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27 de abril de 2024

Grupo de independentistas catalanes

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El laberinto catalán

27 de octubre de 2017, el día que 65 países dijeron «no» a la independencia de Cataluña

Las 72 horas posteriores son de desconcierto para el independentismo. El sábado por la mañana, Puigdemont se pasea por el centro de Gerona haciéndose selfis y tomando el aperitivo

Viernes 27 de octubre de 2017, tras dos días de dudas, mil presiones por un lado pidiendo que se convoquen elecciones y otras mil quejas más por otro lado, en especial por parte de ERC, pidiendo que se declarase la independencia, Puigdemont termina por convocar un pleno del Parlamento catalán para activar la separación de Cataluña del resto de España que había quedado suspendida por él mismo dos semanas antes.
Al igual que en Astérix en Bretaña, en el que los luchadores bretones a las cinco dejaban de guerrear para tomar el té y los viernes suspendían la lucha para poder celebrar el weekend, tras la declaración de independencia el gobierno catalán se va de fin de semana mientras se convoca un pleno del Senado para aplicar, por primera vez desde la entrada en vigor de la Constitución, el artículo 155 de la misma por el cual el gobierno central asume la gestión de una comunidad autónoma.
El pleno de proclamación de la secesión unilateral fue algo sombrío. A las puertas del Parlament ya no había masas de gente eufórica concentrada como había sucedido el 10 de octubre, y en el interior la tensión entre Puigdemont y Junqueras era evidente. La fechoría ilegal cometida en el hemiciclo ya no había tenido la cobertura mediática internacional de la proclamación de la independencia de inicios de octubre. Y el canto de los Segadors, himno de Cataluña, posterior a la votación en la escalinata del Parlament, pareció más un réquiem que un himno esperanzando en el futuro.
Ese mediodía por el centro de Barcelona algunos coches, pocos, hacían sonar el claxon en señal de celebración pero la exaltación de las semanas previas había dado paso a la incertidumbre.
Esa tarde TV3 puso una cámara fija enfocando al techo del Palau de la Generalitat esperando que fuera arriada la bandera de España, cosa que no llegaría a suceder, mientras a pie de pantalla los titulares iban dando la lista de países que rechazaban la declaración unilateral de separación. En poco más de tres horas 65 naciones de los cinco continentes mostraron su apoyo a la integridad de España y su sistema democrático, entre ellas todos los miembros del Consejo de seguridad de la ONU y la totalidad de los estados miembros de la UE.
La prensa internacional se cebó con el independentismo catalán. Los rotativos franceses de mayor tirada como Le Monde y Le Figaro hablaron de «viaje al absurdo» e «inmadurez política alucinante».
A última hora de la tarde, con el aval de todas las cancillerías del mundo amarrado incluidas Washington y las siempre zascandileantes con el tema como Moscú o Tel Aviv, Rajoy comparece ante los medios y mueve ficha para anunciar lo que ya se sabe que no es otra cosa que la intervención de la Generalitat, y lo que no se sabe que es la convocatoria inmediata de elecciones para el 21 de diciembre.
Un movimiento que pretendía dar la imagen frente a la comunidad internacional de que España respeta la autonomía catalana. Aunque la proximidad de la convocatoria impidió una intervención efectiva de la Generalitat y, a la postre, facilitó la victoria de Cs en un contexto de alta emocionalidad, la decisión de Rajoy tuvo el aplauso internacional y fue un aval para el 155.
Las 72 horas posteriores son de desconcierto para el independentismo. El sábado por la mañana, Puigdemont se pasea por el centro de Gerona haciéndose selfis y tomando el aperitivo con su esposa. Al mediodía hace una declaración institucional, no desde el Palacio de la Generalitat en Barcelona, sino desde la propia Gerona donde él reside. Aunque ahora ese no desplazamiento puede interpretarse como una señal de lo que sucedería poco más tarde, en aquel momento nadie prevé la fuga de Puigdemont.
El gobierno catalán está convocado para el lunes día 30 por la mañana y los consejeros quedan en un bar cercano a la Plaza de Sant Jaume para entrar juntos en el Palau y así dar imagen de toma del poder efectivo pero esa entrada y toma de poder no se llevaría a cabo. Sin advertir a nadie, durante la noche, Puigdemont se monta en un coche y se dirige hacia la frontera francesa a unos 30 minutos de su domicilio.
Para evitar cualquier control policial en la frontera por la Junquera, en la AP7, cosa muy improbable dado que forma parte del espacio Schengen, Puigdemont pasa a Francia por Portbou siguiendo la antigua Nacional II. En el momento de cruzar el punto fronterizo estaba dentro del maletero. Desde Le Perthus, en un viaje nocturno de unas cuatro horas, se dirige hacia el aeropuerto de Marsella donde toma un vuelo a Bruselas, su destino final y donde permanece hoy, cinco años más tarde.
Algunos consejeros cuando se enteran de la noticia siguen a Puigdemont. Es el caso de Lluís Puig, Toni Comín, Meritxell Serret, Clara Ponsatí o Quim Forn. Este último volverá a Barcelona asesorado por sus abogados, otros se sienten engañados por Puigdemont y así lo manifiestan, como fue el caso de Mertixell Borras, hoy directora de la autoridad catalana de protección de datos.
Dos días más tarde, los consejeros habían sido citados en la Audiencia Nacional y la jueza Lamela dictaminó la entrada en prisión de los siete consejeros que habían permanecido en España y se dictó euroorden de arresto para los fugados. Uno de los motivos del auto de entrada en prisión fue el riesgo de fuga. Eso incrementó la brecha entre Puigdemont y los consejeros que habían permanecido en España dado que interiorizaron la convicción de que su entrada en prisión era evitable si Puigdemont no se hubiera fugado.
Tras el indulto del gobierno de Pedro Sánchez, todos los miembros del gobierno Puigdemont que permanecieron en Barcelona tras la declaración unilateral de independencia, estén en política o no, han seguido con sus vidas mientras la de Puigdemont y sus seguidores en Bruselas es cada vez más incierta atenazados por su horizonte judicial y el lento pero inexorable retroceso de su partido, Junts per Cataluña.
A través de Jaume Asens, líder de en Comú Podem en el Congreso, y con un miembro en el gabinete de Pedro Sánchez, el ministro de universidades Joan Subirats, se ha intentado plantear varias veces algún tipo de acuerdo o perdón previo que permita el regreso de Puigdemont. Desde diversas terminales mediáticas del independentismo e instituciones habitualmente próximas al poder en Cataluña cíclicamente se habla de resolver «la carpeta» Puigdemont pero es el propio expresidente, hoy eurodiputado no inscrito, el que se niega a cualquier acuerdo o negociación.
Puigdemont cinco años después de la declaración de independencia –de la que él dudaba y a la que le impulsó ERC con los gritos de Marta Rovira, secretaria general del partido, por los pasillos del Palau de la Generalitat, y los tweets de Rufián comparando a Puigdemont con Judas– vive en Waterloo. Sigue en una ciudad a las afueras de Bruselas para evitar cruzarse con españoles por las céntricas calles de capital comunitaria. Realiza contadas salidas más allá de su limitada actividad parlamentaria al no tener grupo que le haya acogido y mira al futuro con zozobra, tanto por el lento pero inexorable proceder de la justicia como por la salida del poder de su partido que dificultara la financiación de su eterna huida.
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