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Regalo de Flores

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Las flores del páramo

Al final de todo ese proceso me había convertido en un especialista oficial, un especialista con papeles, papeles firmados por el Rey de España, tanto por el anterior como por el de ahora

Nací en la democracia, durante el segundo mandato de Felipe González. A lo largo de mi adolescencia, que transcurrió bajo el aznarismo, estudié la asignatura de Lengua y Literatura varias veces y con especial dedicación, pues ya me notaba yo el cosquilleo literario. Es por eso que estudié Filología Hispánica en la Universidad de Sevilla, en la época de Zapatero. Finalmente, y antes de dedicarme a la enseñanza universitaria, me doctoré en Estudios Literarios en Madrid, cuando estaba a punto de acabar la primera legislatura de Rajoy.

Al final de todo ese proceso me había convertido en un especialista oficial, un especialista con papeles, papeles firmados por el Rey de España, tanto por el anterior como por el de ahora. Y, sin embargo, de no ser por las librerías de viejo, las casualidades y las recomendaciones de los amigos -la mayoría sin carné de filólogo-, aún sería de la opinión de que lo último valioso de nuestra tradición fue alumbrado durante la generación del 27. Después se hizo la noche franquista y, salvo acaso Cela y Delibes, las grandes voces de nuestro idioma había que ir a buscarlas a Hispanoamérica. La antorcha que se le cayó de las manos a Lorca fue recogida por García Márquez. Entre uno y otro, el páramo.

El tópico, que presentaba a la España de los 40 y 50 como un yermo asfixiado por las miasmas del nacionalcatolicismo, fue denunciado por Julián Marías en un artículo memorable, titulado «La vegetación del páramo» y publicado en El País en el 76, apenas iniciada la democracia. En él, Marías advierte que el falso cliché, que empezó a circular en el extranjero poco después de la finalización de la Guerra Civil, presentaba a los exiliados como la flor y nata de la intelectualidad española, en contraste con un país que había quedado esquilmado, tierra quemada para el pensamiento y la sensibilidad. Podría resumirse la idea con estos versos de León Felipe, exiliado en México desde 1938; versos de los que, por cierto, luego se retractaría con no poca amargura:

Tú te quedas con todo
y me dejas desnudo y errante por el mundo...
más yo te dejo mudo... ¡Mudo!...
Y ¿cómo vas a recoger el trigo?
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?

Debido a las singulares circunstancias históricas, resulta imposible evitar la injerencia de lo político en los juicios literarios, entre otras cosas, porque muchos de los autores no rehusaron entonces el compromiso. Así, por ejemplo, de los escritores que fundaron la Falange, escribió Andrés Trapiello que «ganaron la guerra, pero perdieron las páginas de los manuales de literatura». E igual con otros tantos que, por el hecho de haber construido su obra desde el interior de la España franquista, quedan automáticamente descartados como escritores dignos de tener en cuenta. Una distorsión paralela, aunque de signo contrario, sucede con quienes optaron por el exilio. Entre ellos los hubo de primerísima línea, como Juan Ramón Jiménez; pero también otros que se vieron aupados, favorecidos por el bando en que militaron, laureados por su condición de vencidos.

Es sin duda un tratamiento injusto que, entre otras cosas, explica mi prolongada ignorancia de ciertos autores pese a tantos años de estudio. Ha habido, sin embargo, una contrapartida gozosa: en lugar de plantados en las páginas de un manual, como una suerte de parnaso de terracota, a los autores del páramo los he ido descubriendo aquí y allá, según los azarosos pasos de mi deambular lector, de maneras anecdóticas, novelescas, casuales, providenciales. Y eso les ha otorgado una especial intensidad, un sabor único, como el que ha de tener la carne de un animal cazado por uno mismo.

Fue el caso de Álvaro Cunqueiro. Me lo descubrió mi amigo Paco Soler. Aunque filósofo y físico, Paco es uno de esos filólogos sin papeles a los que antes me referí. Por eso, mientras andurreaba por Seúl con la intención de escribir un ramillete de crónicas, le pedí el nombre de algún maestro del género del que poder nutrirme. «Pla», contestó sin titubeos. Y a Pla que fui, también flor del páramo. Leí El cuaderno gris (1966), traducido del catalán por Gloria de Ros y Dionisio Ridruejo -otro que valdría-. El asombro fue grande: ignoraba que en nuestro país alguien hubiera adjetivado de esa manera, tan propicia, tan sustantiva. Y como Viaje en autobús (1942) y Viaje a pie (1949) tampoco me disgustaron, de nuevo recurrí a Paco, que se había ganado cierta credibilidad a esas alturas, con la demanda de más autores de esos, «de los tuyos».

A la vuelta de correo venía una lista en cuyo primer punto figuraba el nombre de Cunqueiro. Solo un título del susodicho había en la biblioteca de mi universidad coreana. Lo pedí en el mostrador, lo hojeé y topé con un moro que le contaba a un tal Felipe, criado del señor Merlín, que las monjas de cierta abadía habían estado bañándose en una bañera que en realidad no era bañera, «sino un demonio que se trocó en ella, para ver a su tiempo a las señoras monjas en cueros vivos». Lógicamente, el flechazo fue instantáneo. A Merlín y familia (1955) le siguió Las mocedades de Ulises (1960), y a esta, Un hombre que se parecía a Orestes (1969). Cómo podía ser que durante la licenciatura, con la tabarra que me dieron a cuento del realismo mágico y sus antecedentes, no saliera ni una sola vez el nombre del de Mondoñedo. Cómo era posible no haber oído hablar de Cunqueiro hasta casi la treintena. Cómo, en fin, había sobrevivido en este valle de lágrimas, en la ignorancia del migajón de su prosa.

Otro grupo de felices hallazgos fue el de los humoristas, gremio al que me siento atraído por deformación del ánimo. Uno de ellos fue Julio Camba. Alguien me hizo notar que en mis textos se percibía una clara influencia del columnista gallego, y como no lo había leído hasta la fecha, como incluso desconocía su existencia, busqué con premura un par de títulos, para dejarme influir con mayor fundamento. Otro encontronazo memorable fue con Edgar Neville. Era noviembre. Hacía frío en Madrid. Faltaban seis horas para que saliera mi tren hacia al sur. Venía de Barajas y no tenía dónde apoyar la cabeza, así que me encaminé al cine Doré con la intención de meterme en la película que fuera. La película resultó ser El último caballo (1950) y, desde aquel día, forma parte de esa lista personal que todos tenemos, la lista donde se incluyen cosas que, siendo de otros, son al mismo tiempo muy nuestras.

El último caso que me gustaría sacar a colación es el más peliagudo. Hasta ahora he mencionado autores que tuvieron una relación más o menos estrecha con el bando nacional y después con el franquismo, pero cuya obra siguió derroteros alejados de la política, al menos en los títulos aquí destacados. No fue el caso de Agustín de Foxá en general ni de su obra más ambiciosa en particular. Hablo de Madrid de Corte a Cheka (1938), una novela épica y lírica que ensalza sin ambages a la Falange y a su fundador, José Antonio Primo de Rivera, que «lo mismo coge un matiz de Rabindranath Tagore, que le pega un tiro al lucero del alba».

Podría haber llegado a la novela de Foxá impelido por el espíritu contestatario de la primera juventud, al fin y al cabo se trata de un autor proscrito, sobre un tema delicado, con un punto de vista inconcebible y unas conclusiones intolerables. Pero no: fue gracias a la asqueada y demoledora crítica que le escuché hace apenas un lustro a cierta persona. Hay gente que tiene esa virtud. Convencido de que debía ser algo verdaderamente bueno, lo que le indignaba de tal manera, me arriesgué y, aprovechando el descuento de autor, me hice con la edición de Espuela de Plata. Y no, no me falló el olfato.

Podríamos continuar. De hecho, vamos a hacerlo, en las jornadas La feracidad del páramo (1939-1960): Escritores inolvidables, el 6 y 7 de noviembre, en la Facultad de Humanidades de la Universidad CEU San Pablo. Venid y hablamos de Pla, Ridruejo, Cunqueiro, Camba, Neville y Foxá, que bien merecen una parrafada. Y de los hermanos Villalonga, Muñoz Rojas, Jardiel Poncela, Sánchez Mazas… de tantos que lucharon en el bando que no era, en el menos fotogénico, y que, a pesar de todo, escribieron como los ángeles. Y sí: escribieron como Dios manda.

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