En un momento histórico en el que, en los países de elevado nivel de desarrollo, las expectativas sociales y políticas sobre el papel de la educación no hacen más que crecer; cuando los sectores más informados de la sociedad civil se suman, como nunca antes, a ese movimiento internacional, la búsqueda de un patrón metodológico capaz de orientar los sistemas educativos hacia la mejora, constituye un objeto ineludible de reflexión. Existe suficiente evidencia empírica acumulada como para situar a España en el grupo de países que, para su progreso social y económico y para la convergencia con la Unión Europea, necesita con urgencia mejorar la efectividad de su sistema de educación y formación.
En este contexto, ese heurístico –o recomendación general para resolver un problema– consistente en «aprender de los mejores» es de aplicación al ámbito de la educación; y la Medicina es, sin lugar a dudas, un caso de éxito, uno de los ejemplos de referencia más adecuados para avanzar. Entre los motivos de esta elección cabe considerar, al menos, cuatro tipos de argumentos para el análisis: una concepción antropológica común, una orientación epistemológica eficaz, una profesionalización robusta y una base sólida para la formulación de algunas políticas clave.
La Educación comparte con la Medicina una concepción del individuo profundamente humanista, que se refleja, con toda claridad, en el código deontológico de los médicos, explicitado en el «juramento hipocrático» y en sus sucesivas versiones. Pero es en la parte que concierne al paciente donde se manifiesta el compromiso profesional con el valor superior de la persona, de su dignidad y de su bienestar; así como con la dedicación a su salud, sin importar el credo, el origen étnico, el sexo, la clase social o cualquier otro elemento diferenciador de carácter personal. Aunque, debido probablemente a sus limitaciones como profesión, los docentes no dispongan de un código deontológico explícito, lo cierto es que comparten tácitamente con aquélla un ideal similar en un grado superior al de cualquier otra profesión.
El origen remoto de la Medicina reside en una actividad mágica o religiosa, pero va extrayendo progresivamente de la práctica su base empírica, ordenándola, sistematizándola y transmitiéndola de una generación de galenos a la siguiente, hasta desembocar en las hechuras propias de una ciencia moderna que sirve de soporte a una práctica médica cada vez más efectiva. Es bien cierto que, en ese trayecto, la Medicina se ha beneficiado del progreso de las ciencias básicas y de sus desarrollos tecnológicos. Pero, aun a pesar de la imposibilidad actual de trasponer en sus detalles a la Educación ese recorrido metodológico, sus aspectos generales o de fondo –en el sentido de asumir el respeto por los hechos y los principios de una epistemología propiamente científica– pueden y deben servir de inspiración para la mejora de la Educación y de la eficacia de la acción docente.
El carácter robusto de la profesión médica es causa y, a la vez, efecto de ese avance acelerado de la Medicina que se ha producido ante nuestra mirada, particularmente en los últimos cincuenta años. Una suerte de bucle causal explica este fenómeno, que integra la generación de desarrollos científicos y su incorporación a la práctica médica. Se preserva así esa finalidad profundamente humana de atender, cada vez mejor, la salud y el bienestar de las personas, y de contribuir al bien común.
La definición de profesión, adoptada por el Consejo Australiano de las Profesiones, configura una visión actualizada del concepto en los siguientes términos: «Una profesión es un grupo disciplinado de individuos que se adhiere a normas éticas, se presenta como tal ante la sociedad y es aceptado por ella como poseedor de un conocimiento específico y unas competencias organizados en un marco de aprendizaje ampliamente reconocido y derivado de la investigación, la formación y el entrenamiento a un alto nivel; y que está preparado para aplicar ese conocimiento y ejercer esas competencias en interés de otros». La profesión médica se acomoda tan bien a esa concepción, que muy probablemente haya constituido para los autores un referente privilegiado de la anterior definición general. En todo caso, aporta una base cierta para articular una profesión docente consolidada; cosa que, en España, hasta el momento presente, ni se ha intentado, ni se ha conseguido.
Finalmente, la integración de ese conjunto de componentes decisivos de la profesión médica, que permite explicar el éxito de la Medicina contemporánea, sugiere asimismo una formulación acertada de políticas centradas en el profesorado, cuya calidad constituye, de acuerdo con la abundante evidencia disponible, el factor crítico por excelencia de la calidad educativa y del éxito escolar. La trasposición al ámbito docente del procedimiento de selección y de formación especializada y de postgrado de los médicos, que desde hace más de una década venimos proponiendo con insistencia y que se ha dado en denominar «MIR educativo», es un ejemplo claro de esa fructífera inspiración.
Pero, junto con este aspecto concreto, la profesión médica – considerada en los términos más arriba descritos– alberga una pluralidad de dimensiones de enorme utilidad para alentar políticas públicas que contribuyan a hacer avanzar la educación española hacia mejores resultados y, en consecuencia, hacia cotas más altas de prestigio social.
- Francisco López Rupérez es director de la Cátedra de Políticas Educativas de la Universidad Camilo José Cela (UCJC) y expresidente del Consejo Escolar del Estado