Imagen del libro 'Historias de la pequeña ciudad'
El Barbero del Rey de Suecia
Fácil de perder
Además de su compromiso con la belleza y con el amor a la literatura, los relatos de Antonio Pascual no rehúyen el mensaje cívico y ético
Antonio Pascual Pareja (Ávila, 1976) es un delicioso escritor insobornable y, por tanto, muy poco conocido por el gran público. Su novela sobre un joven profesor de pueblo, titulada Invisible Pablo (La Veleta, 2017), transmite una emoción prístina por la enseñanza y la vida. Yo, que también soy profesor, la he regalado bastante a mis compañeros para que no olviden qué es lo nuestro. Su libro de poemas La hermosa pobreza (Pre-Textos, 2022) hace honor a su nombre. Pascual Pareja no se adorna, transparenta. No levanta la voz, alza la vista.
Se me había traspapelado su libro de relatos: Historias de la pequeña ciudad (Pre-Textos, 2019). No importa. Es más bonito reseñarlo ahora, seis años después, porque hemos dejado atrás la actualidad y este tiempo que ha pasado es un signo de que esta literatura aspira –por debajo– a la permanencia. Sigue tan actual como siempre, porque es clásica, es decir, eterna. Antonio Pascual escribe: «Un silencio absoluto reina en la estancia bañada por el sol del mediodía»; y se oye el silencio iluminado. Su sencillez no es simpleza. Usa sinestesias asombrosas: la pintura, la música (suena «Andaluza», de Granados), todo se hace literatura y exactitud. En un parque ve «lectores bendecidos por la luz». Un ocaso es «la hoja de pan en la boca del creyente, el ensangrentado escudo que el héroe rendido arroja a la arena, la muchacha que reclina su cabeza sobre el pecho amado, una rosa cortada…». Sin perder el hilo de la exquisita literatura, los relatos se suceden con un ritmo secreto, alternándose los más narrativos, los más poéticos, los más fotográficos, y los distintos tempos, y los diversos temas.
La influencia de Azorín es constante, y el autor se honra en proclamarla de forma casi reivindicativa: «¡Qué olvidado está Azorín!», se lamenta. «¿Por qué?». Historias de la pequeña ciudad consigue que no logremos contestar, pues vemos que ambos, Azorín y Antonio, tienen el don de la emoción sencilla y directa, más necesaria ahora que nunca, si cabe. También se homenajea, siguiendo a Azorín, a la literatura clásica y a otros maestros contemporáneos, como a José Antonio Muñoz Rojas. De Cervantes se recuerda, justamente, su emocionante mirada a la belleza femenina. Un personaje de este libro piensa de una joven guapísima: «Es como las heroínas de Cervantes: hermosa, honesta y discreta». Y más tarde no encuentra más palabras para describir su propia pasión amorosa que las de Cervantes: «No soy criado de ninguno, sino vuestro —respondió todo lleno de turbación y sobresalto».
Además de su compromiso con la belleza y con el amor a la literatura, los relatos de Antonio Pascual no rehúyen el mensaje cívico y ético. Su defensa de la grandeza de lo menor es constante desde el principio con la cita inicial de Chesterton: «Ya que nunca hemos de olvidar que aun cuando aquél era, en cierto sentido, un mundo de pequeñas cosas, era un mundo de pequeñas cosas relacionadas con cosas grandes». O todavía antes, desde el título. Este amor a la ciudad de provincias y a la vida en minúsculas está transido de autenticidad. No es una pose de urbanita de excursión. Son palabras vividas. No hace un reportaje de la España vaciada ni un ensayo, sino una canción coral.
Deja caer críticas sociales con mucha intención. A uno de sus personajes, que es médico, no le parece bien que se hable del «enfermo terminal» y exige, si quieren que él se apunte al curso, que se hable del «paciente con enfermedad terminal», porque ningún paciente termina ni con la muerte. Por cierto, la muerte, ese tabú, aparece sin ambages y es apacible. Esa delicadeza valiente y atenta es constante en el libro. El antiguo alumno que sigue visitando a su maestra en el asilo, lo hace entristecido por ver su declive, pero esperanzado en el más allá. Pascual Pareja incluso se permite escribir con fervor no sólo del amor limpio de dos adolescentes, sino de la vocación religiosa.
Así las cosas, no extraña la presencia fija de las estrellas, con las que, como Dante sus canticas, acaba el libro. Que las citas escogidas de Historias de la pequeña ciudad hagan las veces de estrellas fugaces.
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La lluvia lava la pequeña ciudad como un río su lecho de piedras.
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Los caminos: la mano que nos tiende la tierra.
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Judit toca la flauta travesera desde los siete años. No podría haber elegido un instrumento que se adecuara más a su figura y condición. Cuando sus dedos pulsan las llaves de plata, uno ve la luna reflejada en el agua; cuando su boca expulsa el aire, uno vislumbra una llama azul que no quema, un río que fluye lentamente junto a un hombre dormido.
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El rayo de la tarde tiene el color del alma.
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La contemplación de la amada es infinita.
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Las luces insomnes de las farolas, los tímidos edificios que huyen de ellas y se refugian en las sombras, y luego, arriba, el pulso inmedible de las estrellas.
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El poder de una simple mujer: ser capaz de destruir o salvar el corazón de un hombre.
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[El primer beso a un adolescente. Ella le pregunta «¿Qué te ha parecido?»] Él no supo qué contestar. Estuvo a punto de decir que había sentido como si un pequeño río se hubiera deslizado entre sus labios, pero no se atrevió y respondió: «Me ha gustado».
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La pequeña ciudad duerme; las manos de las estrellas acarician el corazón de los hombres.
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Hay algo poético en los trenes. De las cosas creadas por el hombre es él el hermano del río.
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La belleza, tan sencilla, de Irene desarma a quien la mira. Es una mujer y una niña a la vez, una suma de ardor y delicadeza.
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[Otoño] La gravedad reclama lo que es suyo; caen las hojas, el cielo toca nuestros hombros, el corazón es una piedra que cae a la tierra…
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Las letras negras sobre las páginas blancas le parecieron estrellas inversas.
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Las lágrimas se reflejaban en el río —¿o era el río el que se reflejaba en sus lágrimas?—.
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El viento aparta una nube y el sol vierte su agua seca.
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Una pareja que camina de la mano reconoce en el poniente de oro la dulzura del beso aún no dado.
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Siempre hay alguna cosa que se pierde con los muertos. Acaso se la llevan consigo o, desamparada, se oscurece.
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La mayoría de sus pobladores se pregunta qué les da la pequeña ciudad; pocos son los que quieren saber qué dejan en la tierra que habrá de sobrevivirlos.
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Colaborar en el ennoblecimiento de la historia de los hombres, ¿qué otra cosa he buscado yo sino esto? Ésta es la vocación del profesor. Éste es el destino de todo hombre.
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Algún día descubrirás que la sencillez es algo muy difícil de conseguir en la vida.