a un bebé o hacer que mil personas sufran un desastre terrible (o un millón, si mil no son suficientes), ¿qué harías? ¿Vas a repetir que no hay que hacer el mal para alcanzar el bien?
«No cabe duda de que se logró salvar una enorme cantidad de vidas». Dadas las condiciones, estoy de acuerdo. Es decir, de no haberse lanzado esas bombas, los Aliados hubieran tenido que invadir Japón para lograr su objetivo y hubieran muerto muchísimos soldados de ambos bandos; se dice (y es probable que sea cierto) que los japoneses habrían masacrado a los prisioneros de guerra y gran cantidad de civiles habrían muerto a causa de los bombardeos «ordinarios».
Esto no lo discuto. Dadas esas condiciones, es posible que con esa acción se hayan evitado muchas muertes. ¿Pero de qué condiciones hablamos? Del objetivo ilimitado, de la fijación con la rendición incondicional. Del haber ignorado que los japoneses deseaban negociar la paz. No insinuaré, como algunos desearían, que había muchas ganas de usar las nuevas armas, pero es plausible considerar que la conciencia de poseer tales armas haya tenido cierto efecto sobre el modo en que se hizo la «oferta» a los japoneses.
Ahora podemos reformular el principio de hacer el mal para obtener el bien: cualquiera puede hacer tanto mal como le plazca.
Comuniqué al Senior Proctor mi intención de oponerme a la distinción al señor Truman. Él solicitó al secretario general que me informara sobre el proceso. Se informó al vicerrector; se me preguntó con discreción si tenía un grupo que me respaldara. No lo tenía. A los profesores de St. John sencillamente se les dijo: «Las mujeres están tramando algo; debemos ir y votar contra lo que proponen». En Worcester, All Souls y New College, sin embargo, hubo muchas objeciones. El argumento para tranquilizarlas fue: «¡Sería erróneo tratar de castigar al señor Truman!». Debo decir que prefiero lo de St. John.
Al Censor de St. Catherine se le encomendó una tarea odiosa. Tuvo que preparar un discurso que pretendiera demostrar que un par de masacres no son razón alguna para no honrar a alguien. Contaba, no obstante, con una gran ventaja: no debía persuadir a su audiencia, que ya estaba perfectamente convencida de esa proposición. Lo único que tenía que hacer era montar un espectáculo.
Su defensa, creo yo, no habría sido muy bien recibida en Nuremberg.
No aprobamos aquella acción; no, consideramos que fue un «error» (así es como hablan ahora los comunistas sobre las acciones más homicidas de Stalin). Además, Truman no hizo las bombas él mismo ni decidió lanzarlas sin consultar a nadie; no, él sólo fue responsable de la decisión final. Espera un momento, no puedes responsabilizar a nadie sólo porque «su firma aparece al pie de la orden». O quizás ni siquiera fue el responsable de la decisión. No quedó muy claro si el señor Bullock dijo eso o no. A fin de cuentas una acción de este tipo es sólo un episodio, un incidente, digamos, en su carrera. Truman ha hecho algunas cosas buenas.
Sé que, en cierto sentido, un discurso como éste no merece ser analizado; después de todo, tan sólo fue algo que decir en esa ocasión. Y algo se tenía que decir. No se puede adivinar lo que en verdad piensa una persona a partir de lo que dice en tales circunstancias. El profesor Stebbing exponiendo las falacias lógicas propias de los discursos políticos es un espectáculo cómico.
II
Decidir matar a inocentes como medio para un fin siempre es asesinato. Naturalmente, matar a inocentes como fin en sí mismo también es asesinato; pero por ahora esto no es más que un posible futuro desarrollo: en nuestra parte del mundo es una práctica que hasta ahora se ha limitado a los nazis. Pretendo que mi formulación se tome en sentido estricto; cada término en ella es necesario. Porque matar a inocentes, incluso aunque uno sepa con certeza estadística que lo que uno hace implica eso, no necesariamente es asesinato. Es decir, si se atacan una serie de objetivos militares, como fábricas de municiones o astilleros navales, aun con el mayor cuidado posible, es muy posible que mueran algunas personas inocentes; pero eso no es asesinato. En cambio, la falta de escrúpulos al considerar las posibilidades en juego lo convierten en asesinato. Copio aquí, a modo de ejemplo, una carta que recibí hace poco de Holanda:
Leímos en nuestro periódico sobre su oposición a Truman. A mí tampoco me agrada, pero ¿sabía que durante la guerra los ingleses bombardearon los diques de nuestra provincia, Zelandia, una isla donde nadie podía escapar a ninguna parte? Donde la población entera se ahogó, niños, mujeres, agricultores que trabajaban en los campos, todo el ganado, todo, cientos y cientos, ¡y éramos sus aliados! Nadie habla sobre eso. Quizás sería bueno saberlo. O recordarlo.
Aquel bombardeo se hizo para cerrarle el paso a un ejército alemán en retirada. Creo que mi correspondiente tiene algo de razón.
Puede resultar imposible destruir únicamente la cosa (o la gente) que es nuestro objetivo; quizás sólo sea posible atacarla si se toma como objetivo algo que incluye gran cantidad de personas inocentes. En ese caso no se puede decir que murieron por accidente y la acción puede calificarse como asesinato.
«¿Pero dónde estableces el límite? Es imposible marcar un límite exacto». Este es un argumento común y absurdo que va contra marcar cualquier límite. Puede que hacerlo sea muy difícil y sin duda existen casos límite. Pero nos hemos acostumbrado a no marcar límite alguno y a dar luego justificaciones que a una mente libre le resultarán como un mal chiste. Más allá de dónde se marque el límite, no quedan dudas de que ciertas cosas se hallan a uno lado o al otro.
¿Quiénes son, entonces, «los inocentes» en la guerra? Son todos aquellos que no combaten y que no tienen la tarea de proveer los medios para combatir a quienes sí lo hacen. Un agricultor que cultiva trigo y puede alimentar a las tropas no «les provee los medios para combatir». El límite puede ser difícil de marcar; pero eso no significa que no exista o que, incluso teniendo dudas sobre el punto exacto donde marcarlo, no podamos saber con toda claridad que esto o aquello está claramente fuera del límite.
«¡Pero es probable que quienes luchan hayan sido reclutados contra su voluntad! En ese caso son tan inocentes como cualquier otro». Pero aquí «inocente» no es un término que se refiera a la responsabilidad personal, sino que más bien significa que no provoca daños. Quienes combaten sí los provocan, por lo que se les puede atacar; pero si se rinden, en este sentido, se vuelven inocentes, y en consecuencia no se les puede maltratar o matar.
Existe una argumentación al respecto que, por experiencia, sé que es necesario anticipar, aunque pienso que es claramente capciosa. Es la siguiente: según mi teoría, ¿no se deduce que sólo se puede matar a un soldado cuando nos está atacando? Así, por ejemplo, sería imposible atacar un campamento mientras duermen. La respuesta es que «lo que alguien está haciendo» puede referirse tanto a lo que hace en ese momento como a su papel en determinada situación. Un soldado en armas es nos provoca daño en este último sentido incluso cuando duerme. No obstante, es cierto que no se debe atacar al enemigo con más fuerza de la necesaria para dejarlo fuera de combate.
Estas concepciones son distintas e inteligibles; antiguamente se hubiera dicho que formaban parte del derecho de naciones. Cualquiera puede ver que son buenas y mostramos indignación moral cuando nuestros enemigos las violan. Sin embargo, la realidad es que están desapareciendo y solo quedan residuos de ellas. Se dice que el general Eisenhower, por ejemplo, habló con desprecio de la noción de caballerosidad para con los prisioneros: como si ella dependiera de la virtud o la nación de la que provienen los prisioneros, y no por el hecho de que ahora se hallen indefensos.
Es propio de nuestros días hablar con horror de matar, más que de asesinar, y en consecuencia, como en la guerra uno se compromete a matar, no importa a quién se mata. Esto es en gran medida obra del Diablo; pero también sospecho que en parte es un efecto de la existencia del pacifismo, una doctrina que muchos respetan aunque no la adoptarían. Este efecto no existiría si las personas tuvieran una noción clara de qué es lo que hace del pacifismo una doctrina falsa.
Por lo tanto, me parece importante demostrar que matar a un ser humano de manera deliberada no es inevitablemente malo. Puede parecer una pérdida de tiempo, ya que la mayoría de las personas rechaza el pacifismo, pero no deja de ser importante argumentar sobre este punto porque, al hacerlo, se aprecia que existen restricciones muy estrictas sobre cuándo matar es legítimo. Cuando se trata de un escenario de guerra, son muchos quienes consideran que cualquier restricción es algo así como las reglas de Queensberry, en vez de ser algo que marcará la diferencia entre ser culpable o no de asesinato.
No hablaré aquí sobre quien que actúa en defensa propia. Si mata a quien lo ataca a él o a alguien más, debe ser por accidente. Tener la intención de matar, incluso cuando es en defensa propia, es asesinato. (Me temo que hasta esta idea está desapareciendo. Hace poco fue absuelto un hombre que había montado con éxito una trampa letal para matar a un ladrón en su ausencia).
Pero el Estado tiene en realidad autoridad para ordenar una muerte deliberada en orden a proteger a su pueblo o corregir injusticias espantosas (por ejemplo, el sufrimiento de los judíos a manos de Hitler habría constituido una causa de guerra razonable). La razón es bastante sencilla: podemos verla con toda claridad si consideramos primero el derecho del Estado a ordenar tal matanza dentro de sus fronteras. No me refiero a la pena de muerte, sino a lo que ocurre cuando se producen disturbios o cuando se debe capturar a delincuentes violentos. A veces sólo es posible contener a los alborotadores o capturar a los delincuentes por la fuerza. La ley sin fuerza es inútil, y los seres humanos sin leyes son desdichados (aunque nosotros, que tenemos demasiadas leyes y demasiado cambiantes, podamos no percibirlo de manera clara). Todo esto resulta bastante obvio, aunque cuanto más pacífica sea una sociedad, menos obvio resulta que la fuerza en manos de los agentes de la ley deba llegar al punto de poder matar.
La cuestión de la pena de muerte es un asunto muy diferente. El Estado no está aquí luchando contra el delincuente, que ha sido condenado a muerte. Es por eso que la pena de muerte no es indispensable. La gente sigue discutiendo si su finalidad es la disuasión o la venganza; no es ni lo uno ni lo otro. No es la disuasión, porque nadie ha podido probarlo y la gente piensa lo que piensa de acuerdo con sus prejuicios. Y no es la venganza porque eso no es asunto de nadie. La confusión en esta cuestión surge porque se dice, y se dice bien, que el Estado castiga al delincuente, y «castigo» sugiere «venganza». Por lo tanto, muchas personas compasivas rechazan esa idea y prefieren conceptos como los de «corrección» y «rehabilitación». Pero la acción del Estado al privar a un individuo de sus derechos, hasta de su vida misma, debe considerarse desde dos puntos de vista. Primero, el del propio individuo. Si realmente pudiera decir con justicia «¿Por qué me hacéis esto? No me lo merezco», entonces el Estado estaría actuando de forma injusta. Por lo tanto debe probarse que es culpable, y el Estado sólo tiene derecho a imponerle una pena si es como castigo. El concepto de castigo es nuestra única salvaguarda contra el «bien» que se nos pueda hacer, de maneras que conlleven la privación de derechos a manos de gente insolente y con poder. Segundo, por el lado del Estado, la justicia divina retributiva no le concierne: debe sólo proteger a su pueblo y contener a los malhechores. El fundamento de su derecho a privar de la libertad e incluso de la vida es que el malhechor es un problema, como una especie de miembro gangrenoso. Por lo tanto, puede amputarlo por completo si su delito fuera tan vil como para no poder exclamar con justicia: «No me merezco esto». Pero cuando digo que el único fundamento del derecho del Estado a matarlo es que es un problema, quiero decir únicamente que es un problema en tanto que malhechor. La vida de los inocentes es el verdadero propósito de la sociedad, por lo que, si llegan a resultar un problema por alguna otra razón (que su cuidado sea difícil, por ejemplo), eso no justifica que el Estado se deshaga de ellos. Aunque esa es otra cuestión hacia la que quizás nos dirijamos. Pero la sangre de los inocentes clama al cielo por venganza.
Así, el malhechor que ha sido declarado culpable es la única persona indefensa a la que el Estado puede ejecutar. No tiene por qué hacerlo; puede optar por leyes más compasivas. (No tengo ningún prejuicio en favor de la pena de muerte). Cualquier otra persona indefensa es, como tal, inocente, en el sentido de no hacer daño. Por eso, el Estado solo puede ejecutar a otros sujetos que no sean criminales condenados si ocasionan disturbios o si hacen algo que es necesario detener y solo puede hacerse por la fuerza de los agentes de la ley.
Pues bien, este es también el fundamento del derecho del Estado a ordenar a su gente que luche contra un enemigo externo que lo ataca injustamente a él o a algo que le pertenece. El derecho a ordenar luchar por causa de males que afectan a otros, para arreglar algo que afecta a gente que en realidad no está bajo protección del Estado, es obviamente algo mucho más dudoso, aunque puede darse dada la empatía común de los seres humanos, por la que uno se compadece del vecino agredido. Por lo tanto, en un sentido atenuado, se puede decir que uno es atacado si alguien es agredido o maltratado injustamente.
El pacifismo, pues, es una falsa doctrina. Ahora bien, sin lugar a dudas, es malo sólo por esa razón, porque siempre es malo tener una falsa conciencia. En este sentido, la doctrina de que hacer una apuesta es un acto malo es errónea: no está mal apostar lo que no está mal arriesgar o lanzar al mar. Pero quiero argumentar que el pacifismo es una doctrina dañina en un sentido mucho más contundente que éste. Incluso la idea de que apostar es malo no tendría consecuencias particularmente negativas; una doctrina falsa que no hace más que prohibir lo que en realidad no está mal no tiene por qué promover algo malo. Con el pacifismo, sin embargo, ocurre otra cosa. Es un factor en esa pérdida de la noción de asesinato, que es mi principal interés en este estudio.
Muchas veces he oído decir algo así como: «Está muy bien decir ‘No hay que hacer el mal para obtener el bien’. Pero la guerra es mala. Todos lo sabemos. Por supuesto, uno puede ser un pacifista absoluto. Puedo respetarlo, pero no puedo serlo, como tampoco la mayoría de la gente. Así pues debemos aceptar el mal. No es que no veamos que sea malo, es que una vez que nos hemos embarcado en una guerra, hay que ir hasta el fondo».
Esto es como si estuviera estafando a una persona y, cuando alguien intentara detenerme, dijera: «¡Honestidad absoluta! Yo la respeto. Pero la honestidad absoluta en realidad significa no poseer nada en absoluto…». Y tras ofrendar unos sollozos y unas pocas lágrimas a la honestidad absoluta, sigo adelante con lo mío.
La respuesta correcta a la afirmación de que «la guerra es mala» es que es malo estar en guerra. No cabe duda de que si dos naciones están en guerra al menos una de ellas es injusta. Pero eso no prueba que esté mal luchar o que si uno lucha también puede cometer asesinatos.
Naturalmente, mi afirmación de que el pacifismo es una doctrina muy dañina depende de que sea falsa. Si fuera una doctrina verdadera, su fomento de esa absurda «hipocresía del estándar ideal» no se imputaría en su contra. Pero dado que es falsa, me inclino a pensar que es también muy mala, de forma poco usual para una idea que parece errar por exceso de nobleza.
Cuando considero la historia de los acontecimientos entre 1939 y 1945, no me sorprende que se confieran honores al señor Truman. Pero al considerar sus acciones en sí, vuelvo a sorprenderme.
Algunos elogian los bombardeos y aprueban la acumulación de armas atómicas argumentando que son tan terribles que las naciones sentirán temor de volver a desatar una guerra. «Hemos hecho una alianza con la muerte y celebramos un pacto con el infierno». No parece haber buenos fundamentos para creer que esto pueda mantenerse así durante mucho tiempo.
Hace bastante ya que los pacifistas sostienen en su propaganda que los hombres se vuelven más homicidas cuanto más avanzadas sean sus técnicas de destrucción; quienes defienden el asesinato resaltan este punto, por lo que imagino que es algo que acepta casi todo el mundo actualmente. Por supuesto, no es verdad. En tiempos de Napoleón, por ejemplo, los medios de destrucción habían avanzado bastante con respecto a la época de Enrique V; pero Enrique masacró a numerosos de civiles, justificando sus actos especialmente atroces porque los franceses eran un pueblo pecador y Dios le había encomendado la misión de castigarlos. Se han cometido masacres a grandísima escala con métodos primitivos de matar. Hoy se fabrican armas cuyo único propósito es ser usadas para masacrar ciudades. Pero los responsables no son asesinos por tener estas armas; sino que las tienen porque son asesinos. Si carecieran de bombas atómicas, cometerían masacres con otras bombas.
Las protestas de quienes carecen de poder son una pérdida de tiempo. No estoy aprovechando la oportunidad para hacer un «acto de protesta» contra las bombas atómicas; me opongo con vehemencia a nuestro acto de rendir honomenaje al señor Truman, porque la culpa de una mala acción se puede compartir a través del elogio y la adulación, como también al defenderla. Cuando me desconcierta la actitud del Vicerrector y del Hebdomadal Council [órgano ejecutivo de la Universidad de Oxford], miro a mi alrededor en busca de alguna explicación sobre por qué tantas personas en Oxford estarían dispuestas a halagar a semejante hombre.
Alcanzo a entender algo la cuestión cuando considero la producción de filosofía moral de Oxford desde la Primera Guerra Mundial, que últimamente he tenido la oportunidad de leer. Su carácter es fácil de mostrar en pocas palabras. Hasta la Segunda Guerra Mundial, la filosofía moral predominante en Oxford enseñaba que una acción puede ser «moralmente buena» sin importar cuán cuestionable fuera el acto realizado. Un ejemplo serían los esfuerzos de Himmler por exterminar a los judíos: lo hizo «motivado por el deber» que tiene un «valor supremo». En la misma filosofía (que tiene pretensión de seriedad moral al afirmar que lo «correcto» es un carácter objetivo de los actos que se puede discernir a través de un sentido moral) también se sostiene que puede ser correcto matar a inocentes por el bien de la gente, ya que el «deber prima facie» de procurar determinada ventaja podría pesar más que el «deber prima facie» de no matar a inocentes. Este tipo de filosofía es menos predominante ahora, y en su lugar hallo otra, cuyo principio cardinal es que «bueno» no es un término «descriptivo», sino un término que expresa una actitud favorable de parte de quien lo dice. Junto a esto —aunque desconozco si existe algún vínculo lógico— viene la doctrina de que es imposible tener leyes morales generales; leyes como «Mentir está mal» o «Nunca cometas sodomía» no son más que reglas prácticas que una persona experimentada sabe cuándo romper. Además, tanto la selección de reglas según las que proceder como los cuidadosos ajustes a los casos particulares se basan en que encajen en la «forma de vida» que preferimos. Ambas filosofías, pues, contienen un rechazo a la idea de que existan tipos de acciones, como el asesinato, que deben ser rechazadas absolutamente. Desconozco cuán influyentes puedan haber sido o sean, tal vez son más bien sintomáticas. Sean influyentes o sintomáticas, arrojan algo de luz sobre la situación.
Aún es posible no ser parte de este asunto vergonzoso; se puede no asistir a la Encaenia (ceremonia académica) y si para alguien que en circunstancias normales iría resulta embarazoso poner como excusa otros compromisos, siempre puede quedarse en cama. Yo, de hecho, temería asistir, no sea que la paciencia de Dios se agote de repente.