El Debate de las Ideas
Un europeísmo diferente
¿Pueden los conservadores volver a ilusionarse con el ideal europeísta? ¿Cabe soñar una Unión Europea que no tenga sesgo woke sino natalista, que imponga liberalización y alivio fiscal en vez de hiperregulación, que auspicie el control de fronteras en vez del multiculturalismo, que potencie la energía nuclear en vez de la Agenda Verde y los hidrocarburos rusos? No sólo es posible, viene a decirnos Alessia Putin en El rearme occidental: Un nuevo impulso al orden liberal, sino imprescindible. Ni la regresión a las soberanías nacionales ni la persistencia de la UE en su erróneo rumbo centro-izquierdista son una opción.
El continente está girando a la derecha, como muestran las elecciones europeas de 2024 y las elecciones y encuestas nacionales de 2025. Sin embargo, persiste la división entre, de un lado, una derecha clásica que es europeísta pero rendida al wokismo, el alarmismo climático y la política energética suicida, y, del otro, una derecha identitaria que es anti-woke y anti-Pacto Verde, pero también anti-europeísta. La síntesis hegeliana de esa antítesis sería una derecha europeísta pero conservadora (o, con más sentido histórico, europeísta a fuer de conservadora, pues la UE fue fundada por conservadores no nacionalistas: los Adenauer, De Gasperi, Schuman, etc.). No es una conclusión que Putin (la autora; justamente crítica, por cierto, con el régimen cleptocrático-imperialista de Rusia) formule explícitamente, pero creo que se encuentra en el libro de manera germinal.
Es cierto que la derecha clásica hasta ahora prefiere pactar con los socialistas y aplicar cordón sanitario a la derecha identitaria, pero debe zafarse de ese abrazo letal. Y la derecha identitaria, cuyo partido más potente (el RN francés) coqueteaba con el «Frenxit» hace unos años, ahora acepta la permanencia en la UE: «Ningún grupo de la cámara defiende ya una salida del club europeo, dejando atrás el experimento del Brexit, percibido como un experimento fallido […] que nadie quiere repetir» (p. 232). Derecha patriótica resignada a que hay UE para rato; derecha clásica convencida -o en trance de convencerse- de que la inmigración incontrolada, la hiperregulación y el fanatismo climático la llevan a la ruina… Las premisas para un acercamiento están ahí: «El aberrante concepto de «cordón sanitario» ya no debería ser de aplicación en el Parlamento Europeo» (p. 232).
¿Por qué no simplemente retornar a las naciones? No depende de nosotros, sino de la evolución mundial, que condena a la irrelevancia a las naciones pequeñas: «El mundo (no España) es el problema, y Europa la solución» (p. 214). Putin expone el «trilemma» de Dani Rodrik: de los tres lados del triángulo globalización-democracia-soberanía, habrá que sacrificar uno. Pero la globalización es irreversible -según demuestra el fracaso de todos los intentos autárquico-soberanistas, como el norcoreano- y la democracia irrenunciable. Queda la soberanía. Y la soberanía puede sobrevivir… pero a nivel europeo, el único de escala suficiente para funcionar en el siglo XXI.
Las naciones europeas son demasiado pequeñas para competir con los colosos globales (EE.UU., China, Rusia, India…). Una UE más federal podría impulsar grandes consorcios industriales paneuropeos, a imagen de Airbus o Stellantis N.V. «Estos dos ejemplos nos guían hacia la inevitable reagrupación industrial, bursátil y empresarial que necesita la Unión Europea para competir con los gigantes asiáticos y norteamericanos, con el objetivo final de combatir la fragmentación empresarial que asola Europa. Constituir una gran aerolínea europea o un sistema de trenes conjunto podría ser el principio de una reestructuración económica en muchos sectores» (p. 226). Alessia Putin defiende también la propuesta de una Bolsa europea única que canalice hacia inversiones continentales el ahorro que ahora escapa en gran medida hacia el mercado financiero norteamericano; una idea que acaba de hacer suya el canciller alemán Merz.
Reindustrializar el continente con grandes consorcios europeos; armonizar la normativa empresarial en un sentido liberalizador (a imitación de los exitosos países nórdicos); homologar los programas educativos en un sentido no de white guilt, sino afirmador del legado occidental; establecer un control de fronteras eficaz mediante la potenciación de Frontex y Europol; crear el gran ejército europeo que resulte disuasorio frente a una Rusia ya en guerra híbrida con nosotros, pero también frente al magma islámico; afrontar con medidas de nivel continental el problema común de infranatalidad; imponer a nivel europeo el Estado de Derecho y la separación de poderes frente a gobiernos populistas que, como el español, intentan colonizar el poder judicial… La lista de tareas ambiciosas que podría plantearse una Europa más unida es muy ilusionante.
Para poder abordar todo esto, la UE necesita un salto cualitativo, piensa la autora. En su informe de julio de 2023, Mario Draghi distinguía tres escenarios posibles: fin de la UE, parálisis de la UE, mayor integración de la UE. El primero está descartado, como vimos antes; estamos de hecho en el segundo desde la ampliación masiva de 2004 y el rechazo francés y holandés de la Constitución europea en 2005; el Tratado de Lisboa (2007) fue la consumación del estancamiento. Queda por explorar el tercero. La UE, dijo Jacques Delors, es un OPNI, un Objeto Político No Identificado: más que una confederación o que un espacio de libre comercio, pero menos que una federación. Muchas decisiones se adoptan ya por mayoría cualificada (es necesario el voto afirmativo de 15 de los 27 Estados miembros, que representen al menos el 65% de la población de la UE), pero otras requieren aún la unanimidad, casi imposible de conseguir. Desde 2016 se han producido treinta vetos, casi todos relacionados con la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), un ámbito especialmente relevante en el nuevo contexto histórico de agresión rusa, eje autocrático China-Rusia-Irán-Norcorea y repliegue norteamericano bajo Trump y Vance. Tanto en las decisiones adoptables por mayoría como, a fortiori, en las que exigen unanimidad, el mecanismo decisorio es extenuantemente lento y complejo. Tras jornadas interminables de conversaciones, el resultado es a menudo el parto de los montes.
Hace falta un nuevo paso hacia la federalidad, o sea, hacia las decisiones por mayoría que no requieran unanimidad (la paradoja es que ese salto cualitativo sólo podrá ser adoptado por decisión unánime, y gobiernos nacionalistas como el de Hungría nunca van a estar por la labor).
La UE no tiene por qué ser progre: no lo fue en sus comienzos. «Se está despertando en el seno de la UE un movimiento que se rebela contra la dictadura de la ideología, el pesimismo sistemático, el relativismo cultural, el racismo ideológico [creo que se refiere a la Teoría Crítica de la Raza: los blancos siempre culpables, los demás siempre víctimas], el ataque constante a Occidente y su raíz judeocristiana» (p. 291). Volver a los pequeños nacionalismos -que terminarán enfrentados, como lo estuvieron hasta 1945- no es la solución. La UE es una historia de éxito, un gran avance pacificador y civilizador, aunque ya no nos acordemos: «La gente parece haber olvidado el porqué del proyecto paneuropeo, y el éxito sin precedentes de una construcción integradora, que ha pacificado el continente desde su creación, dotando de una prosperidad desconocida a sus habitantes durante cuatro generaciones» (p. 39).
La derecha identitaria tiene el mérito de haber recordado la importancia de la identidad colectiva, las raíces histórico-culturales. Pero las identidades colectivas ya no son (sólo) nacionales, sino civilizacionales (Huntington: «las civilizaciones son las últimas tribus humanas»): nuestra patria es Occidente. Sí, hay hechos diferenciales nacionales, pero los europeos compartimos una sustancia histórica común, una doble raíz grecorromana y judeocristiana que hizo de Europa el lugar de la libertad y de la dignidad humana. Ya Aristóteles indicó (en Política, III) que «los bárbaros son más serviles que los griegos, y los de Asia, más que los de Europa, soportan el gobierno despótico sin ningún desagrado», y Montesquieu teorizó el «despotismo oriental» (que se basa en el miedo) como la antítesis política de Europa (cuyas dos formas constitucionales, la monarquía y la república, se basan respectivamente en el honor y en la virtud, pero no en el temor al déspota). Y ese despotismo oriental vuelve hoy por sus fueros -como sostuvo recientemente Ermanno Vitale en ¿Jaque mate al tiempo de los derechos?- en formas diversas (de la autocracia revanchista rusa a la dictadura nacionalista-postcomunista china o la teocracia iraní, unidas todas ellas por el rencor a Occidente y la convicción de que somos una civilización débil que está en pleno declive).
¿Por qué limitarse a Cervantes cuando también Shakespeare, Dante o Goethe son nuestros? ¿Quién podría reducir su filmoteca a Berlanga, si nos hemos nutrido también de David Lean, Pasolini o Wajda (y sobre todo de Hollywood, por supuesto)? ¿Por qué regresar al petty nationalism en una Europa que ya ha crecido con el programa Erasmus, con el turismo internacional, con muchos matrimonios transnacionales, con el dominio (al menos, por parte de los jóvenes) de una o más lenguas extranjeras? ¿Cómo renunciar a toda esa riqueza?
¿Será posible sentir a Europa como una patria? Igual que en lo político, también en lo simbólico y emocional se puede articular una identidad compleja que, sin desechar la pertenencia nacional, valore cada vez más la participación en un todo occidental más amplio. Putin, por cierto, apunta una propuesta que podría ser muy eficaz a nivel sentimental, en un continente que -afortunadamente- sólo saca las banderas en los partidos de fútbol: «Que la Unión Europea se presente a las Olimpiadas en bloque, obteniendo seguramente resultados en el medallero mejores que EE.UU. y China» (p. 40).
Liderar el medallero olímpico -o, ya puestos, una selección europea que ganase los Mundiales de fútbol- podría ser una buena forma de empezar a recuperar una autoestima civilizacional innecesariamente rebajada. Sí, Europa tiene muchos problemas (el más grave, sin duda, el hecho de no engendrar ya hijos), pero sigue siendo el lugar al que gente de todo el mundo quiere venir a vivir. Por algo será.