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La educación en la encrucijadaJorge Sainz

¿Por qué se critica a la universidad andaluza?

El futuro de la universidad no se juega en una guerra entre lo público y lo privado. Se juega en la capacidad colectiva para responder a los desafíos reales: el estancamiento del valor económico de los títulos, la regresividad del acceso a las carreras de mayor retorno, la desconexión entre oferta formativa y demanda laboral

La educación superior ha sido, desde mediados del siglo XX, uno de los pilares de movilidad social y progreso económico. En países como Estados Unidos la prima salarial universitaria, es decir cuánto dinero más se ingresaba por haber ido a la Universidad, se convirtió en una prueba empírica del valor económico de la formación académica. Sin embargo, en las últimas dos décadas, esta prima ha entrado en una fase de estancamiento. La brecha entre los ingresos de quienes poseen un título universitario y quienes solo completaron la secundaria ya no crece como antes. Las causas son múltiples, pero no eximen a los responsables de políticas educativas de repensar el modelo universitario en su conjunto.

A menudo, estas reflexiones llegan con años de retraso al debate español. Cuando finalmente lo hacen, lo habitual es que se transformen en trincheras ideológicas más que en debates serenos. El caso de Andalucía es paradigmático: se acusa al Gobierno autonómico de privatizar la universidad, de mercantilizar la educación y de poner en peligro el equilibrio del sistema público. Pero ¿de verdad estamos ante una ofensiva neoliberal que amenaza a las universidades públicas o, más bien, frente a una resistencia corporativa al cambio?

Veamos primero los datos objetivos. En Andalucía, el 93% de los títulos de grado y el 96% de los másteres son ofertados por universidades públicas. Solo una de las 41 universidades privadas de España tenía sede en la comunidad cuando comenzó la presente legislatura. Y, hoy, tan solo una de las nuevas universidades privadas autorizadas ha iniciado efectivamente su actividad. Las demás ni siquiera han empezado a operar. Es más: el 60% de las nuevas titulaciones aprobadas recientemente por el Consejo Andaluz de Universidades corresponden a universidades públicas.

¿Dónde está, entonces, esa supuesta «privatización» del sistema? ¿Qué amenaza puede suponer un 7% de títulos privados frente a un 93 % público? Más aún, ¿qué lógica económica tiene que más de 8.000 estudiantes andaluces se estén marchando fuera de su comunidad para estudiar en universidades privadas, si el sistema público local fuera tan sólido como se proclama? Algo no cuadra en este relato.

La verdadera pregunta es por qué causa tanto escándalo la mera existencia de universidades privadas en Andalucía. El argumento habitual es que el sistema público está siendo asfixiado. Sin embargo, la Junta de Andalucía aprobó en abril el mayor presupuesto de su historia para las universidades públicas: más de 1.750 millones de euros, un 33% más que en 2018. No parece, desde luego, una estrategia de desmantelamiento. El conflicto no parece financiero, sino simbólico y de poder.

Volvamos ahora al caso norteamericano, donde los estudios recientes han identificado una creciente regresividad en la prima salarial universitaria. Es decir, los estudiantes de bajos ingresos obtienen menos beneficios económicos de la universidad que los de ingresos altos. Esta regresividad se explica, en parte, por el deterioro de las universidades públicas orientadas a la enseñanza, frente a las que se orientan a la investigación o pertenecen al sector privado. También influye que los alumnos más desfavorecidos tienden a cursar estudios en centros de menor calidad o en carreras menos rentables, muchas veces por falta de información o por barreras académicas de entrada.

¿Queremos replicar este patrón en España? Por supuesto que no. Pero tampoco deberíamos cerrar los ojos ante lo que ya está sucediendo. No todos los grados valen lo mismo en el mercado laboral. No todos los campus ofrecen la misma calidad. Y, desde luego, no todas las decisiones institucionales responden al interés del estudiante. La negativa a permitir nuevos grados en ciertas áreas, como el deporte o la ingeniería biomédica, no siempre se basa en criterios de empleabilidad, sino en disputas entre universidades que actúan más como gremios que como instituciones al servicio público.

En este contexto, el sistema universitario necesita tres reformas urgentes: más pluralismo, más información y más transparencia.

Pluralismo, porque ningún sistema universitario saludable puede sostenerse sobre un monopolio de facto. La coexistencia de universidades públicas y privadas no solo es posible, sino deseable. Estimula la competencia, favorece la innovación y da más opciones al estudiante. La mayoría de los países europeos con mejores resultados en educación superior, Países Bajos, Irlanda, Alemania, han sabido encontrar equilibrios que no demonizan a lo privado ni idealizan lo público.

Información, porque no basta con aprobar o denegar títulos en comisiones técnicas. El ciudadano tiene derecho a saber qué títulos han sido evaluados, con qué criterios y con qué resultado. La transparencia debe ser simétrica: tanto las universidades públicas como las privadas deben estar sometidas al mismo escrutinio. Si el grado en Ingeniería Biomédica propuesto por una universidad pública no fue verificado positivamente por falta de convenios claros con empresas para la parte dual del programa, eso debe explicarse con nitidez, sin alimentar sospechas de favoritismo hacia otras instituciones.

Y transparencia, porque sin ella no hay confianza. El caso de la preinscripción condicionada a títulos no verificados, que afectó a casi 800 estudiantes, es un ejemplo preocupante. No porque se haya actuado con mala fe, no hay evidencia de ello, sino porque la comunicación con los estudiantes fue poco clara. Las decisiones que afectan a la vida académica de miles de jóvenes no pueden quedar al albur de negociaciones opacas entre rectorados y consejerías.

¿Y entonces, por qué se critica con tanta dureza a la Junta de Andalucía o a la Comunidad de Madrid cuando intentan ampliar o diversificar la oferta universitaria? Tal vez porque se están rompiendo equilibrios que eran más cómodos que justos. La expansión de las universidades privadas no amenaza al sistema público, pero sí interpela su rendimiento. Obliga a las públicas a demostrar que su excelencia no reside en el número de años o de cátedras acumuladas, sino en su capacidad para formar bien, insertar laboralmente y adaptarse al entorno.

Esto no implica aceptar sin más cualquier propuesta privada. La supervisión debe ser rigurosa y los estándares de calidad innegociables. Pero tampoco se puede mantener una cultura del veto preventivo, ni usar la evaluación de títulos como arma política. Si una universidad privada quiere ofrecer un grado con calidad, si supera los informes de la agencia de calidad y cumple con la normativa vigente, no hay razones para impedirlo. Hacerlo sería discriminar no solo a la institución, sino también a los estudiantes que quieran cursar ese programa.

El futuro de la universidad no se juega en una guerra entre lo público y lo privado. Se juega en la capacidad colectiva para responder a los desafíos reales: el estancamiento del valor económico de los títulos, la regresividad del acceso a las carreras de mayor retorno, la desconexión entre oferta formativa y demanda laboral. Combatir estos problemas requiere voluntad política, sí, pero también altura de miras. Y, sobre todo, requiere dejar atrás el miedo al cambio. España no puede permitirse perder el tren de la modernización universitaria por un conflicto ideológico mal planteado. Lo que está en juego no son las cuotas de poder de las universidades, sino el futuro de sus estudiantes.

Jorge Sainz es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Rey Juan Carlos

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