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Portada de «Gracia de Cristo. Su sonrisa en los Evangelios» de Enrique García-Máiquez

El Evangelio según García–Máiquez: un Jesús que celebra la vida y sabe reír

La búsqueda de un Jesús sonriente y risueño, en cada uno de los cuatro evangelios, es la trama de Gracia de Cristo. Se adivina la actitud espiritual o vida interior de su autor, como si se introdujera en las escenas al igual que un personaje más.

Abunda una imagen adusta, circunspecta, «seriota», de Jesucristo. El Jesús que predica con ceño fruncido, con expresión tremenda, con aridez del Mar Muerto y palabras ásperas como un viejo papiro o pergamino de Qumran. Durante los últimos tiempos, empero, se ha pretendido divulgar la imagen opuesta. El Jesús que va en vaqueros y que pasea en patinete, mientras teclea mensajes a su grupo de «colegas de Whatsapp». En estas, llega García–Máiquez —un tipo que no pocas veces viaja acompañado de un «palo cortado» para saborearlo con amigos—, y ofrece un libro donde muestra un Cristo que se aleja de ambas caricaturas.
Con actitud de poeta, de profesor de instituto, de lector infatigable y de asceta de barrio, escribe esta suerte de «Evangelio según Máiquez». Porque se adivina que la redacción —aunque suelta, ágil, dicharachera, juguetona, picaruela y humilde— es un destilado artesanal, una fermentación casera de su vida interior. Quién sabe si Máiquez, imitando a ese santo aragonés, hace tiempo adquirió la costumbre de adentrarse en las escenas del evangelio imaginándose que es un personaje. Sobre todo, un personaje del montón, un curioso que se cuela y que observa con fruición cada detalle —como diría Homero, se satura, se embriaga los ojos mirando—.

monóculo / 246 págs.

Gracia de Cristo

Enrique García-Máiquez

Aunque García–Máiquez cita a Ortega y Gasset, a Baudelaire, a Pemán, a Hemingway, a Valéry, Borges, Frossard y, de manera destacada, a Jiménez Lozano, no presenta aquí —nunca lo hace— un ejercicio de erudición y destreza de sabio investigador que habla sólo para entendidos. Procura entrever en cada pasaje de los evangelistas a un Jesús que sonríe, que gasta bromas simpáticas, que disfruta de la vida. Una vida que Él mismo —en tanto que Logos— había creado. La vida de Cristo como una fiesta, en su pura humanidad gozosa. Así lo plantea el propio García–Máiquez: «La encarnación es una fiesta, chin–chin. El vino y el pan y el pez y los banquetes, los corderos cebados. Hay en los Evangelios una insistencia llamativa, feliz, nada anoréxica, ni siquiera dietética, en la comida abundante y en el buen vino».
De este modo, y a lo largo de dos centenares de pequeñitos capítulos —a bote pronto, se antoja que sean dos centenares—, el autor lee el evangelio de otra manera: desde la parábola del trigo y la cizaña hasta la jugosa conversación con la samaritana, o el milagro abundante del agua convertida en vino en las bodas —otra vez fiesta— de Caná. Su interpretación, su glosa, no es, por tanto, ni frívola ni irreverente. Quizá algo ingenua, dice él, como los niños. Niños que juegan y se divierten, que es lo que parece pedir el Maestro.
Tampoco es la lectura del evangelio, según Máiquez, una actividad repleta de glucosa y ángeles regordetes. Es un esfuerzo por acercarse con otras pupilas a los textos que narran las palabras y las obras de Jesús. Como si fuesen textos nuevos. Anécdotas de la vida cotidiana —polvorienta, sudorosa, pero fascinante y henchida de sencillos deleites—, estampas repletas de guiños con que Jesús da punzadas para mover corazones. Por eso, se pregunta —e intenta responder— el autor: «¿Cuántas horas del breve paso de Dios por el mundo se le pasaron oyendo las trivialidades de sus vecinos, las chácharas del pueblo, las tópicas conversaciones y el runrún de la política de entonces?». A fin de cuentas, Cristo, según Máiquez, tenía mucha gracia, mucha agudeza, mucha ironía, era listo y —como anhelaba Nietzsche del superhombre— sabía reír.