Fundado en 1910

Jorge Martínez durante una actuación en 2024Juan Antonio Pérez

Jorge Ilegal, el Shane MacGowan de Avilés que tampoco perdonaba a «la izquierda de ahora»

El mítico líder de Ilegales, Jorge Martínez, falleció el martes y solo acaban de empezar los homenajes de una figura inclasificable y genuina

Jorge María Martínez murió rápido, igual que vivió. En septiembre, con siete décadas ya cumplidas, seguía haciendo lo de siempre cuando le diagnosticaron cáncer. Apenas dos meses después ya no estaba en este mundo donde había hecho todo lo posible por estar de verdad y también por no estar.

La actitud es lo que hizo especial a Jorge, el modo de vivir: solo hacer lo que quieres sin importar lo más mínimo lo que digan los demás. Por eso y por su música merece ser recordado como un ejemplo que no lo fue en otras muchas cosas concretas, sí en la esencia.

Jorge Ilegal nunca fue ni será el prototipo de virtud, pero en su sinceridad radical estaba el secreto de un cantante, de un rockero que todo el mundo conocía, que todo el mundo, incluso los ajenos, había visto alguna vez, con su aspecto singular: alto, rapado, símbolo de otros tiempos desde hace más de cuarenta años ininterrumpidos.

Se ha muerto de mayor, tampoco de anciano, al límite de la ancianidad, pero como un poeta joven, como un poeta maldito, tal era su espíritu inmortal, ajeno a modas estéticas, ideológicas, musicales. Era un Rimbaud perfectamente inteligible de 70 años que, al contrario que el original, no dejó de escribir por decisión propia: la enfermedad del cuerpo, que no del alma: «Antes morir, que perder la vida», dijo.

Ilegales era el nombre perfecto de una banda-actitud, surgida antes de La Movida, parte de ella y superadora de la misma, en los márgenes, siempre en los márgenes, incluso en los de la contracultura. Nada de etiquetas, solo verdad, la que fuera en cada momento, sinceridad. Un viaje de bandas por etapas, incluso el paso por la Universidad de Derecho, hasta el destino de Ilegales.

El loco aquel de los ochenta, como pensaría más de uno, como pensaba más de uno, resultó en un personaje lúcido como pocos, poeta brusco, sensato y sabio. Hablaba como un conferenciante maravilloso de forma natural, con un estupendo aspecto físico a pesar de los excesos de juventud, que se descubría en un nerviosismo atávico atemperado con los años, el movimiento constante del niño que baila, tararea, hace percusión... con tal de no estar quieto.

La sabiduría que provenía de años de destrucción, de romperlo todo, del salvajismo que rompía moldes incluso en el gremio. Se parecía en la juventud a aquel actor que encarnaba al fantasma de Ghost que le enseña a atravesar las paredes a Patrick Swayze y que también apareció en Alguien voló sobre el nido del cuco, entre otros: un loco con cara de loco.

Incluso violento en una época violenta. Él dijo que no le importaba tontear con la locura para recuperar la cordura justo a tiempo sin renunciar a sumergirse en el caos. El caos que también se da en «los prohibicionistas que han ganado», en «la izquierda de ahora» que entiende la libertad «por no molestar a ninguna minoría». La izquierda prohibicionista que «restringe la libertad», de la que admitió que se los quería «cargar a todos». Y también a Netanyahu.

«Soy un macarra, soy un hortera, voy a toda hostia por la carretera...», escribió divertido en uno de sus éxitos el mismo que no hace mucho decía ser un hombre feliz que había conseguido todo lo que quería. Y desde la locura. Además de un macarra, un loco, un Shane MacGowan que en su madurez ya no lo pareció... tanto.