Sánchez evita el sacrificio ritual de Iglesias y Montero
Algunos suspiran porque la condena del editor de prensa Jimmy Lai pudiera repetirse en España, mientras el homicidio de los Reiner oculta una lacra creciente, a Oliver Sacks no le dejan descansar en paz y Clooney renuncia a los besos
Jimmy Lai, editor del 'Apple Day' de Hong Kong
Con un pie en el estribo hacia quizá nuevos destinos exóticos en los que aliviarse del cotidiano vapuleo de los medios, Sánchez ha decidido dejar lista una noticia positiva que debería abrir todas las portadas, en lugar de las torticeras exclusivas de Entrambasaguas.
Ayer mismo, impartió las órdenes pertinentes para que el delegado del Gobierno, en Madrid, supervise el envío de una dotación del cuerpo de bomberos, más otra del Samur, a las inmediaciones de la embajada de China en la capital. Los funcionarios deberán permanecer allí, en estado de alerta, por si acaso, hasta nuevo aviso.
La medida preventiva tendría por objeto evitar a toda costa la desgracia que se cierne, de no evitarse, sobre la conocida pareja del tabernero Iglesias y la eurodiputada Montero.
Al darse a conocer la condena en firme (la justicia china solo concede la apelación como forma de perpetuar la farsa) de Jimmy Lai, y mientras la sentencia se aplaza hasta después de Navidad (si lo matan, mejor que se sepa en fechas occidentales menos emotivas, aunque tampoco conviene demorarlo hasta los días de la Pasión), los líderes históricos de Podemos seguramente habrán decidido inmolarse como protesta, en plena vía pública.
Frente a la gravedad del atentado a la libertad de expresión que supone encarcelar bajo el delito de «traición a la patria» al editor propietario de Apple Day, el popular periódico de Hong Kong que se dedicaba a tocarle las narices a XI Jinping, parece normal pensar que estos émulos modernos de John Lennon y Yoko Ono estén ya cavilando algún gesto dramático.
Aunque quemarse a lo bonzo sería casi un suceso menor para denunciar la intolerable represión de los aún valerosos disidentes que, como el recluso Lai, simplemente consagraba su diario esfuerzo a informar acerca de la ausencia de democracia en Hong Kong, y por descontado, también en la gran madre China, al tiempo que aireaba casos de corrupción vinculados con familiares de los gobernantes de esa gran nación. Su despreciable crimen a ojos de los jueces.
Cuando Felipe González le preguntó a Den Xiaoping cómo se las arreglarían para conciliar el comunismo con el libre mercado, el entonces dirigente chino le dijo al andaluz aquello de que el color del gato era lo de menos, lo importante era que el animal cazara ratones.
Ya puestos, cuando tocara, aquel felino híbrido podía convertirse en tigre para zamparse, también, a los posibles opositores.
Lai sabe ahora (antes ya lo intuía) que las advertencias de sus compañeros dueños de los otros medios de Hong Kong llevaban razón. Quienes le instaban a callarse y mirar hacia otro lado, procurando emplear la influencia de su periódico (el más seguido allí, con su cóctel de noticias sensacionalistas; humor, como esa sección consagrada a ofrecer la crítica sobre los mejores burdeles, y, sí, opinión seria acerca de los asuntos de la política) en garantizarse los buenos negocios que siempre se logran al seguir astutamente la línea oficial. Quizá ya hubiesen sentido ellos mismos, alguna vez, sobre sus propios cogotes, el fétido aliento del tigre. Y así optaron por evitarse el fatal zarpazo.
En China, Entrambasaguas probablemente habría sido liquidado ya y su director, junto al propietario del medio, estarían presos en alguna recóndita mazmorra. Para que eso no suceda aquí, el noble sacrificio que reconocidos defensores de la libertad expresión como Pablo e Irene se dispondrían a llevar a cabo conjuntamente resulta, ahora, un ejemplar acto del más cívico coraje.
El líder del PSOE no debería oponerse al doble martirio por su carácter a la vez heroico, demostrativo y simbólico. Pero tres circunstancias inevitables justifican la prevención en su caso: que no le amarguen el bien ganado asueto navideño, lo primero y esencial; no molestar tampoco al amigo Xi, tan oportuno para perpetuarse en el poder (su dominio de la tecnología puede resultar muy efectivo cuando toque convocar), y, de rebote, procurarse una noticia positiva en los medios al evitar una tragedia humana mucho más catastrófica que la de cualquier dana.
Los Reiner y el drama oculto de los mayores
El drama de la familia de Rob Reiner, el director de algunas comedias vistosas, como aquella «Cuando Harry conoció a Sally», oculta implicaciones mucho más serias y profundas que los simples señalamientos que se están haciendo, ahora mismo, acerca de su proselitismo en favor de las causas que defienden los demócratas en EE UU.
Trump, que a menudo acierta en los diagnósticos, pero otras veces falla estrepitosamente con la abrupta exposición de los remedios, se ha pasado de frenada al indicar que estas últimas muertes se deben a esa suerte de paranoia, revestida de un odio visceral, que provoca en algunos opositores fanáticos su controvertida figura.
De la lectura somera del resumen de historial clínico, se deduce fácilmente que el presunto homicida del matrimonio Reiner, uno de sus hijos, era un perturbado; un enfermo que había vivido, y seguramente seguía allí, en el infierno del severo abuso de las drogas, tantas veces edulcorado con fines artísticos.
Por un Martin Scorsese que logra escapar a tiempo de sus llamas para crear una obra maestra como ”Toro salvaje”, existe toda una legión de desgraciados que pierden sus vidas. Y de paso, amargan las de sus seres queridos que, en el caso particular de algunas madres, vegetan durante el resto de sus días a la sombra del reproche por el peso de culpas improbables.
Lo de los estupefacientes será la causa última que ha provocado el hecho luctuoso, pero existe una grave epidemia silenciosa que recorre el mundo sin que apenas se le preste la debida atención.
Del mismo modo que cobran protagonismo las denuncias de abusos en el seno del matrimonio (con preponderancia de las más habituales, pero ocultación de las que a menudo padece el varón en las relaciones heterosexuales, más frecuentes de lo que se dice), se oculta otro que gana nuevos adeptos con cada minuto.
La violencia que los hijos ejercen contra los padres, larvada ya en la infancia, pero que cobra un especial dramatismo, junto a su lacra de crueldad intolerable, cuando los progenitores alcanzan la ancianidad, no debiera ser tomada a la ligera por quienes estudian, analizan y proponen soluciones contra este tipo singular de comportamientos sociales.
Convertidos en los nuevos tiranos de la casa, esos imberbes que reclaman para ellos todos los privilegios a los que les ha hecho acreedora su sola condición de personas que nunca reclamaron estar aquí, víctimas involuntarias de la lujuria, descuido o egoísmo de sus procreadores (según su extremado juicio), cuando crecen, sobre todo si sus expectativas materiales se ven incumplidas por su propia irrelevancia, suelen convertir a los padres en el objeto preferido de sus refinadas torturas.
De ese modo se llega a practicar un juego muy peligroso que suele comenzar en lo psicológico, mediante recriminaciones y reclamos de supuestas plegarias desatendidas por los dioses del hogar, y derivar, poco a poco, hacia las vejaciones físicas que, en el peor de los casos, pueden acabar como ahora en casa de los Reiner, con una escabechina.
¿Exageración? Ustedes saben que no. Los mayores son los principales abusados en nuestra sociedad.
Oliver Sacks otro impostor, ¿de verdad?
En una ocasión, al gran Rossini, el compositor de El barbero de Sevilla, ciertas personas interesadas en rendirle homenaje le solicitaron su opinión acerca de la oportunidad de dedicarle una estatua.
El músico, que adoraba sobre todas las cosas el dinero por los placeres que éste puede llegar a proporcionar (se deslomó desde muy joven para retirarse antes de los 40 a disfrutar de la inmensa fortuna labrada con sus célebres obras musicales, las más requeridas de su tiempo), tuvo muy clara la respuesta.
Les dijo a sus aduladores que, si nos les importaba, le dieran mejor la suma convenida para la escultura. Y al mismo tiempo, si le procuraban un cajón, él se subiría y permanecería allí durante algún tiempo.
En realidad, Rossini, hombre práctico, inteligente y sin duda previsor, intuía lo que podría ocurrir en el futuro. Cuando las modas cambiaran, quién sabe si llevados por el ímpetu de defender a otros nuevos músicos predilectos, presa de un furor incontrolable, sus adversarios de la posterioridad acabarían por derribar la imagen de aquel rancio representante de tiempos caducos; aunque mayormente esto suele ocurrir con los dictadores exóticos como Gadafi o Sadam Hussein (con Franco lo intentaron una vez, en Ferrol, y casi vuelan una plaza sin lograr descabalgarlo, hasta que tuvieron que llevárselo casi en volandas).
En cualquier caso, como ya se maliciaba Rossini, ahora vivimos una época en la que suele detestarse a los creadores, descubridores científicos y de continentes, políticos virtuosos y antiguos héroes de guerras pretéritas porque, como bien decía Steiner, «no son como nosotros. De ahí nuestra furibunda esperanza de olfatear algún defecto en su magnitud, de reducirlos a nuestro propio, insignificante tamaño».
Esta semana parece que le ha tocado cita con el desguace a Oliver Sacks, aquel neurólogo cuyos libros de divulgación científica se hicieron tan populares que hasta alguno dio lugar a películas de mucho llorar, como aquella Despertares con Robin Williams y Robert De Niro.
De Sacks, que lleva ya algunos años disfrutando de una jubilación celestial, aseguran ahora sus desenterradores que no fue más que un fraude, porque lo que en realidad nos hizo pasar como las notas clínicas de los casos que conoció en su consulta, bajo el prestigio de la ciencia, en realidad solo eran, muchas veces, meras elucubraciones: o sea, que tal paciente o no existió o lo que de él se narraba había sido sometido al imperio de la fantasía, bien por adornarlo o, seguramente, con la intención de acomodar los hechos ofrecidos como verdad comprobada a la faceta de fabulador, para apuntalar sus interesantes tesis.
Hurgo en mi biblioteca hasta dar con Musicofilia, un ensayo en el que Sacks apuntaba hacia algo que ya conocían los pitagóricos, la influencia de la música en los estados de ánimo de las personas, buenos e incluso peores, hasta sus bondades terapéuticas, que el galeno-escritor relaciona aquí con el tratamiento eficaz del Parkinson, la demencia, el síndrome de Tourette, la encefalitis y los ataques de lóbulo temporal.
En la portada de mi ejemplar, justo debajo del título con una foto de Sacks, concentrado en unos auriculares, se lee Relatos de la música y el cerebro. ¿Dónde estaba, entonces, el engaño? Relato: «Narración oral o escrita, de un suceso o acontecimiento, real o imaginario, que es generalmente breve y se centra en un tema o evento específico e menudo destacando por su simplicidad y capacidad para atrapar al lector (…) similar a un cuento» …
Que Sacks parecía situarse más cerca de Homero que de las gélidas, académicas páginas de The Lancet era algo que seguramente no parecía importarles demasiado a sus lectores. Penetrar en ciertos arcanos requiere a veces del auxilio de una pluma, a la par que sabia y elocuente, embellecedora.
Alterio nunca habría renunciado a un beso
Ay, Héctor Alterio, te imaginas reunido con tu esposa, junto al fuego del hogar, para, en el tono más falsamente compungido que jamás te hubieras permitido en alguna de tus aclamadas interpretaciones, susurrarle a tu amada: «Escúchame bien, querida, por el mismo Eón te juro que de hoy en adelante jamás volveré a besar a una mujer en el cine, aunque con ello me condene a que ni mil Sauras vuelvan a contar nunca conmigo para sus películas».
Pues algo parecido es la promesa que el ahora melifluo George Clooney acaba de hacerle a Amal, su esposa, quizá como ofrenda de renovación de los votos matrimoniales. El galán otoñal, que por cierto está estupendo en Jay Kelly, la nueva, recomendable película de Noah Baumbach, ya no posará sus labios sobre ninguna compañera de reparto, en señal de contumaz respeto hacia su mujer.
Quizá lo suyo no sea más que puro alarde de ventajista, porque hoy el contacto físico más íntimo parece sobrevalorado, mal visto también o sobre todo en el cine, como resultado de esta nueva ola de falso puritanismo inspirada por la generación Z, que después de hartarse de ver porno desde el parvulario, por contraste, siente repugnancia, auténtica aversión ante el decadente espectáculo de dos personas que deciden sellar su amor, o la urgencia de una irresistible atracción, mediante la unión de sus bocas.
Alterio nunca se consideró actor de métodos que solo suelen producirles beneficios a quienes alquilan los secretos de su administración. Hizo de la naturalidad la rutina más adecuada, la expresión más próxima a la sinceridad para insuflarle vida creíble a los personajes que otros habían escrito por él, hasta apropiárselos con la sencillez artesanal de quien simplemente se afana por cumplir con su trabajo.
«Chico, se trata solo de actuar», como le dijo un día Laurence Olivier a Dustin Hoffmann, viéndolo algo acelerado antes de una escena.
Por eso preferiremos siempre al argentino-español antes que al norteamericano. Si un impostado concepto de la fidelidad consiste en la renuncia a interpretar, en realidad nunca se ha sabido actuar del todo. O a lo mejor es que Clooney, en el fondo, es un artista consumado de la interpretación.