Sonrisas y lágrimas: 2.572 millones Sonrisas y lágrimas recaudó 286 millones de dólares a mediados de los años 60. Esa cantidad se elevaría hoy día por encima de los 2.500 millones de dólares
Sonrisas en el vacío
El manejo de la emotividad es, por cierto, una de las claves decisivas para la interpretación de la nueva sensibilidad surgida a raíz de las transformaciones tecnológicas
Se puede saber la clase de sociedad que pretende moldear el poder por el tipo de libros de texto que se producen. A veces las cosas son así de simples. La voluntad de convertir el sistema educativo en correa de transmisión de la ideología dominante encontró hace tiempo una respuesta favorable en el grueso del negocio editorial.
Para empezar, el espacio dedicado al contenido textual fue cediendo terreno en beneficio del componente gráfico. Las páginas de los libros se llenaron de fotografías e ilustraciones que, de manera paulatina, fueron desplazando a la palabra como elemento pedagógico nuclear. Desde el punto de vista de la presentación, el producto resultante gozaba de un atractivo innegable. Las páginas rebosaban de colorido. Junto a la profusión de infografías, mapas conceptuales y gráficos explicativos, la vista podía recrearse en atrayentes rostros de niños y adolescentes multiétnicos, en paisajes idílicos, en la polícroma simbología característica del ideario global.
Pero el triunfo de la imagen encerraba una contrapartida menos obvia: certificaba el declive imparable de la palabra. Y lo hacía desde el epicentro del medio académico, a través de una de las herramientas fundamentales que todavía se emplean para la difusión del saber: el libro de texto.
El fenómeno resulta curioso y merece una reflexión. Las nuevas pedagogías insisten en la idoneidad de los soportes visuales (vulgo «pantallas») como factor de motivación en el aprendizaje del alumno. A la vez, los múltiples problemas que el abuso de los dispositivos digitales origina entre niños y adolescentes hace ya tiempo que es motivo de preocupación social. Las generaciones más jóvenes viven cada vez más inmersas en un medio que les aísla de la realidad, cercena sus canales de comunicación directa con el mundo que les rodea, dispersa su atención e introduce en sus mentes contenidos altamente nocivos para la formación de su personalidad. Sin embargo, la posibilidad de obtener una recompensa de placer instantánea, sin apenas esfuerzo, convierte a los medios de entretenimiento digital en objeto de una devoción irresistible.
Frente a este panorama, uno esperaría que la escuela hubiera tomado partido por aquellos instrumentos y métodos de aprendizaje que pudieran servir de contrapeso al dominio abrumador que sobre las generaciones más jóvenes ejerce el universo de lo virtual. Instrumentos y métodos que situaran en el centro de su interés la palabra. No en vano, seguimos siendo, en lo fundamental, seres lingüísticos. El lenguaje es nuestra principal herramienta cognitiva, la vía que nos permite recabar información compleja, interpretarla y, a su vez, interactuar de manera enriquecedora con el mundo. Es, además, el modo en que entramos en comunicación con nosotros mismos y reflexionamos acerca de la estructura y las peculiaridades de nuestra interioridad, de manera que no hay autoconocimiento posible si no existe un manejo solvente de la propia lengua.
Sin embargo, al apostar en una medida creciente por la imagen, las nuevas pedagogías se han situado en la órbita de los poderes que afirman su dominio a través de la manipulación de la realidad. A tales poderes, para alcanzar sus objetivos, les conviene tener como destinatario principal de sus propuestas a un individuo incapacitado, por la misma naturaleza del medio cultural en el que se ha habituado a desenvolverse, para el discernimiento crítico y la descodificación de mensajes complejos. Les conviene un sujeto provisto de un intelecto perezoso, que alimente su espíritu mediante la absorción incesante de estímulos simples, sobre todo imágenes impactantes o secuencias ultrarrápidas de entretenimiento compulsivo, pero también eslóganes y consignas que apunten al centro de su emotividad.
El manejo de la emotividad es, por cierto, una de las claves decisivas para la interpretación de la nueva sensibilidad surgida a raíz de las transformaciones tecnológicas. Se constata este dato con sólo dar un repaso al elemento gráfico de los libros escolares. En sus páginas se exhibe una catarata de fotografías y viñetas plagadas de rostros que invariablemente sonríen. La sonrisa expansiva, radiante, enternecedora, la sonrisa que subyuga y desarma está por todas partes: en el anuncio de un niño que acaba de vacunarse contra la gripe, en tres chicas que miran al horizonte con los brazos entrelazados por encima de los hombros, en un grupito de jóvenes a los que se ha hecho posar sosteniendo carteles donde se leen mensajes de indudable contenido edificante…
La sonrisa, elevada a la categoría de único gesto definitorio de lo humano, trasluce una visión subliminal de las cosas. No lo duden. Es la sonrisa del consenso generacional, anticipo de un tiempo en el que no habrá motivo para las revueltas ni las disensiones. Es la sonrisa del que no tiene motivos para preocuparse porque sabe que su futuro está ya en las mejores manos posibles. Es una sonrisa sedativa, narcotizante, estereotipada, emblema de la avasalladora unanimidad de opiniones que debe regir en el reino los buenos sentimientos. Síntesis gráfica, en definitiva, de aquel Imperio del Bien que Philippe Muray diseccionó magistralmente en un ensayo de título homónimo.
Allí, el genial polemista que fue Muray nos dejó afirmaciones de un cariz visionario: «Los peores sinvergüenzas se acercan siempre con el corazón en la mano»; «El linchamiento acompaña al Consenso como la sombra acompaña al hombre»; «La verdad se difunde desde los platós. Se nos pide creer en ella y ya está»; «A los generosos destiladores del pensamiento buenista garantizado les hacen falta malvados de la misma hojalata que su propia virtud de pacotilla».
La sonrisa, pues, no anuncia un mundo de tolerancia cortés hacia el otro; no representa el trazo gentil con el que uno se inclina a considerar la porción de verdad que puede encerrarse en los argumentos del oponente. Es, por el contrario, un gesto casi coactivo. Nos conmina a participar de un optimismo gregario que exige como condición previa la determinación de cerrar los ojos a la realidad de las cosas. Es la rúbrica blanda y estupefaciente de una generación a la que la cultura oficial pretende adoctrinar a través de los mantras del «sentimiento positivo», la primacía de la voluntad personal, la ausencia de negatividad y de conflicto y la inmersión en una atmósfera lúdica de la que el esfuerzo que implica el simple hecho de vivir se descarta de antemano. No prepara para el sufrimiento y el fracaso, pues no contempla ninguna eventualidad que pueda suponer un obstáculo a la aspiración individual de una felicidad completa. Ignora la condición falible y mortal que nos es propia y, por tanto, se desentiende de las verdades últimas de lo humano.
Es algo que un sistema de poder envilecido conoce bien: en la sociedad de la emotividad epidérmica, el uso de los sentimientos se convierte en un arma política de primera magnitud que induce en las masas una propensión al desestimiento. «El sentimentalismo –escribe Jacques Barzum- es una emoción que excluye la acción, real o potencial. Es egocéntrico y una especie de falsificación. William James ofrece el ejemplo de la mujer que derrama lágrimas ante el infortunio de la heroína en el escenario mientras su cochero se hiela de frío en el exterior».
Así es. Mediante la saturación sentimental que define el paisaje de nuestra época, la sociedad se precipita hacia la indiferencia. Pero dado que la indiferencia es difícil de compaginar con el estado de permanente agitación ideológica que marca el tono de nuestro discurrir cotidiano, se produce un fenómeno peculiar: las masas se dejan movilizar más fácilmente por una causa que no les concierne de manera directa -pero que les depara una gratificación psicológica gratuita, pues a quienes se suman a ella les hace verse a sí mismos como individuos «comprometidos»- que por la situación de injusticia y precariedad que pueda estar soportando su prójimo más directo.
Ahora bien, una sociedad rendida a las seducciones de la propaganda y en la que la forma más habitual de coexistencia consiste en que sus miembros se ignoren mutuamente camina en el filo de la barbarie. Y entonces la sonrisa puede no ser ya un indicio de hospitalidad abierto a la propuesta colaborativa y a la estima sincera hacia el otro, sino la mueca patológica que anuncia un panorama siniestro.