Bandera de España de la Plaza de Colón
Cuatro fases de destrucción de la civilización hispana
Estas cuatro columnas del espíritu humano, España, Roma, Grecia y el catolicismo como estructurador de Occidente, incorporaron con bases sólidas el riquísimo nuevo continente
La gran incógnita española, tanto peninsular como americana, es dilucidar ese paso de grandeza a la destrucción que hemos vivido en estos últimos dos siglos largos. Los pueblos con plena conciencia de serlo logran definir un destino y marcar un momento en la historia cuando son fieles a sus tradiciones. Descubren su camino cuando pueden pasar del estado tribal al civilizatorio. Cuando sus usos, hábitos y costumbres crean una cultura y son definitivamente bautizados por la religión, que les permite darles una fuerza semántica y moral a su lengua y con ambos elementos, fe y palabra, definir un cuerpo de leyes y un sistema de gobierno. En ese momento un pueblo puede decir que ha entrado definitivamente en la historia. Lo anterior a ello, su período de salvaje supervivencia previa, es antropología, pero no historia. Nuestra primera unión continental iniciada a fines del siglo XV, fue gracias a la maceración espiritual y con sentido universal, realizada por la monarquía católica española. Monarquía que trajo a los diferentes pueblos ya organizados y a las tribus dispersas en el Nuevo Mundo y luego a las corrientes inmigratorias que se sumaron a ellas, la romanidad y su concepción del Derecho y del Estado, la filosofía griega y su comprensión del ser y el catolicismo con todos los componentes salvíficos y civilizatorios que estos elementos conllevan.
Estas cuatro columnas del espíritu humano, España, Roma, Grecia y el catolicismo como estructurador de Occidente, incorporaron con bases sólidas el riquísimo nuevo continente a la civilización occidental, heredera del Imperio romano. El coraje numantino de navegantes y sacerdotes españoles concretaron la mayor obra civilizadora de la humanidad.
Obra que despertó suspicacias y preocupaciones en los enemigos de la cristiandad, que veían en esta gesta civilizadora un límite y un obstáculo a los más obscuros intereses materialistas de dominación global de la humanidad. La Corona española en América era como un katehon espiritual, político y económico ante las peores inclinaciones de poderes deshumanizados.
La primera división que sufrimos en Hispanoamérica fue nuestra secesión en veinte estados a principios del siglo XIX, dejándonos a merced de los intereses británicos, que previamente habían socavado el Imperio español, tanto en América como cuando mal ayudaron a España en su guerra contra Napoleón. El Imperio británico, entonces, se construyó sobre los despojos del Imperio español. Imperio éste que tampoco supo cuidarse de sus enemigos internos que estaban socavando no las murallas físicas, sino las del alma y el pensamiento. Ya en el siglo XVII hubo por lo menos tres intentos de destruir el Imperio en ciudad de México, Lima y Valparaíso. En aquellos años la Inquisición tomó cartas en el asunto y comprobó una confabulación de ramificaciones globales que solían nacer en Amsterdam.
La segunda fase destructiva fue el proceso de separar a nuestros nuevos Estados de la Iglesia, al perderse lo que conocemos como Patronato Regio, la elección de los obispos americanos por parte de la Corona, tras la secesión de España o mal llamada independencia. Veamos las advertencias en las cartas de los Papas Pío VII y León XII, respecto a quiénes estaban detrás de este complot y de las terribles consecuencias que nos iban a dejar. Recordemos la polémica expulsión de la Compañía de Jesús en 1767 en tiempos de Carlos III con motivo del Motín de Esquilache combinada con la traición a España de algunos sacerdotes jesuitas y la posterior persecución a los obispos en el territorio al que llegaban los revolucionarios y que dejaron numerosos episcopados en condición de sede vacante.
La tercera fase de destrucción es la iniciada en el siglo XX con la protestantización del continente a manos de sectas norteamericanas que cuentan con el apoyo de los Estados Unidos, favorecida por la demolición interna de la Iglesia posterior al Concilio Vaticano II. Encontramos antecedentes en el período de secesión a principios del siglo XIX con claras disposiciones a favor de una libertad religiosa que, se sabe, fue para favorecer la penetración protestante en la América española.
La cuarta y última fase de destrucción de la América española es la producida por el indigenismo marxista, que no es más que la manipulación de los genuinos intereses de indígenas. Esto tiene su correlato en la península ibérica por la corrosiva acción de los separatismos vasco y catalán. Esta etapa corona a las anteriores y está hoy en día en plena fase de operación.
Llevamos así dos siglos de una supuesta soberanía que no es más que cromática y musical, bandera e himno sin moneda fuerte ni relevancia en las decisiones internacionales. Tema que ha sido muy bien desarrollado por el Dr. Julio Carlos González en su libro «La involución hispanoamericana». Condiciones de poder que sí tuvimos durante los tres siglos de monarquía católica española en América. Tiempo en los cuales todo el continente compartió religión, leyes, rey, moneda de plata que dominaba al poder financiero y comercial con el Real de a 8 y la Nao de Manila y la lengua franca de Castilla.
En estos últimos doscientos años nos convertimos en veinte estados. En este tiempo tuvimos ciento noventa constituciones carentes de fuerza y de respeto. Cada constitución fue un nuevo maquillaje jurídico con enunciados líricos y una abstracción absoluta de los problemas reales de la gente. Completa este drama político cerca de trescientos enfrentamientos y guerras civiles, incluyendo los conflictos fronterizos que también pueden considerarse guerras entre hermanos. Todo muy lejos de la idea de liberarnos de un supuesto sistema opresivo español. Esta situación de permanente crisis política, identitaria y espiritual, de convulsión y de sangre, nos enseña que los nuevos gobiernos fueron incapaces de construir estados viables de éxito sostenido por el simple hecho de que pretendieron, artificialmente, construir nuevos países cortando las tradiciones de los pueblos. Se pretendió la creación ficticia de conciencias nacionales en un continente donde todos se sentían tan americanos como españoles. Estas tierras no eran de España, eran España en América. Eran la Corona en las Indias. Esto solo provocó una pugna permanente y, hasta el día de hoy, una existencia que transcurre entre un vago destino y el caos. La creación artificial de estados nacionales «desde arriba», desde sus cúpulas y borrando sus tradiciones, solo podía terminar en lo que resultó hasta hoy, repúblicas débiles sin destino y con un origen fundacional pobre de espíritu y de materia. El poder político se convirtió, contra todo orden sobrenatural, en el centro de gravedad social que dejó de ser espiritual. De la propia devoción religiosa que les era natural a los pueblos de los virreinatos, estos pasaron a idolatrar «próceres», como una adhesión artificial de identidad nacional. Costumbre que hoy derivó en la adhesión fanática hacia los líderes políticos de cada turno, del que se esperan soluciones mágicas que nunca llegan. Esa demolición espiritual fue el campo fértil para que se imponga el espíritu de la Ilustración, aparezcan las leyes de educación laica y todas las leyes malthusianas enemigas de la familia natural. Esto permitió la destrucción del entramado social; situación que nos lleva a una permanente disminución demográfica y a un envejecimiento de la población.
¿Quedarán todavía en estos tiempos fuertes rescoldos hispano católicos en América y en la península, que sean suficientes para salvar nuestra civilización y sobrevivir en el siglo XXI? ¿O de aquella apostasía producida con la secesión de América y de la que nacimos como estados
independientes, seguiremos subyugados y terminaremos hasta con el cambio de banderas, borrado de símbolos religiosos y con la apostasía final? Tenemos una posibilidad para aprovechar en estos tiempos de enfrentamiento entre las grandes potencias si recuperamos nuestra tradición, si aprendemos de nuestro pasado. Tenemos una enorme riqueza espiritual de la que puede florecer nuestra inteligencia. En 1982, durante la Guerra de Malvinas contra el invasor inglés, se despertó una conciencia de hermandad hispana con el apoyo generoso de casi toda la ecúmene española. Tenemos la fuerza de la fe y del idioma que nos puede hacer resurgir. Con una firme y clara decisión, podemos buscar la reconstrucción de la unidad hispánica perdida para reconstruir lo que fuimos, con un destino compartido que mire al futuro antes de que llegue el Juicio a las naciones.