El Debate de las ideas
Causas democráticas de la crisis de la democracia
Un análisis de manera específica las «causas democráticas» de la ola de sentimiento de ilegitimidad de los sistemas políticos europeos, centrándome en el caso español
Las oligarquías políticas europeas se indignan del auge de la «ultraderecha» que dicen pone en peligro la democracia, y se presentan como el único dique de contención contra lo que denominan «fascismo».
Es cierto que los sistemas políticos salidos de la II Guerra Mundial viven una crisis existencial, pero la causa no es otra que la fuga de los «genios invisibles de la ciudad» (Guglielmo Ferrero, 1871-1942) es decir, viven huérfanos de legitimidad.
La creencia en la que se basaba el consentimiento del pueblo a sus políticos (la sustitución del mal gobernante gracias al voto de los gobernados) se tambalea por el bloqueo a cualquier alternativa digna de tal nombre.
En el momento en que los ciudadanos toman conciencia de que les resulta imposible convertir la hegemonía social en mayoría electoral, el sistema político, por muy democrático, que se autoconsidere, genera rechazo en sectores crecientes de la población.
En otros lugares podrán leer que los motivos de la crisis de la democracia se deben a temas como la desinformación o las interferencias extranjeras en procesos electorales.
Yo quiero analizar de manera específica las «causas democráticas» de la ola de sentimiento de ilegitimidad de los sistemas políticos europeos, centrándome en el caso español.
El absolutismo de la democracia del 51
El partido o los partidos que aglutinan una mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados logran un poder absoluto porque la estadística se transforma en valor moral: el 51 % tiene siempre la razón durante cuatro años por el único motivo de haber reunido los votos necesarios en el momento en que se celebraron elecciones para convertir esos votos en 176 diputados.
Lo que ocurra entre medias de esos cuatro años da igual, pues aunque aparezca otra mayoría social discrepante con las políticas públicas que el Gobierno aplique o con los escándalos de corrupción de sus miembros, el presidente es inamovible mientras siga controlando el taumatúrgico 51 % de los diputados.
El contraste entre la mayoría política y el descontento social se resuelve a favor de la primera, no tanto por la maldad del presidente sino porque la democracia se lo permite, «porque así es el sistema que entre todos nos hemos dado», según reza esta manoseada coletilla de los discursos políticos.
Ahí reside la primera causa democrática de la ilegitimidad de una situación donde los gobernantes son elegidos mediante competencia electoral: la mayoría en el Congreso siempre veta a cualquier mayoría social que pueda contradecirla.
Precisamente por esto los partidos políticos no intentan conectar con las ideas hegemónicas que puedan concentrar un apoyo masivo capaz de controlar o influir en el Ejecutivo.
Les resulta mucho más fácil captar a las minorías suficientes que les garanticen una mayoría parlamentaria cautiva del Gobierno porque son tan minúsculas que dependen de él, aunque esos pequeños grupos estén alejados del interés de todos, conocido como bien común.
Sin embargo, proclaman la identidad entre el Gobierno y el pueblo utilizando el cuento, pues ni siquiera llega a relato, de la mayoría del 51 %, convirtiendo de esa forma en ilegítimo no a los gobernantes impopulares sino al enfrentamiento social.
Por eso cabe la lucha política entre los partidos, pero no el conflicto de la sociedad con el poder porque el pueblo está representado en el Parlamento y no puede enfrentarse a los políticos que ha votado. Si lo hiciera pelearía contra sí mismo.
Este es el motivo por el que la democracia del 51 cuando existe un problema lo soluciona creando «protocolos de actuación» que canalizan el eventual choque estableciendo normas de conducta (ver Domingo González, «Soberanismos»).
El que no los cumpla será tildado de fascista o castigado como reo del delito de odio, pues en la sociedad autogobernada gracias al voto popular, los que rechazan al Gobierno salido de las urnas son antisociales o ultraderechistas, aunque sumen una multitud.
La paradoja es que los sistemas de competencia electoral que surgieron para que la ciudadanía pudiese elegir a los que les mandan, han provocado en los gobernantes tal pánico a perder el poder que, presa de su miedo, castigan a sus votantes para impedir el surgimiento de cualquier hegemonía social, sea la que sea.
En definitiva, una de las causas de la pérdida de legitimidad del sistema se debe a la percepción de que la democracia del 51 no está para conceder la soberanía al pueblo, sino para evitar que la tenga.
Los votos blanquean la ilegalidad
La segunda «causa democrática» de la ilegitimidad del sistema es la amnistía a las ilegalidades gubernamentales por medio de las elecciones.
En nuestro sistema político el pueblo vota listas de partidos, pero es el Congreso el que elige al presidente (artículo 99 de la Constitución) entre los jefes de los partidos políticos votados.
Por tanto, una misma persona es presidente de Gobierno y líder de una organización privada (su partido) representando de esa forma dos patrimonios diferenciados: el de todos y el de su grupo político.
Cuando aparecen estas circunstancias sólo falta el conflicto de intereses para que un acto determinado incurra en lo que la jurisprudencia denomina «autocontratación prohibida»: una sola persona, dos roles. Un ejemplo sencillo es el de un mismo sujeto perjudicando o malvendiendo el activo de una entidad en beneficio propio o de otra empresa a la que representa de forma simultánea. Me remito a las sentencias del Tribunal Supremo de 19 de febrero de 2001 o la de 13 de junio del mismo año.
En todo Estado de Partidos la institución jurídica de la «autocontratación prohibida» se presenta al inicio de cada legislatura cuando ningún candidato cuenta con mayoría absoluta de diputados en el Congreso, pues los que pretenden ser presidente negocian con los grupos minoritarios hasta que éstos le conceden la oportunidad de serlo.
El proceso de investidura del presidente se convierte en una continua transacción, a costa del capital de todos, hasta lograr elegir como jefe del Ejecutivo al líder de una organización privada.
El conflicto de intereses entre el objetivo individual que se busca (que un partido controle el Gobierno) y los medios públicos que se utilizan para lograrlo (contraprestaciones del Estado) resulta evidente.
Cuando el presidente investido es fruto de un pacto con partidos distintos del suyo, el conflicto de intereses se repite durante toda la legislatura, pues cada vez que la minoría reclama una compensación a cambio de su apoyo, la cesión que el presidente realiza siempre se hace a costa de lo común, en beneficio exclusivo de los que participan del acuerdo.
Ahora bien, si en Derecho Privado la autocontratación es válida cuando, por ejemplo, el consejo de administración de la empresa eventualmente perjudicada ratifica los actos de su consejero delegado; en política la presunta ilegalidad del conflicto de intereses también se subsana cuando el presidente que ha incurrido en «autocontratación prohibida» vuelve a ser investido como presidente después de otras elecciones.
Gracias al sistema, es el pueblo a través de sus votos el que tiene la capacidad de blanquear todos los actos políticos susceptibles de ser calificados como ilegales por incurrir en «autocontratación prohibida».
Por tanto, la elección popular de los gobernantes otorga patente de corso a éstos para la corrupción política porque el choque de legitimidades entre la ley y la política termina con la derrota de aquélla, neutralizada por el cuerpo electoral que tiene la facultad de amnistiar por medio de su voto a los políticos que utilicen la «autocontratación prohibida» para mantenerse en el cargo.
Lo relevante es que en el Estado que se define como «de Derecho», el imperio de la ley es una quimera, pues la única legalidad es la legalidad suspendida, dado que cualquier ilegalidad gubernamental derivada del conflicto de intereses, puede ser salvada o disculpada por el pueblo si sus votos sirven para investir de nuevo al presidente corrupto en un nuevo proceso electoral.
Resulta obvio que en todo régimen político la posibilidad del conflicto de intereses siempre está latente.
No obstante, en el Estado de Partidos y con el régimen electoral que consagra nuestra Constitución, la «autocontratación prohibida» alcanza rasgos de obscenidad hasta el punto de constituir el factor necesario y suficiente para la gobernabilidad.
El caso de la actual legislatura me libra de cualquier comentario al respecto.
El «poder destituyente» al rescate de la democracia
Ya he indicado que el 51 % como aval para una tiranía (la voluntad del presidente salido del Congreso es ley) y la mutación de los ilegales conflictos de intereses entre partidos y Gobierno en elemento esencial de la estabilidad del sistema, solidifican a la clase política e impiden su renovación, instaurando «de facto» un régimen sedicentemente democrático.
Bajo estas circunstancias, la crisis de legitimidad sólo es superable si el abstracto poder constituyente tiene la capacidad de actuar como «poder destituyente», no sólo cuando le convocan a elecciones.
Por ello voy a utilizar la última parte del artículo para comentar de forma somera la naturaleza de ese «poder destituyente» al que me refiero y que tan poco ha estudiado la doctrina.
El titular de ese poder es la multitud o el pueblo en el que reside la soberanía nacional, según el artículo 1.2 de la Constitución, pues aunque teóricos como Agamben («Elementos para una teoría de la potencia destituyente», 2013) o Mario Tronti (ver una entrevista titulada «Sobre el poder destituyente») consideren que no tienen nada que ver, el «poder destituyente» es el poder constituyente fragmentado, descentralizado, pero en acción, en ejercicio de sus facultades constitucionales.
En este sentido, la «calidad» del poder constituyente sería directamente proporcional a su capacidad de actuar como «poder destituyente» en cada una de las instancias políticas donde pueda expresarse (desde el municipio al Gobierno).
Este poder no necesita un momento electoral para dejarse ver, pero en ningún caso usurpa las funciones del Gobierno dado que, coincidiendo con los autores antes citados, su objetivo no consiste en proponer un nuevo orden porque conoce por su experiencia de la realidad que las inercias de la política son mucho más fuertes que la voluntad de los ciudadanos para eliminarlas. Véase el caso de la ley de hierro de la oligarquía que es el factor clave de la corrupción, o las hipotecas que lastran cualquier acción de Gobierno (desde las cargas económicas derivadas de la deuda pública, a las políticas que son consecuencia de los equilibrios geoestratégicos).
Por eso no será fácil que pueda dirigirse contra las causas, pero sí contra sus efectos más groseros, «destituyendo» aquellas políticas de la democracia del 51 que no representan, ni siquiera, a ese 51 que teóricamente se identifica con la mayoría social.
El punto de partida del «poder destituyente» es terrible porque no se engaña sobre la posibilidad de la representación del pueblo en el Estado, auténtico soberano a pesar de lo que declare el artículo 1.2 de la Constitución.
No peca de infantilismo, pues como diría el catedrático Jerónimo Molina, parte de la «imaginación del desastre», siendo el desastre en el caso que nos ocupa que el gobernante elegido por una mayoría parlamentaria se atrinchere en esa mayoría para ignorar el bien común o convertirse en un tirano.
Lejos de cualquier tentación aventurera, el «poder destituyente» es tan realista que acaba con el mito democrático de la identidad entre el pueblo que vota y el gobernante votado, que es lo que le legitima para actuar contra lo otro que representa el poder digno de ser destituido.
¿Partido de Gobierno o partidos de oposición?
La conclusión parece nítida: si la democracia del 51 quiere recuperar su legitimidad necesita partidos y grupos de oposición que den cauce al «poder destituyente», porque la clave del bien común no se encuentra tanto en el nombramiento o la elección como en la destitución del gobernante mal elegido.
La experiencia nos enseña que el poder siempre será oligárquico y hará lo que convenga a sus intereses, da igual quien mande pues, aunque sea una verdad de Perogrullo, cualquier partido de oposición cuando alcanza el poder se convierte en partido de Gobierno, es decir, adopta a partir de ese momento todas las formas y comportamientos que el ejercicio del cargo conlleva.
Precisamente por eso, la legitimidad de los Gobiernos elegidos no dependerá de lo que hagan (todos harán más o menos lo mismo) sino de que puedan ser depuestos.
La ciudadanía que ha perdido la confianza en el presidente investido por el Congreso de los Diputados busca salvarse de su mal fario intentando elegir a otro que le sustituya, olvidando que la historia nos demuestra que la actividad política de la aristocracia fracasó al intentar gobernar (ver la Francia del s. XVIII) y que sólo tuvo éxito cuando su único objetivo era defenderse del poder (la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII).
La democracia no necesita el gobernante perfecto, la síntesis que nunca llega después de tantas tesis y antítesis; sino la paradoja de la idea dominante, la paradoja que surge de las vivencias cotidianas: si quiere democracia para elegir buenos gobernantes, preocúpese de disponer de un «poder destituyente» con capacidad para echarles.