Jane Austen
El Barbero del Rey de Suecia
Feliz cumpleaños, Jane
Hace cuatrocientos años más o menos, Shakespeare, por la boca de Falstaff, exclamó: «Si mil hijos tuviera, el primer principio humano que les inculcaría sería abjurar de toda bebida insípida y dedicarse por completo al vino de jerez». Hace catorce años, más o menos, me permití una variación en la que este español del Marco de Jerez le devolvía el cumplido a la feliz Inglaterra: «Si mil hijas tuviera, el primer principio humano que les inculcaría sería abjurar de todo libro insípido y dedicarse con fruición a las novelas de Jane Austen».
En realidad, me dejé llevar por el amor a la simetría cruzada. Le inculcaría el mismo amor a mis mil hijas y a mis mil hijos. Jane Austen arrastra la paradójica maldición de Bécquer: como entusiasman a los adolescentes y, especialmente, a las adolescentes, nos quedamos con las primeras impresiones y consideramos a ambos autores fáciles y preadolescentes. Nada tan falso.
De Bécquer ya hablaremos cuando nos lo acerque alguna solícita efeméride, ahora tenemos el honor de celebrar el cumpleaños de Jane Austen, que, aunque parece talmente una jovencita, nació el próximo martes hará 250 años. De Austen no hay que decir que es una escritora deliciosa. Basta leerla. Nabokov, en principio reacio por las razones prejuiciosas ya apuntadas, sucumbió gozosamente a su encanto, y dijo que tenía el don de «la frase-hoyuelo», esto es, de la frase con la gracia y la dulzura de una «archisonrisa» [este neologismo también es de Nabokov]. Algunos críticos la han comparado con la música de Mozart, y yo me sumo al coro.
Por tanto, de Jane Austen, tan leída —y vista en películas y series— y tan querida, sólo se necesita recordar que su narrativa es —sin que los hoyuelo quite lo hondo— muy profunda. Hay en sus novelas, como en las obras de los grandes clásicos entre los que ella se cuenta, toda una visión del mundo, muy audaz y combativa, aunque no lo parezca. El perspicaz F. R. Leavis, en su ensayo La gran tradición, la consideró un eje esencial de la novelística inglesa no sólo ni principalmente por su perfecto estilo, sino por su temple moral.
Jane Austen sabía de dónde venía. Escribió, de joven, una pequeña historia de Inglaterra en la que tomó partido con fiereza por los Estuardo. Era profundamente religiosa y netamente conservadora, y afeaba la disipación moral del príncipe regente sin que su monarquismo degenerase, como suele ocurrir, en una cortesanía acrítica. Estaba al tanto de los horrores de la Revolución Francesa de primera mano, por una cuñada, viuda de un conde francés guillotinado. Seguía los vaivenes de la geopolítica por sus hermanos marinos de guerra. Uno terminó como Almirante, nada menos. Otro como Contralmirante, muy poco menos. Y veía qué pasaba en la campiña inglesa.
Cuando escribió sus novelas no se olvidaba, como algunos lectores precipitados han podido pensar, del mundo en el que vivía. Todo lo contrario. Era consciente del tiempo convulso que le había tocado en suerte, cercado por la Revolución Industrial, la Revolución Francesa, la Revolución Americana, la revolución romántica, la nueva agricultura y el cambio de costumbres. Contra todo ello, sin arredrarse ni perder la sonrisa ni el paso de baile, alzó un muro defensivo con su obra, donde impera la voluntad de adaptarse a lo nuevo sin renunciar a lo valioso. Tantos títulos donde compensa valores contrarios: Amor y amistad, Sentido y sensibilidad, Orgullo y prejuicio, son una prueba de su apuesta decidida por el «y» y no por el «o». Por eso, conviene huir de lecturas o películas que se echen en brazos del romanticismo, olvidando el justo medio aristotélico. No pierdan ustedes el equilibrio viendo la película Orgullo y prejuicio (Joe Wright, 2005) y disfruten incansablemente de la serie de la BBC dirigida por Simon Langton en 1995. La serie es muchísimo más fiel a una obra donde se fustiga tanto el matrimonio calculador de Charlotte Lucas con Mr. Collins como la fuga arrebatada de Lydia Bennet con Mr. Wickham. Las heroínas de Austen no renuncian a nada: ni al amor intenso ni al compromiso inteligente. El romanticismo desmelenado les da alipori. Ésa es la clave. Sus héroes son caballerosos e industriosos. Viriles y sensibles. Son cultos y divertidos, desdeñando por igual a pedantes y a frívolos.
Tanta aspiración requiere de todos los medios posibles para alcanzarse, y esos medios son la educación, la cortesía, la elegancia, el buen humor y la sensibilidad. Virginia Woolf, alzándose en portavoz de la modernidad, afeó a Austen que en sus libros no hay hombres y mujeres, sino damas y caballeros. Menos lobos, Virginia. Es justo lo contrario: las personas son más mujeres y hombres en cuanto son moralmente exquisitas. Por todas estas razones, Jane Austen nos hace más falta que nunca (y a nuestros mil hijos e hijas).
Para reabrir el apetito, estas frases, casi como velas encendidas de su tarta de cumpleaños. La fiesta es leerla. Las citas han sido escogidas de sus novelas y sus cartas, y tienen su luz y su fuego. Y su hoyuelo:
No estoy en absoluto de humor para escribir; así que tengo que seguir escribiendo hasta que lo esté.
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Pero es destino de toda heroína el verse en ocasiones despreciada por el mundo, sufrir toda clase de difamaciones y calumnias y aun así conservar el corazón puro y limpio de toda culpa.
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Respeto a la señora Chamberlayne por arreglarse bien el pelo, pero, más allá, no puedo sentir ningún sentimiento más tierno.
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Sería mortificante para los sentimientos de muchas damas si pudieran entender lo poco que el corazón de un hombre se ve afectado por lo costoso o novedoso de su atuendo…
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Dejemos que otros escritores se concentren en la culpa y la miseria.
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Se debe preferir o soportar cualquier cosa antes que casarse sin afecto.
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El matrimonio es un gran perfeccionador.
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Uno de los dulces tributos de la juventud: elegir con prisa y hacer negocios pésimos.
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Estoy convencida de que hay una gran dosis de inconsecuencia en casi todo carácter humano.
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Una dama soltera es la mejor conservadora de muebles del mundo […] Siempre he defendido la importancia de las tías solteras tanto como me ha sido posible…
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Todo vecindario debería disponer de una gran dama.
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La maldad es siempre maldad, pero la necedad no siempre es necedad: depende del carácter de quienes la manejan.
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Espero no burlarme nunca de lo que es sensato y bueno. Las necedades y tonterías, los caprichos y las incongruencias, me divierten —lo confieso—, y me río de ellos siempre que puedo.
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—Hay seguridad en la reserva, pero ningún atractivo. No se puede amar a una persona reservada.
—No… hasta que cesa la reserva hacia uno; y entonces el atractivo puede ser mayor.
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Un hombre que no tiene nada que hacer con su propio tiempo no tiene mala conciencia de entrometerse en el de los demás.
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El buen baile, creo, como la virtud, debe ser su propia recompensa.
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Considero que aquella persona, caballero o señora, que no sabe apreciar el valor de una buena novela es completamente necia.
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Al fin y al cabo, no es cosa tan terrible empezar a ser completamente feliz a la edad de veintiséis y dieciocho años, respectivamente.
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Nada me fatiga nunca, salvo hacer lo que no me gusta.
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Ser siempre firme equivale a menudo a ser obstinado.
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¡Qué rápido llegan las razones para aprobar aquello que nos gusta!
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Como muchos otros grandes moralistas y predicadores, había sido elocuente sobre un asunto en el que su propia conducta difícilmente soportaría un examen.
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—No soy casamentera, como bien sabéis —dijo lady Russell—, porque soy demasiado consciente de la incertidumbre de todos los acontecimientos y cálculos humanos.
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Rara vez, muy rara vez, pertenece la verdad completa a una revelación humana; pocas veces ocurre que algo no esté un poco disfrazado o un poco equivocado.
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Las sorpresas son tontunas: el placer no aumenta y las molestias suelen ser considerables.
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Elizabeth Bennet a su rendido Mr. Darcy: «Te interesé por ser diferente a ellas». [Qué gran verdad (tan universal y extrapolable).]