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'Lampedusa y España' de Giuseppe Tomasi di Lampedusa

'Lampedusa y España' de Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Lampedusa y España: ecos, estelas, estirpes, espejos

Lanza nos cuenta que, cuando Lampedusa volvió a Palermo de la guerra, andando, sucio y harapiento, sólo el perro de la familia pareció reconocerlo

Marguerite Yourcenar, tras leer El Gatopardo, suspiró: «Oui, je me sens sur bien de points de la famille de Lampedusa» («Sí, en muchos aspectos me siento parte de la estirpe de Lampedusa»). Nos pasa igual. Afirma Higinio Marín que, al estar en deuda con un libro, somos sus deudos. Y a la única novela de Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, le tenemos gratitud, o sea, ley, esto es, parentesco o bibliogenealogía. Por eso, nos alegró tanto la sutil serie de televisión, que daba otra oportunidad a la estirpe.

Y, precisamente, el pequeño libro Lampedusa y España (Acantilado, 2025) de Gioacchino Lanza Tomasi, hijo adoptivo del autor, es un libro de familia. O sea, que nos atañe. Salvatore Silvano Nigro nos informa en el prólogo que Lanza es experto en genealogías familiares y literarias, y algo divagatorio. Su prosa, traducida por Andrés Barba, hace gala «de distraída elegancia y gracia ligera». Alejandro Luque insiste desde el epílogo: «Era también único a la hora de contar relatos familiares con múltiples giros y digresiones, retomando siempre el hilo y cerrando magistralmente sus anécdotas».

'Lampedusa y España' de Giuseppe Tomasi di Lampedusa

'Lampedusa y España' de Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Luque añade algo importante: este pequeño libro «fue también para Gioacchino [Lanza] el libro de su vida». Al principio, tamaña información sorprende, siendo una obra tan menor, pero luego, si se piensa, se ve que en estas páginas confluyen la figura de su padre adoptivo con la lengua y la literatura de su madre, española de barroquísimo nombre: María Concepción Ramírez de Villa Urrutia y Camacho. El español funcionó como nexo entre el príncipe y su joven pariente y luego hijo, y forjó «un cautivador retrato familiar y un recuerdo personal imborrable».

A nosotros también nos ofrece páginas encantadoras, atisbos de la personalidad cotidiana del novelista y vislumbres de nuestra propia literatura. Lanza es un amenísimo narrador. En España, Luis Rosales hijo, habla con el mismo estilo de la obra de su padre. Esta comparación no es ociosa: permite entender, como esos espejos que menciona Dante y que al enfrentarse multiplican la luz, la filiación paralela de ambos estilos: gozosos, agradecidos, generosos.

Lanza nos cuenta que, cuando Lampedusa volvió a Palermo de la guerra, andando, sucio y harapiento, sólo el perro de la familia pareció reconocerlo. La evocación de Odiseo es tan poderosa que ni necesita explicitarla. Luego nos habla de las ruinas que encontró, de la falta de agua corriente o de sus apuros económicos. No se vino abajo. Con 57 años vivía «la exultante desmesura de la postguerra», siguiendo con interés multiplicado a los revolucionarios rusos.

Lampedusa se hacía cierto lío con las fechas, como cuando piensa que el Quijote es un precedente de los Ensayos, o todavía peor, por menos caballeroso, cuando se obsesionó con la anécdota picante de que Mérimée, además del padre de Carmen, lo era de doña Eugenia de Montijo. Eugenia nació en 1826 y el primer viaje del francés a España es de 1830, «lo que no impidió —avisa su hijo adoptivo— que Giuseppe diera la historia por cierta». Salvo en lo que respecta a la Montijo, tiene gracia. En sus clases «se permitía algunas imprecisiones al citar ciertos versos y hacía referencias a fuentes dudosas». El elegante caos trae a la memoria el entrañable recuerdo de Chesterton.

Las referencias a España no son abundantísimas. Están bastante espigadas. Pero resultan sabrosas e inteligentes, tienen esa dimensión familiar del nexo biográfico del Gioacchino Lanza y, por otra parte, evocan el pasado español de Sicilia. La fidelidad borbónica de los Salina, exenta de entusiasmo, está netamente destacada en El Gatopardo en términos que nos conciernen: «Soy un representante de la vieja clase y me siento por fuerza comprometido con el régimen borbónico, al que me liga el sentido de la decencia, ya que no el afecto». Cuando su amigo y contertulio el profesor Titone, veterinario de profesión, fue autor de un ensayo titulado Sicilia spagnola que se oponía a la opinión general, en el cauce de la leyenda negra, sobre la dominación española en Sicilia, Lampedusa no dejó de expresar su admiración por esta tesis revisionista.

Es muy generoso con la literatura española, y también con su lengua. A ratos, su deslumbramiento por nuestras palabras recuerda el camino de ida y vuelta que retrató Andrés Trapiello en su libro El arca de las palabras con esta anécdota categórica: «En Vicolo del Giglio, donde tenía su casa Ramón Gaya, había, en los bajos, un negocio de fontanería, en el que, sobre la puerta, se veía la muestra del negocio: «Idraulico». Yo le dije al dueño cierto día en que le llevaba una comisión del pintor, que esa vez se había quedado en España: «Qué palabra tan bonita: hidráulico». Él me preguntó cómo se decía idraulico en castellano. Yo le dije: fontanero. Y el hombre quedó maravillado, dijo, oh no, más bonito en español, «fontanero», y se relamía en cada sílaba, «l’uomo delle fontane»». Un poco de este gozo nos transmite este libro.

Entre otros gozos, que aquí espigamos. Si no aviso antes, las citas son de Gioacchino Lanza. Si aviso, textuales de Lampedusa. A ambos, agradecemos que nos acojan en su familia de una forma tan entrañable:

Los sicilianos seguían dividiendo el mundo entre Sicilia y el continente. Así era, de hecho, como estaba escrito en las dos ranuras de los buzones reales de Palermo: Sicilia o Continente, y el Continente era el resto del mundo, incluida Italia. [Incluida Inglaterra, añado yo, con cierta delectación.]
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Lampedusa: «Tengo mucha consideración por las familias antiguas. Poseen una memoria, minúscula, es cierto, pero en cualquier caso mayor que la de los demás».
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Eternidad es una palabra que para Lampedusa tenía la connotación de la costumbre.
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En general, la crítica del comportamiento era en Lampedusa primordial en comparación con otros defectos más importantes.
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Lampedusa: «Para un italiano no suponía una dificultad no saber español» [Se refiere para leer nuestra literatura. Exactamente lo mismo, pero al revés dijo Cervantes, para quien, «con dos onzas que sepáis de la lengua toscana», ya se podía leer a cualquier clásico italiano.]
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Lampedusa había comprendido que las aventuras de don Alonso Quijano eran el origen de Montaigne. [¡¿Cómo?!]
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El Quijote era el arquetipo de la técnica del intermezzo, esa digresión del punto de apoyo narrativo sin la cual el tema principal resultaría opresivo, mientras que a través de la digresión el escritor logra hacer impactante su retorno.
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Consideraba que el Siglo de Oro había constituido un precedente cultural para las principales literaturas europeas, inglesa, francesa o alemana.
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Como admirador incondicional de Napoleón, citaba con asombrosa reverencia la derrota bonapartista en España. […] Como estratega clausewitziano que era, tenía para él el deleite de un soberbio jaque mate.
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El sorprendente resultado de Bailén lo había llevado a la convicción de que España era una entidad nacional sólida y poco conocida.
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Rebatir la idea de una España dominada por la Inquisición y baluarte del oscurantismo le ofrecía también el sutil placer de contradecir las enseñanzas del Liceo Imperial de San Petersburgo donde había estudiado Licy [su mujer], y también sus convicciones.
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Entusiasma a Lampedusa esta observación de Lord Byron cuando hizo escala en Cádiz: «La ciudad está tan llena de muchachas hermosas como Londres de solteronas».
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La presencia de Belloc en España está documentada en 1907 (la recorrió solo y a pie), en 1911 la visitó en coche con su esposa y un amigo, y finalmente en 1936 cuando viajó a España para entrevistar a Franco.
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Un texto merecía su atención [del príncipe de Lampedusa] si era capaz, ante todo, de comunicar ejemplaridad. Y la prodigiosa memoria que tenía de innumerables páginas escritas se apoyaba en esta galería personal de ejemplos valiosos.
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Entendía los motivos de la izquierda, era un gran admirador de Gramsci, de quien leímos juntos sus Cartas desde la cárcel.
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En cuanto a Francisco Franco, lo considera una especie de brazo secular de la Iglesia, de cuya sabiduría milenaria veía una prueba en la evasión y finalmente negativa a entrar en guerra junto a las dictaduras europeas.
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El teatro de Lope de Vega lo leímos de arriba abajo. […] Le fascinó al instante la facilidad para el verso de Lope de Vega […] subrayó el disfrute de la lengua […] le fascinaba la amplitud del vocabulario español.
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[Como crítico literario] Lampedusa actuaba como el maestro de lengua que corrige las redacciones de sus alumnos, pensando como las habría escrito él mismo.
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Era un apasionado de los villancicos y de las nursery rhymes.
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Consideró especialmente jugoso el vocablo ramera, «como si las putas, en italiano, se llamaran cazzaiole, ¡es una lengua magnífica!».
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Se emocionaba con los sentimientos tanto como con las obscenidades.
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Pérez Galdós fue despachado después de mil páginas; básicamente no es más que un pesado, fueron sus palabras de despedida. [Al menos, le dio mil páginas, que es mucho más de lo que podemos decir nosotros de nuestros juicios sumarísimos.]
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La poesía solo es realmente sublime cuando está impregnada de cotidianidad, como en Dante, por otra parte.
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