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El Debate de las Ideas

Una mirada distinta sobre la riqueza

Es el adorno en la mesa, las flores en el jarrón, el detalle en la indumentaria

Una de las experiencias más estimulantes cuando se saca a la luz un libro es el modo en que a su autor se le abre la posibilidad de entrar en diálogo con sus lectores. Se establece así una inesperada vía de enriquecimiento mutuo, pues quien escribe recibe apreciaciones que con frecuencia le inducen a descubrir en su propia obra aspectos hasta cierto punto ocultos para él y a los que ahora se inclina a contemplar desde un ángulo los resalta. Viene a cuenta lo anterior a propósito de algo que me sucedió en los meses inmediatamente posteriores a la publicación de Arraigo. Recibí, por parte de alguien que acababa de leer mi ensayo, un ejemplar de un libro publicado al alimón por la firma de asesores Abante y la editorial Deusto. El libro, de tapa dura, primorosamente editado, y con un muy enjundioso prólogo de Higinio Marín, tenía impreso en su portada un título ciertamente desafiante: Elogio de la riqueza. Y el subtítulo, lejos de plegar velas, abundaba en la provocación: Por qué ser rico es un deber moral de todo ciudadano.

¿Qué había ocurrido para que aquella persona se decidiera a enviarme de manera tan gentil un libro como ése, de un autor, Javier Hernández-Pacheco, desconocido para mí hasta ese momento? Lo que había ocurrido es que en la mente de mi generoso donante los dos libros habían establecido su propio diálogo. Lo explicaré de manera somera, pidiendo de antemano disculpas por la glosa de mi propio libro.

En Arraigo, uno de los capítulos está dedicado a argumentar cómo la relación que entablamos con los objetos de nuestro entorno alimenta nuestro sentido de pertenencia a un espacio concreto, precisamente el ámbito donde cristaliza nuestra identidad. De ahí se sigue que, en pugna con la línea de pensamiento que surge con Rousseau y se expande a través de las utopías colectivistas que salpican el siglo XX, la defensa de la propiedad privada constituya la columna vertebral de una sociedad que aspire al logro de una mínimas cotas de libertad y autonomía personales. A la vez, el libro incide en el peligro que supone, en un tiempo propenso al despilfarro, la caída en una espiral de consumo bulímico.

Asimismo, y aunque pueda parecer contradictorio, en Arraigo queda constancia de que, en paralelo a este universo de aparente abundancia material, se está produciendo un fenómeno de precarización de la vida que afecta sobre todo a las generaciones más jóvenes. Es un acontecimiento inédito en la historia de nuestra cultura, pues lo que persiguen sus artífices es vaciar a la persona de todo aquello que conforma su herencia espiritual para de ese manera imponernos un modo de vida muy próximo a la penuria. Obviamente, la culminación de semejante proceso es una sociedad de seres desvinculados, carentes de la seguridad material y de la estabilidad psicológica necesarias para elaborar proyectos de futuro y a los que como principal acicate vital se les ofrece el disfrute hedonista del instante. El tipo de individuo, en suma, inclinado a someterse a los intereses de las dos grandes instancias de poder que sojuzgan nuestra época: las grandes corporaciones transnacionales, que necesitan trabajadores nómadas, y el Estado, al que le convienen súbditos aborregados y contribuyentes dóciles.

Así pues, hay una dimensión económica, insoslayable desde todo punto, sin cuyo consurso no es posible aspirar a una existencia vivida en términos de arraigo. En ese sentido, el libro de Javier Hernández-Pacheco alberga ideas concomitantes a las tesis expuestas en mi ensayo. Hernández-Pacheco parte de una obviedad en la que, sin embargo, me temo que no se repara lo suficiente: «Todos nacemos necesitados y desvalidos». Y nuestro primer impulso, el primer impulso del hombre que se descubre inmerso en una naturaleza hostil, es apropiarse de ella: domesticarla. Esa domesticación es el origen de la riqueza.

El trabajo, tan denostado hoy día por motivos que no resulta posible abordar aquí, merece para Hernández-Pacheco una defensa taxativa: «No hay más riqueza que la que procede del trabajo –escribe-; y si alguien adquiere esa riqueza por herencia no tiene más título sobre ella que el incremento que él pueda lograr por su trabajo. El parasitismo carece de toda justificación».

Pero hay más. Una vez que el trabajo logra garantizar nuestras necesidades básicas, los seres humanos tendemos a introducir en nuestras vidas elementos que la complementan. Nos abrimos a una dimensión propiamente civilizatoria. Nuestra prioridad no es ya sólo lo útil, sino lo bello. Atribuimos a los objetos una significación simbólica. Los dotamos de un aura emotiva que, trascendiendo lo pragmático, nos los vuelve entrañables. Es a toda esta constelación de valores a la que Hernández-Pacheco denomina «lujo».

El lujo, de acuerdo al sentido que le otorga Henández-Pacheco, no es algo privativo de los grandes potentados. No tiene nada que ver con las vanidosas pretensiones de ostentación a las que solemos asociarlo. Es el adorno en la mesa, las flores en el jarrón, el detalle en la indumentaria. Se hace patente en nuestra voluntad de conferir a aquello que nos sobra, a los excedentes de nuestro patrimonio material, sea mucho o poco cuantitativamente, una disposición peculiar en orden a una cierta idea de refinamiento. De ese modo rescatamos una porción de nuestra vida de la esfera de la necesidad y la coloreamos con una pincelada distintiva que se sobrepone a la creciente homogeneización del mundo.

Pero el trabajo deja de tener sentido si lo separamos de su necesaria contraparte, que no es sino ese otro segmento de nuestro tiempo que se nos aparece despojado de fines especulativos. «La fiesta –razona nuestro autor- es el fin del trabajo. No sólo porque se deja de trabajar, sino también porque en ella se logra lo que con él se pretendía. Termina el trabajo allí donde ha alcanzado la perfección (…). Y comienza entonces la fiesta del trabajo logrado: la fiesta de la cosecha, en la que los campesinos dan gracias a Dios por el fruto de su trabajo».

La fiesta, el tiempo de ocio en general, permite asimismo una más amplia socialización de la riqueza. Porque el fin último del dinero no debe traducirse ni en una sed de acumulación avarienta ni en una fiebre de dilapidación irresponsable. Hacia el dinero, fruto legítimo de nuestro trabajo, hemos de esforzarnos en desarrollar una actitud vital que nos sitúe en un sensato equilibrio entre las virtudes del desprendimiento y el ahorro. Alejados de su idolatría («La tendencia religiosa a la descalificación moral del dinero es sencillamente paralela a la tendencia del dinero a ocupar el lugar de Dios», considera el autor), es como mejor tomamos conciencia de que el dinero es tanto un medio por el que recibimos un reconocimiento a los servicios que hemos prestado a la sociedad -y con ello sentimos que nos hemos ganado su respeto- como una herramienta esencial para la distribución de la riqueza, siempre y cuando se emplee en el curso de un intercambio justo de bienes y servicios.

Por descontado, Elogio de la riqueza evita caer en simplificaciones ingenuas. Su apología de la riqueza y el dinero (ejercicio de altísimo riesgo intelectual en un país donde tantos profesionales de la impostura se han hecho multimillonarios a base de criticar a los ricos) no elude el hecho de que el acceso a los bienes del mercado puede conducir, y de hecho conduce, al cultivo de hábitos de vida y modalidades de ocio que destruyen la sociedad. De manera análoga, su defensa del trabajo tampoco pasa por alto la existencia de empresas que, al perder la noción del papel social que están llamadas a jugar y centrarse de manera obsesiva en el incremento constante de los beneficios, se convierten en sistemas puramente mecánicos que tienden a desarrollar su actividad al margen de constricciones éticas.

Javier Hernández-Pacheco huye de los estereotipos moralizantes, tan del gusto del estatismo progresista, que hacen de la riqueza y de la propiedad la raíz de todas las perversiones.

Por el contario, nos invita a mirarlas no desde el prisma de la codicia y de la explotación del prójimo, sino con los ojos renovados de la gratitud, la generosidad y la exigencia. De ahí también sus críticas al endeudamiento masivo, que produce un espejismo de abundancia, una ilusión de disponibilidad inmediata de bienes de todo género, cuando la realidad es que «somos como una familia de vagos que estamos dilapidando la herencia de nuestros mayores».

Víctima de la epidemia de Covid-19, Javier Hernández-Pacheco falleció en noviembre de 2020, a los 67 años. Su Elogio de la riqueza, felizmente reeditado en fecha reciente, data de 1991, pero su reivindicación del trabajo y del esfuerzo rigurosos con vistas a la consecución de una prosperidad y un bienestar que redunden en beneficio del conjunto de la sociedad, encierra, justo en este tiempo confuso y adverso, una vigencia tan subversiva como esperanzadora.

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