Morricone sale a la calle
Para el creador italiano de varias de las más populares bandas sonoras de la historia cinematográfica también empieza a establecerse un consenso que lo situaría como uno de los compositores esenciales del siglo XX, a la altura de varios colegas suyos del ámbito de la llamada música clásica
El compositor italiano Ennio Morricone en 2016
Hay quien dice que la música específicamente compuesta para el cine representa el equivalente a la llamada «música clásica» en el siglo XXI. De momento aún está por verse, pero al menos una cosa resulta muy cierta: cuando se programan las suites, los fragmentos escogidos de las bandas sonoras que determinados autores crearon para las películas, pero en las salas de concierto, la respuesta suele ser más entusiasta que durante la audición de las obras de muchos de los herederos actuales de Bach, Mozart, Mahler o Stravinski.
Ocurre, por ejemplo, con Ennio Morricone, nacido el 10 de noviembre de 1928, en Roma. Sus numerosas, variadas y reconocibles aportaciones cinematográficas no dejan de presentarse, siempre con éxito asegurado, sin menoscabo de cuál sea el lugar elegido para la interpretación, en cada caso.
Estos días, sin ir más lejos, el Festival Puccini, un reconocido certamen lírico que cada verano se celebra en Torre del lago para recordar al autor de Madama Butterfly, reserva un hueco entre su amplia oferta de la presente edición para un gran concierto con piezas de Morricone.
Pero no haría falta viajar hasta el corazón de la Toscana para comprobar, hoy, su popularidad. Al mismo tiempo, aquí, cuatro chavales, estudiantes del Conservatorio de La Coruña, han decidido actuar en la calle para mostrar el resultado de sus propios arreglos para cuarteto de cuerda de algunas de las míticas bandas sonoras del prolífico músico italiano.
En los soportales del Teatro Rosalía, próximos a esa misma puerta de artistas que un día franquearon Victoria de los Ángeles y Giuseppe di Stefano para protagonizar, en su coqueto interior, una legendaria Manon de Massenet, estos chicos alegran el paseo de los transeúntes y, a la vez, recaudan algo de dinero en un intercambio muy parecido al de otros tiempos, cuando la gente solía pagar gustosa por aquello que realmente le complacía escuchar. No existía un reconocimiento mayor.
Éxito y popularidad
Algunos entre ese ávido público callejero, improvisado y entusiasta, seguramente se sorprenderán al reemprender, luego, la marcha silbando algunas de las populares melodías que habrán podido identificar fácilmente de los innumerables filmes a los que Morricone imprimió su inconfundible sello (Por un puñado de dólares, Novecento, Érase una vez en América, Los intocables de Eliot Ness, Los odiosos ocho…).
He ahí su grandeza, la razón de su éxito y popularidad. Si, en cambio, estas mismas personas acudieran a alguno de los conciertos que muchos autores actuales suelen ofrecer en fundaciones, museos, pequeños auditoritos y otros recintos reservados, en ocasiones, a la creación más radicalmente contemporánea, fruto casi siempre de imprescindibles encargos institucionales, seguramente habrían olvidado la experiencia nada más volver poner un pie en la calle.
Desde luego, serían incapaces de repetir, siquiera mentalmente, nada de esos sonidos áridos, más pensados para presumir ante el colega de profesión o intentar seducir al crítico que tiene por costumbre mostrar fingido asombro ante lo que se le ofrece como el último, supuesto hallazgo expresivo de un lenguaje solo para iniciados (aunque este hubiese sido el resultado de fusionar los sonidos de una lavadora averiada, un camión aparcando, los gritos de un mandril en trance de súbito apareamiento y el ritmo obsesivo de los tambores de los percusionistas del templo de Kerala), que para revivir una experiencia común compartida, capaz de elevar los espíritus, excitar la imaginación o generar la más breve emoción entre sus oyentes.
Morricone, destinado a convertirse en uno de los compositores esenciales del siglo XX, quería ser médico de niño. Pero en aquella Italia que De Sica tan bien retrató en El ladrón de bicicletas, los sueños infantiles no estaban destinados a cumplirse si no se había nacido en el hogar adecuado.
Por eso, su padre, que se ganaba el jornal tocando en bandas y modestas orquestinas de night-club, en cuanto su retoño pudo sostener el instrumento entre los dedos, le regaló una trompeta y le dijo: «Con eso podrás alimentar a tu familia como he hecho yo hasta ahora». Poco más había que añadir.
Ejemplo de superación
La historia del responsable de la eterna música de Cinema Paradiso es otro ejemplo de superación, del hombre hecho a sí mismo, que supo convertir en Arte, así con mayúsculas, aquel oficio que apenas alcanzaba para llenar diariamente la olla familiar, pero que a él lo transformaría, a través del tiempo, en un hombre rico, reconocido y admirado, destinado a ocupar un lugar aún por determinar en el curso de la historia cultural. Cuando Tarantino, uno de los muchos realizadores que colaboraron con él, lo compara con Mozart, Beethoven y Schubert, alguien seguramente afirmará: «Podría ser, pero para eso aún deben pasar, por lo menos, dos siglos».
Al visionario Morricone, que falleció durante el fatídico 2020, con 91 años, le tocó superar las adversidades propias de su linaje (inexistente), y después imponerse sobre las ilustres mediocridades de su época, aquellas que le aconsejaban no apartarse jamás de la senda de la modernidad impuesta por un par de mandarines y, por supuesto, renegar en toda ocasión del sospechoso éxito popular.
Desde que puso todo su empeño en asistir a las clases de composición que Goffredo Petrasi impartía en la Academia de Santa Cecilia de Roma, su primordial objetivo consistió en trascender aquellas melodías pegadizas con las que apenas se ganaba la vida, tocando en alimenticios bailes nocturnos, para regalarle al mundo otra música algo más elaborada y personal, la suya.
En su caso, al contrario que sus ricos compañeros de conservatorio, no podía permitirse dedicarse a la mera especulación, a la creación para consumo único del reducido ambiente académico cuya experimentación formal, a partir de un lenguaje cada vez más yermo, distante de los gustos de la gente, parecía alejar los sonidos de su espacio natural, los auditorios, para enterrarlos en el ámbito exclusivo de un laboratorio, el cenáculo reservado para la élite de los elegidos.
Consejo paterno
Así que, ateniéndose al consejo paterno de sacar adelante a los suyos con la música, pero sin renunciar jamás a sus propias ambiciones personales, Morricone logró conciliar, de un modo como casi ningún otro compositor de su época, ambos extremos.
Combinó la novedosa radicalidad surgida en Darmstadt (que él experimentaría también a través de su propia agrupación musical, Nuova Consonanza) con las ansias de pura evasión de la canción popular de su época, los grandes «hits» de Mina, Gianni Morandi o Edoardo Vianello.
El dodecafonismo de Schönberg, la música aleatoria se camuflaban hábilmente, sin apenas disimulo, entre inocentes melodías veraniegas como Sapore di sale hasta encarnar una modernidad que lograba satisfacer a propios y extraños, a quienes buscaban la banalidad sin mayores pretensiones, el entretenimiento fugaz, como a aquellos otros que se dejaban sorprender por su capacidad de invención, juego y sutilezas: la cita audaz, la calculada excentricidad que otorgaban a estas canciones un atractivo singular, inesperado y novedoso.
Los académicos, por supuesto, arqueaban las cejas y miraban con asco hacia otro lado, despreciando a Morricone por sus triunfos comerciales también con las películas, cuando este decidió ampliar, seguidamente, la fórmula y llevarla hasta las bandas sonoras, una operación que cosechó unos réditos inesperados.
En cierto modo, venía a cambiar la percepción o, al menos, inauguraba una nueva vía en la que la música y cine se relacionaban de una forma distinta, original.
El séptimo Arte se había beneficiado aun recientemente del talento de gente como los Korngold, Steiner, Hermann, …, compositores sólidos, con enorme talento, que habían aplicado sus apreciables conocimientos académicos a adaptar bellos retablos sinfónicos con los que ilustrar, sobre todo, las historias del Hollywood más clásico.
Pero esa manera particular en la que Morricone hacía de la música, de los sonidos, no un simple comentario más que reforzara las imágenes y diálogos, sino convirtiéndolos en parte integral e indispensable del filme, hasta otorgarle a cada secuencia un sentido preciso o un significado más amplio, pocas veces se había ensayado hasta entonces.
Bernard Hermann sí había alcanzado ya algo parecido en Psiscosis; las grandes obras de Fellini son absolutamente inseparables de las aportaciones de Nino Rota, pero nadie había llegado tan lejos como Morricone al integrar a Girolamo Frescobaldi, un brillante compositor italiano del siglo XVII, con hallazgos similares a los de la llamada música concreta en un «spagueti-western».
No, desde luego, como él; de un modo que le otorgara al resultado otra dimensión, una espesura mucho más rica y sugestiva en sus interpretaciones, en la audaz expresión, pero que a la vez podía cautivar a todo tipo de público con su inmediatez, su espontaneidad, su aparente simplicidad hasta hacerle desear adquirir la grabación de aquella banda sonora para poder saborearla una y otra vez, como de hecho ocurrió.
Ese grado de depuración formal y expresiva, esa síntesis perfecta entre música e imagen que, por momentos, le acerca a la ópera (el director Bernardo Bertolucci llegó a compararlo incluso con Verdi), adquiere rango de maestría absoluta en obras como su monumental trabajo para La Misión, auténtico punto de inflexión en su magnífica, ascendente, longeva carrera.
Fotograma de la película 'La Misión'
Aquel hombre torturado con la idea de que jamás lograría situarse a la altura de su maestro, Petrasi; condenado por el desprecio de sus colegas, que nunca le habían tratado como a un autor serio por su éxito, pudo, por fin, empezar a creerse que su decisión personal de optar por otro camino, esa búsqueda por insertar desde el contrapunto bachiano a las novedades del lenguaje más vanguardista en la tradición popular, precisamente a través del cine, el medio de entretenimiento masivo, de la gente común, empezaba a ser reconocido también entre sus pares, aquellos a los que él seguía considerando los suyos, aunque no hubiese sucedido al revés.
Morricone, un auténtico genio de nuestro tiempo, como ahora comienza a afirmarse en todas partes, con sus profundas contradicciones, representa el triunfo del esfuerzo, la determinación y el coraje.
El sendero apartado que escogió para él, en la música, demuestra que no hay una sola vía impresa en letras de oro, ni obstáculos que no se puedan llegar a superar mediante la tenaz y constante búsqueda de la afirmación personal, contra todo y contra todos, pero fiándose siempre del sentido común, hasta alcanzar el éxito; ese plan que a veces justifica una vida y le otorga sentido y plenitud.