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Estreno de la temporada de la Ópera de RTVE, 'Raíces'Cesar Wonenburguer

Apoteosis de Mahler en la RTVE

Pablo González inaugura la temporada de la Orquesta y Coro de la RTVE con una aclamada versión de la monumental Tercera Sinfonía de Gustav Mahler

Si la Orquesta Nacional atraviesa un excelente momento artístico lo mismo puede decirse también de la Orquesta de la RTVE, que acaba de inaugurar con resonante éxito nueva temporada, la última bajo la dirección titular de Pablo González, privado injustamente de una más que merecida renovación. Ojalá acierten ambos conjuntos en la elección de sus nuevos responsables musicales porque de ello va a depender fundamentalmente que la actual senda positiva se consolide y rinda aún más y mejores frutos. Al respecto, y teniendo en cuenta que comienzan a filtrarse algunos nombres muy poco adecuados de candidatos para el reemplazo de David Afkham, no sería ninguna tontería, en cambio, considerar a González como su sustituto posible en la ONE.
Desde luego, el maestro asturiano acredita condiciones de sobra, más allá de que ahora se prefieran perfiles sobre todo mediáticos, que queden bien en las fotos y declaren que Beethoven ya fue un adalid de la sostenibilidad y la defensa del medio ambiente, como puede apreciarse lógicamente en su Pastoral, aunque luego resulten grandes fiascos al olvidarse de lo esencial para lo que fueron contratados, hacer música. Puede que Pablo González no resulte el director más fotogénico, pero a su favor posee sobrados méritos para servir con criterio, rigor y personalidad un repertorio amplio sin descuidar ninguna de sus facetas, desde la música sinfónica hasta la ópera.

La abismal tarea de interpretar a Mahler

La Tercera Sinfonía de Gustav Mahler representa un reto mayúsculo para cualquier batuta; grandes y reconocidos directores se han despeñado por la pendiente de esta abismal montaña plena de escollos con lecturas superficiales revestidas de un falso oropel, una brillantez exterior que no logra ocultar su falta de ideas, la banalidad absoluta. El reto de abordar la monumental Tercera consiste en desentrañarla a fondo sin dejar de escudriñar ninguna de las múltiples sutilezas que la convierten en fuente inagotable de ricas sugerencias, serena reflexión y luminosos destellos de una belleza conmovedora.
William Walton, el compositor británico, afirmaba sobre la misma que «está muy bien, pero no puede decirse que eso sea una sinfonía». ¡Claro que no!, si el propósito declarado de su autor era que el mundo entero cupiese entre sus márgenes, aquí casi desbordados por un torrente de ideas, todo lo irregular que se quiera en su forma, excesiva, la más larga de todas, pero irresistible cuando alguien se lanza a destapar el tarro de sus seductoras, contradictorias esencias con íntima convicción, seguro en el intento.
González ha acertado ahora al frente de una dúctil Orquesta de la RTVE proponiendo una lectura comprometida con sus valores en la exposición de todos los perfiles de esta obra poliédrica como pocas, cautivadora, donde se aprecia en toda su intensidad el singular combate librado entre plenitud y decadencia, símbolo de esa conciencia trágica que también fue sello de Freud, Kafka o Musil. No en vano expresaba Leonard Bernstein, uno de los primeros y más entusiastas difusores del mensaje malheriano, que siendo nuestro siglo (obviamente se refería al XX) el de la muerte, Mahler se había convertido en su profeta musical.

González acierta al frente de una dúctil Orquesta de la RTVE proponiendo una lectura comprometida con sus valores en la exposición de todos los perfiles de esta obra poliédrica como pocas

Arrancó el primer movimiento como una violenta sacudida, procediendo González a demandar de sus efectivos todo el vigor necesario para exponer esos implacables pasajes de marcha en los que la fuerza desencadenada, con precisión militar, se torna pronto en ironía, esa causticidad, esa mueca desesperada que casi de inmediato revela la inutilidad, en el fondo, de acometer cualquier gran empeño. Al final, por más ahínco y determinación que el hombre ponga en realizar las tareas incluso más elevadas, la naturaleza ya se encargará siempre de situarlo en su justo lugar y contexto, de empequeñecerlo devolviéndolo a la inocencia del niño, al eterno asombro ante lo desconocido, su misterioso e incierto destino.
A lo largo de todo el camino inicial, que dura tanto como muchas sinfonías completas, el director mostró, sobre todo, claridad de ideas y concepto, un discurso unificador y vivificante que aportó la imprescindible transparencia: supo iluminar texturas, exponiendo agudamente los contrastes, aquí muy marcados. Mahler dividió su obra en dos partes, por lo que concluida la primera los aplausos del generoso y bien instruido público del Monumental (que siguió prácticamente la hora y casi tres cuartos de ejecución en silencio reverencial) no resultaron para nada extemporáneos.
Después de ese tour de force inicial queda otro tanto, pero salvado el escollo de ese principio pleno de tensión, la vibrante, apasionada lectura de González no decayó un ápice en intensidad ni concentración. La hábil traducción de enigmáticos claroscuros se mantuvo en ese flujo continuo de ideas contradictorias, que a veces nos elevan y otras parecen situarnos al pie del abismo. Dentro de una interpretación de férrea construcción, hubo momentos dotados de una poesía particular: el sutil fraseo del corno de postillón fuera del escenario, con esa cantilena repetida que parece como extraída de una película de John Ford; la sutil atmósfera de misterio que la contralto (una estupenda Stefanie Iranyi) acertó a recrear a partir de los versos de la Canción de la medianoche que Mahler tomó prestada del Así habló Zaratustra, hasta la mágica visión del paraíso que las campanas, con el doble coro de mujeres y niñas (soberbios ambos), anuncian y evocan.

El director mostró, sobre todo, claridad de ideas y concepto, un discurso unificador y vivificante que aportó la imprescindible transparencia

Pero para muchos lo mejor aún quedaba por llegar, ese último movimiento que constituye quizá la apoteosis concentrada de todas las bellezas mahlerianas, ese exquisito manto de delicados colores que el compositor teje y desteje a placer como si nunca quisiera abandonar la tarea, ensimismado en la contemplación de su hermosa criatura hasta que ya no resulta posible seguir demorando el desenlace, calibrando hasta los límites el flujo de la emoción.
Como casi siempre que este «extasiado Adagio de amor», en palabras de Alma Mahler (que no fue su feliz destinataria, si no una novia anterior), se interpreta con la pasión que la Orquesta de la RTVE, dirigida con mimo de sutil orfebre por González, supo transmitir y recrear las emociones se desbordan. Hubo lágrimas y el consiguiente estallido de ovaciones interminables al concluir tan purificador viaje. Todos sus responsables fueron despedidos con ruidosas muestras de aprecio por los aficionados: la orquesta al completo, sus distintas secciones (con merecidas distinciones individuales para las excelsas trompas, fantástico trombón solista, maleable cuerda, concertino…), la contralto, ambos coros (incluido el de niños Sinan Kay) y sobre todo el gran triunfador como sumo sacerdote del hechizo, un exultante de felicidad Pablo González, ante algo más que el trabajo bien hecho.