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Balanza entre los vicios y las virtudes

Balanza entre los vicios y las virtudes

El Debate de las Ideas

Las virtudes sí evitan los vicios

Pero hay una pregunta que planteaba aquella columna y quedó sin respuesta: ¿qué es una educación en virtudes?

Hace meses se publicó una columna que invitaba a sopesar la siguiente sentencia: Las virtudes no evitan los vicios. Visto que el aserto ha llegado a mi conocimiento por varios cauces, me propongo debatirlo. Pero, en primer lugar, agradezco a don José Víctor Orón haberlo formulado en su momento; y comparto con él (porque solo participando de ciertos pensamientos se pueden discutir otros) que importa mucho a nuestro tiempo no reducir la educación al título impersonal de «eficacia» o «rendimiento». Es un mal hodierno pensar que los colegios deben preparar al sujeto para el mercado laboral o simplemente para afinar sus «habilidades técnicas»; o -más perturbador aun- concebir que las escuelas están para poner «notas» («buenas», se supone). En este sentido, nada que objetar a una visión del acto educativo que parte del «encuentro personal».

Pero hay una pregunta que planteaba aquella columna y quedó sin respuesta: ¿qué es una educación en virtudes?

Ante todo, hablar de «virtud» no es un remedo nostálgico, es, más bien, una exigencia del tiempo presente para intentar recuperar la «cordura». Es lo que ha denunciado con eficacia el filósofo Rémi Brague: «hoy día, el hombre occidental tiene una gran necesidad de este redescubrimiento y esta recuperación de las virtudes como formas de bondad para todo hombre».

Principio apuntando que la virtud no consiste en «hacer algo bien», sino en «hacerse uno mismo bueno obrando el bien». Esto lo vio ya Aristóteles. Una sana pedagogía debe centrarse, no solo en que el niño aprenda a tocar la trompeta, a hacer ecuaciones o a poner las tildes en su lugar, sino en que lo haga con la adecuada intención. Es decir, que practique el instrumento por la belleza de la música, que se ejercite en el álgebra por la verdad de la matemática, que cuide la ortografía por la excelencia misma del lenguaje que le permite comunicarse con otros. Altísima meta, sin duda; pero… ¡caramba!, por eso precisamente una IA no es apta para educar. Y con razón dice Alasdair MacIntyre que «toda educación en virtudes debe comenzar por la invención de una estrategia para transformar la motivación de los alumnos». No le falta razón. La aparición del sujeto virtuoso, no se da cuando el niño hace ciertas cosas, sino cuando las hace con la intención adecuada al bien que corresponde a esa acción. Por tanto, es un error de calado confundir una «virtud» con una «competencia», o con «adquirir más eficacia» o solo con «ciertas capacidades».

Añado que esta idea señera de «virtud» fue invento de la pedagogía griega (su «paideia»). Y los griegos fueron quienes por primera vez intuyeron la necesidad de «formar al hombre», es decir, no solo instruir al soldado, al agricultor o al escriba, sino «cultivar al hombre» como tal. La educación en virtudes intenta que no perdamos este noble legado. Y notemos que hoy, cuando la moderna pedagogía quiere hacernos retroceder a las épocas bárbaras en que se instruía al ingeniero, se educaba al político (si tal cosa es posible) o se adiestraba al médico, pero no se formaba al hombre, es esto más necesario que nunca.

El cristianismo apuntaló su ideal educativo sobre esta herencia griega. Lo integró con el abolengo bíblico, en que despuntaba el concepto de «persona» (el hombre como «imagen de Dios»). Pero el cristianismo nunca renunció a la idea de virtud. Observemos lo que recuerda San Pablo en su carta a los Filipenses: «Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y lo que merece el elogio, tomadlo en consideración» (4,8-9).

No todo en sana pedagogía se resuelve empleando el mantra de la palabra «persona». Claro que sí, es clave introducir al alumno en una relación personal. Pero esta palabra, al igual que el término «virtud», puede manipularse y vaciarse de significado. En educación no nos bastan los grandes conceptos, necesitamos estrategias. De hecho, así ha explicado Paul J. Wadell lo que son las virtudes: estrategias del amor, el arte del buen combate, que requiere una inteligencia afectiva. La perspectiva «personalista» en la educación es la base. Pero, a partir de este cimiento, la pregunta sobre cómo educar permanece intacta, porque es menester aprender a amar. Y, precisamente por eso, las virtudes intervienen: para suministrar un camino de transformación de las relaciones interpersonales, a través del cultvio de la fortaleza, templanza o justicia. El Master de pedagogía en virtudes que desde hace años ofrecemos Stella Maris y Universidad Francisco de Vitoria nació precisamente de este intento.

Fijémonos también en esto: no todo en sana pedagogía se resuelve empleando la palabra «diálogo». ¡El acto educativo pone en juego muchas más formas de acción! El educador a veces calla, en ocasiones simplemente da ejemplo, ocasionalmente manda con voz imperativa, en otros momentos cuestiona, y así podríamos seguir. El diálogo, ciertamente, es educativo cuando se construye en la verdad, no cuando consiste en simples consensos bienquedas o en una condescendencia antipedagógica.

Entonces, con perdón, las virtudes sí que evitan los vicios. El «vicio» no está en relación con la «virtud» como el «ying» y el «yang» o como la «posibilidades reales» y el «ideal».

El vicio no es «inevitable», como el Thanos de los Avengers. De ninguna manera. «Vicio» es el lamentable estado que hoy llamamos «adicción» y también «odio a lo justo y verdadero». El vicio es el cáncer; la virtud es la lozanía. Una vida virtuosa ofrece, entre otras muchas cosas, liberación de perversas adicciones. Vicio y virtud se oponen como muerte y vida. El corsé de nuestra libertad no lo ofrecen las virtudes, que son posibilidades generativas; lo ofrecen los vicios, que son bucles cerrados. La virtud, naturalmente, convive con manías, defectos, errores, caídas y pecados. Pero en lucha contra ellos.

Creo que hay todavía muchos malentendidos que pesan sobre la educación en virtudes. Uno de los más serios es el que la vincula con un simple «autoperfeccionamiento» o con una especie de «elitismo» clasista que descarta a los que se quedan atrás. Tal vez algo de esto haya en el mundo griego (aunque quienes lo conocen mejor afirman que menos de lo que pensamos habitualmente). En todo caso, la «pedagogía en virtudes» propia del humanismo cristiano ha superado este punto de vista. Una vez transformada por la herencia cristiana, repito, la virtud está conformada por el amor y por una visión personalista. Es el agua convertida en vino que, sin embargo, reconoce su origen (como los servidores del milagro evangélico de Caná que sabían perfectamente de qué agua venía ese «vino mejor»). Las virtudes obran una «excelencia» que nada tiene de «casta» o de «competitividad». Su excelencia consiste en exceder la propia medida, no en ser mejor que otro; en vivir una «vida buena» o, simplemente, «presentable», como decía Julián Marías.

Esta idea de «educación en virtudes» tiene, sin duda, mucho que ver con la «hidalguía del espíritu» preconizada por Enrique García-Máiquez en su libro «Ejecutoria». A fin de cuentas, la idea es también de Dante, que, siendo caballero cristiano, supo dar arquitectura literaria a la Suma Teológica. Dante hace decir a su Ulises en la Divina Comedia: «Fatti non foste a vivir come brutti, ma per seguir virtute e conoscenza», que vierto: «no habéis sido creados para llevar vida de animales, sino para alcanzar la virtud y el saber». El «vicio» es «vivir como brutos»; y, en el polo opuesto, está un intento, una gran pretensión: alcanzar la virtud y el conocimiento. Este no es un ideal vago e imposible; debería plantearse como el sentido cabal de una buena educación. Y así las virtudes, ciertamente, podrán evitar vicios.

Carlos Granados, Codirector del Master de Pedagogía en virtudes (UFV – Stella Maris)

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