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César Wonenburger
Bocados de realidadCésar Wonenburger

La importancia de ser guapo

Lombroso tenía razón con Salazar, al que nunca interpretará Richard Gere, mientras el futuro del cine se decide en América, una pianista crítica con Maduro y Dudamel acude al Nobel y José Mercé regresa con homenaje al genio Manuel Alejandro

El criminal Jeremy Meeks en Los Ángeles tras salir de la cárcel e iniciar una carrera como modelo

El criminal Jeremy Meeks en Los Ángeles tras salir de la cárcel e iniciar una carrera como modeloGTRES

María parece concentrada en el Excel de su pantalla mientras Ramiro camina hacia ella. Al pasar por delante de su mesa, éste se para un instante. La observa; sin apenas disimulo se recrea en el detalle del sujetador de encaje negro sobre la piel bronceada: el delicado tejido de la blusa trasparente permite al ojo indiscreto admirar su arquitectura. Sin rodeos, comenta en voz no muy alta: «No sé cómo lo haces, pero cada día estás más buena… si tú quisieras…».

En ese momento, ella se levanta de la silla, lo mira con cierto improvisado desdén y, sin mediar palabra, se dirige con paso firme hacia uno de los despachos, al fondo del pasillo.

Al concluir su jornada laboral, María se reúne con Silvia, su mejor amiga, en una cafetería. «Pero al final, ¿has llegado a denunciarle?», le pregunta esta. «No», responde la otra. «¿Y entonces...? ¿Vas a dejar que ese cerdo se salga con la suya?». «¡Qué quieres que te diga! Será un baboso, pero es que es tan mono…». María esboza una leve sonrisa pícara mientras saca de su bolso el móvil, rebusca entre las imágenes y se lo pasa a su compañera. «Es su foto de Wasap… aunque no le hace justicia, esa mirada…»

Como en Matchpoint, la soberbia película de Woody Allen, una vez que la pelota de tenis golpea en el canto de la red, toda la fortuna de un hombre puede depender de en cuál de los dos lados de la cancha caiga esta. Cara o cruz, como la genética del ser o no ser… guapo.

Hace unos años, no tantos, dio la vuelta al mundo la foto policial de un apolíneo atracador norteamericano, de rostro angelical, más bien sacado de un anuncio de Calvein Klein. Mientras estuvo preso, una legión de admiradoras de todas las edades inundó la cárcel con propuestas amorosas. Al salir, el mozo no tuvo problemas para decantarse por una atractiva joven rubia, que curiosamente resultó ser también heredera de un progenitor millonario. La novia le compró un coche, le puso piso y luego, cuando él ya estaba a punto de dejarla, se casó con él.

Fotografía de la ficha policial del criminal Jeremy Meeks

Fotografía de la ficha policial de Jeremy MeeksWikipedia

Ahora todo el «charismo» podrá caerme encima (y no de la manera más placentera). Si el asqueroso Salazar, en lugar del primo de Torrente, se pareciese al Richard Gere de Pretty woman, quizá las impresentables salidas de tono del sátiro habrían sido, en última instancia, disculpadas, o siquiera matizadas, como las imprevisibles consecuencias del ardor guerrero de un tipo «echao p’alante», algo grosero, pero en cualquier caso seductor, no tanto por la espesura del piropo no reclamado, como por la intención: esa manera de romper el hielo a lo mejor no resultara la más ortodoxa, pero al final lo relevante sería que «le echó un par».

Hay que reconocer que el argumento de estas historias puede parecer inquietante, con esa desazón que a veces provocan ciertas realidades incómodas.

Por supuesto, no siempre ocurre así, seguramente ni siquiera muchas veces, pero pasa; lo mismo que las denuncias falsas que algunas, pocas mujeres, emplean para arruinarle la vida a antiguas parejas desleales no empañan la lacra de los malos tratos. Y el acoso es siempre injustificable, incluso si lo protagoniza Brad Pitt.

Aunque en este caso político, al final todo sirva para que las posibles culpas de Salazar, que en el desabrido rostro ya soportaba implícita la pena con su lombrosiano sello, lo aparten además de sus irresponsabilidades en favor del gobierno.

Igualmente nefastos que sus zafios arrebatos lúbricos habrán resultado sus aportaciones como colaborador en la tarea de procurar mantener en el poder a su, en toda hora valedor, amo monclovita. Uno menos, que han dicho sus rivales.

Netflix o Paramount, ¿el fin del cine?

Netflix, o en su caso Paramount, amenazan con zamparse a la declinante Warner, de la que ya casi nadie recuerda que, en otros tiempos, solía propiciar obras maestras como Casablanca o Ciudadano Kane, cosas viejunas de nostálgicos sin remedio.

Hace unos años se decía que para dominar el cine había que controlar absolutamente la exhibición, tener muchas pantallas (que se lo pregunten al difunto Julio Fernández, aquel gallego errante, listo y simpático que rescató Filmax).

Pues ahora resulta que poseer cines es una ruina, porque encima de que la gente ya va menos a las salas, las plataformas del streaming se devoran entre ellas (el ganador de la puja se haría, de paso, con HBO) para concentrar la oferta en un par de manos.

¿Seguirían viéndose las películas en el cine cuando Netflix pudiera producirlas ella misma (no solo encargarlas) y alquilárselas a los clientes a su elección, despatarrados cómodamente en el sofá de casa? Quizá dependa del día, es un decir.

Acabo de disfrutar de dos buenas películas americanas, lo que era el cine para Ussía y casi para todos. La primera en jueves, Blue moon, en la que el brillante Richard Linklater parece rendirle un homenaje al gran Manckiewicz con una «película falada» (hablada), que diría Manoel de Oliveira.

Los últimos tiempos de Lorenz Hart, letrista de varias de las canciones, y musicales, que compuso Richard Rodgers (delicadas joyas como The lady is a tramp, My funny Valentine, Bewitched o la misma del título de este filme), le sirven al director para recrear un intercambio continuo, un duelo entre los personajes como los de OK Corral pero en el que el torrente de balas se convierte en improvisadas ráfagas de metáforas con pólvora de ingenio, clase e inteligencia.

De ese modo, iluminado por la palabra precisa, se pasa revista a la vida consagrada al arte y la eterna búsqueda de la belleza de un hombre torturado, como casi todos, por sus carencias, una esencial: el amor verdadero. Espléndido filme con un enorme Ethan Hawke. Éramos solo tres en la sala oscura.

Pero regresamos apenas dos días más tarde, el sábado, al mismo lugar, y el habitáculo de prometedoras penumbras entonces se encontraba lleno a rebosar de almas otoñales en procura del sustento para espantar el tedio. A buen seguro que lo hallaron en las tres horas, que pasan como un suspiro, de Nuremberg, con un no menos empeñado Russell Crowe, antes del Ozempic.

El tema siempre congrega a los mayores, con más memoria: la Segunda Guerra Mundial y sus trágicas consecuencias, las revelaciones sobre la infinita capacidad para el mal del hombre, ahora que en Europa vuelve la mili con el eco marcial de las botas en los desfiles, por si toca medirse con Putin.

Interesante reflexión la del mariscal Göring: «¿Qué se habría dicho de los campos de concentración si hubiésemos ganado la guerra?». Quizá serían considerados como modélicos spas, refinados centros de adelgazamiento, parecidos a las cárceles de Maduro, donde los opositores al tirano caribeño fallecen, en cambio, de pura glotonería: esas irresistibles arepas…

Lo peor es que algunos, aún hoy, con lo que se sabe, parecerían aún dispuestos a comprar esa distorsión interesada de los hechos. Mientras nuestra necia izquierda abraza el antisemitismo como la cosa más de moda: cualquier día acabarán reclamándole a Zara una colección-cápsula inspirada en Stalin.

La enemiga de Gustavo Dudamel actuará en los Premios Nobel

Si finalmente se presenta hoy en Oslo, con su discurso, María Corina Machado, la heroína que como María Pita ha recogido la espada redentora para conducir a su pueblo venezolano hacia un nuevo periodo de esplendor en libertad, contribuirá seguramente a colocar un nuevo clavo en el ataúd de la dictadura que perpetra Nicolás Maduro.

En un gesto muy significativo, la opositora al tirano caribeño llevará con ella, además, a Gabriela Montero, la pianista y compositora venezolana que, desde el exilio, desde hace ya bastantes años, se ha ocupado de denunciar lo que ella misma ha definido como una parte esencial del aparato propagandista al servicio del terror.

Esta mujer corajuda, que interpretará en el acto una improvisación sobre una de las canciones favoritas de su amiga Machado, Mi querencia, de Simón Díaz, es una de las voces más críticas contra el uso que la dictadura de su país ha hecho de «El Sistema», la organización de orquestas juveniles que, primero Chávez, y ahora Maduro han exhibido como el logro cultural más sustancioso de su revolución, «un modelo para el mundo» sobre cómo funcionaría la educación venezolana (donde los niños tienen que estudiar a menudo con velas, por los apagones).

Montero se ha mostrado siempre particularmente severa en sus declaraciones públicas con el conocido director de orquesta Gustavo Dudamel, el rostro visible de El Sistema, al que considera, sin titubeos ni matices, como un colaborador imprescindible para la promoción en el exterior de los sucesivos tiranos venezolanos.

A la muerte de Chávez, Dudamel, titular de la Orquesta Sinfónica Juvenil Simón Bolívar, se presentó en Caracas para dirigir personalmente a su conjunto durante el funeral del militar golpista. Y más tarde, no llegó a romper con Maduro ni siquiera cuando los sicarios del sátrapa asesinaron en la calle, a plena luz del día, a un joven músico de «El Sistema» que se manifestaba pacíficamente contra lo sucedido en alguna de las últimas elecciones celebradas como farsa, en ese país.

Al darse a conocer estos días que Montero estará hoy en la ceremonia del Nobel, la propia invitada afirmó: «Durante este triste periodo, la música misma ha sido secuestrada por el aparato estatal para ensalzar la diabólica reputación de un régimen criminal, instrumentalizando las ópticas irresistibles de la juventud para propiciar un colapso social orquestado sin precedentes en la historia de nuestro país». Y añadió:

«Si la música es el lenguaje universal, como tantas veces se proclama, conlleva la profunda responsabilidad de hablar de verdades universales, por más inconvenientes o dolorosas que sean. Espero que mi contribución musical a la ceremonia de los premios Nobel 2025 sirva para despertar la conciencia moral anestesiada por un demasiado largo uso organizado de la música para ofuscar y engañar».

José Mercé, por el gran creador español de canciones

No todo va a ser Rosalía. En España hemos tenido (aún se conserva lúcido y activo) a un Rodgers & Hart, todo reunido en la misma persona, dos por idéntico precio, porque Manuel Alejandro no solo escribe la música de sus canciones: tempranamente prendado de Bécquer, Lorca, Whitman y Manuel Machado también concibe sus propias letras con esmero de poeta romántico.

Quizá a más de uno aquello de «jamás duró una flor dos primaveras», para referirse a lo efímero de algunas relaciones amorosas, pueda parecerle tan fácil que podría hasta resultar vulgar. Pero entonces, ¿qué se podría decir de la gran estrella popular del aclamado «Lux» cuando culmina una de sus canciones más alabadas del disco con «te follaré hasta que me ames», largamente repetido en su estribillo final como una suerte de mantra sostenido por la sección de cuerda de la Sinfónica de Londres?

De Manuel Alejandro también acaba de publicarse un nuevo vinilo. Ahora es José Mercé el que incorpora a su voz flamenca, algo quebradiza estos días pero con la intacta expresividad de un coloso del decir cantando, como la lava de un volcán durmiente que buscara abrirse paso por laderas polvorientas, quien se asoma a un paisaje no por conocido menos revelador: regresar a ciertos lugares en los que un día se logró atisbar el fogonazo de una precaria felicidad no siempre es un error. Hay nostalgias que embriagan el alma, la nutren y hasta la purifican para resistir nuevos asaltos.

Creo que la mujer del genio jerezano dijo alguna vez que su mejor creación es «Procuro olvidarte», el tipo de canción que justificaría una vida consagrada al noble arte de inventar para el consuelo de quienes precisan de este tipo de asideros por aguantar, mientras ocurre lo que fuere menester.

Y no diría yo que la versión de Mercé, ese gran madridista, supera a las que en su día grabaron Bambino, Mayte Martín o, incluso en su versión italiana, la recientemente desaparecida Ornella Vanoni, una diva de lo suyo. Pero acierta en la evocación de ese misterioso conjuro que a veces procura la emoción brevemente expulsada a través del aire. Que ya es bastante. Se me ocurre que, como novedad discográfica, para algunos podría resultar un buen regalo en estas próximas fiestas consagradas frenéticamente a la dádiva y a la manduca.

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