Submarino nuclear de Estados Unidos
Si quieres la paz… gana la guerra (V)
El arma nuclear táctica
Sin armas nucleares, Europa solo circula con tres ruedas en un mundo donde el respeto se mide en kilotones
Todas las profesiones tienen sus secretos, aunque haya algunas —la militar, en ese sentido, no se diferencia mucho de la del seleccionador nacional de fútbol— de las que todo el mundo cree entender sin necesidad de haber estudiado. Parte de la culpa de que todos nos sintamos a la altura de Álvaro de Bazán o Alejandro Farnesio la tenemos quienes, como he hecho yo en este mes de agosto que ahora termina, nos atrevemos a reducir a unos pocos artículos —largos, es verdad, y pido disculpas por ello— la enorme complejidad de ese fenómeno oscuro e inhumano que es la guerra.
Clausewitz necesitó ocho volúmenes para definir algunos de los axiomas militares que todavía hoy se estudian en las escuelas de Estado Mayor de todo el mundo. Contrasta la extensión del tratado del prusiano con la brevedad de «El Arte de la Guerra», la conocida obra de Sun Tzu. Más que una cuestión de estilo —literariamente, Clausewitz era un tostón— la diferencia entre ambos está justificada por una realidad que no siempre es fácil de percibir desde fuera: la mayor dificultad de la profesión de las armas no se encuentra en la táctica; ni siquiera en lo que hoy llamamos arte operacional —el terreno donde brilló Sun Tzu—, sino un peldaño más arriba, donde se toman las decisiones estratégicas que transforman el poder militar en ventaja política.
Para Clausewitz —y es bueno entender que, en su época, el liderazgo militar y el político eran la misma cosa— el genio del estadista no estaba en su habilidad para engañar al enemigo, como quizá crean Putin, Jamenei y Donald Trump. Tampoco en la cualidad que más admiraba Sun Tzu y que quizá seduzca a Xi Jinping, la de saber vencer sin combatir. Lo que, por encima de todo lo demás, valoraba el prusiano en los príncipes de la época era algo aparentemente más sencillo: entender la naturaleza de la guerra que en cada caso era preciso librar. Kennedy en Vietnam, Bush en Irak y Putin en Siria o en Ucrania —como muchos otros de sus colegas— no parecen haber sido capaces de superar tan alto listón.
Para ilustrar el pensamiento del prusiano con un ejemplo más actual, compare el lector la insultante facilidad con la que la Fuerza Aérea de los EE.UU. destruyó las instalaciones nucleares iraníes con sus bombas guiadas —facilidad que es fruto, no lo olvidemos, de ese sudor en la preparación que tanta sangre ahorra a los militares— con la dificultad de discernir, más allá de la propaganda de unos y otros, si esa era la acción más oportuna para alcanzar los resultados políticos deseados por Washington.
¿Entendió Trump la naturaleza de su breve guerra contra Irán? Quizá mejor que muchos, y por eso se la quitó de encima en un par de días. Pero ¿qué es lo que ha conseguido? Todos hemos visto a las GBU-57 penetrando en las montañas de Fordow como el cuchillo caliente en la mantequilla. Sin embargo, solo el tiempo nos dirá si Irán consigue o no su propio arsenal de armas nucleares… y si los bombardeos han resultado ser freno o acicate de este proceso. Hasta ese momento —y reconozco que soy pesimista en cuanto a la posibilidad de imponer la no proliferación por la fuerza en un mundo donde Rusia abraza a Corea del Norte— no sabremos si debemos aplaudir al presidente de los EE.UU. o afearle su decisión. Con todo, si llegase el momento de criticarle, no deberíamos ser crueles. No olvide el lector que Trump no habrá tenido la ventaja de torear a toro pasado.
Volveremos más adelante al arma nuclear que tanto desea la República Islámica, pero no sin extraviarme antes buscando algún atajo que nos permita llegar a ella entendiendo mejor su enorme complejidad.
Las ruedas del poder militar
Si yo quisiera diseccionar el poder militar, como tan bien hizo Clausewitz, me encontraría con dos dificultades insalvables. La primera, y me adelantaré a reconocerlo antes de que lo hagan los críticos habituales, sería la falta de talento. A lo mejor, como le ocurrió a Pierre Ménard —un personaje inolvidable que debemos a Borges, orgulloso autor de una réplica exacta del Quijote— solo podría igualar al prusiano copiando literalmente su «De la Guerra».
La segunda, todavía más descorazonadora, es que nadie, ni siquiera mis mejores amigos, me haría el favor de leer una obra tan extensa. Y lo entiendo. El afecto podría llegar a justificar hasta quizá las 2.000 palabras de un artículo como este, pero ni una más.
Consciente de mis limitaciones, he abusado de la benevolencia de El Debate para describir, en este caluroso mes de agosto, tres de las ruedas del hipotético vehículo que representaría la versión más actual del poder militar: la defensa de nuestros cielos, el ataque estratégico y, en último lugar, el propio soldado con toda la parafernalia de armas que necesita para vencer en el campo de batalla. Pero, en aras de la claridad —un empeño en el que seguramente he fracasado— lo he hecho como si cada una de las ruedas pudiera girar por separado para llevar a España por el camino de la paz. Y no es así en la vida real.
Hay dos graves simplificaciones en esa metáfora de las que debo advertir al lector. Para empezar, las ruedas del poder militar son mucho más complejas de lo que yo he descrito y tienen infinidad de mecanismos intermedios que no encajan en ninguno de los cajones arbitrarios en los que he tratado de encasillarlos… o, más bien, que encajan en varios a la vez. Las unidades de operaciones especiales, por empezar con el más obvio de los ejemplos, están formadas por soldados… pero compiten con los misiles de crucero para llevar a cabo ciertas misiones estratégicas; y, además, pueden desplegarse en un país enemigo sin contradecir del todo el principio de no poner botas sobre el terreno. El menú de capacidades militares es extremadamente complejo porque la mayoría de los modernos sistemas de armas —desde los misiles a los submarinos— son tan versátiles que el mero hecho de intentar clasificarlos supondría restarles posibilidades.
La segunda de las simplificaciones está en el propio camino. Aunque a casi todos nos gusta pensar que el verdadero fin de las armas es la paz —antes de que lo copiara Pierre Ménard ya lo había escrito Cervantes en su Quijote, y no vamos a acusar al Manco de Lepanto de ceder a la presión woke— todavía hay cierta utilidad en la diplomacia de cañoneras. Los pueblos necesitan hacerse respetar, y sería de ingenuos ceder sin lucha ese espacio político a piratas como los que vemos cada día en los telediarios.
La cuarta rueda: el arma nuclear
Una vez convencidos de que nada en el mundo militar es tan simple como parece desde fuera, podemos llegar con la mente más abierta a la cuarta de las ruedas del poder militar en el siglo que vivimos: el arma nuclear. Una rueda que nosotros no tenemos y, quizá porque no la comprendemos del todo, ni siquiera la echamos de menos. Pero, sin ella —al menos esa es la opinión que quiero defender ante el lector— no podremos circular por algunos de los caminos más difíciles de nuestro planeta.
Como todos sabemos, la bomba atómica nació, como la dama de aquella canción de Cecilia que fue tan popular en los años 70, con un desmedido afán de protagonismo. Quería ser el arma definitiva para ganar una guerra —la del Pacífico— militarmente decidida, pero todavía con mucha tela que cortar.
Su bautismo de fuego, en dos ciudades sin apenas interés militar, todavía es objeto de vivos debates, a menudo trufados de consideraciones extemporáneas. El ataque a objetivos civiles, practicado por todos los contendientes en la Segunda Guerra Mundial, no se prohibió hasta 1977. Sin embargo, el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki fue muy criticado, incluso en los EE.UU., desde el mismo momento en que se conoció la extrema crueldad de lo ocurrido.
Necesario o no, la elección de los blancos del bombardeo —Truman podía haber escogido algún objetivo militar para su demostración de fuerza— dejó clara la verdadera naturaleza de la nueva arma: no se trataba de ganar batallas, sino de sembrar el terror entre los pueblos. Y con esa vocación creció la criatura, multiplicando su poder destructivo y el alcance y la velocidad de sus vectores de proyección hasta que, tan pronto como se alcanzó el equilibrio nuclear entre los dos bloques de la Guerra Fría, el mismo miedo que pretendía provocar la convirtió en un aparente contrasentido: el arma creada para no ser usada.
Desde la crisis de los misiles de Cuba, que conocemos por la versión mitificada que nos ha dado el cine, la humanidad tiende a creer que el arma nuclear tiene un papel exclusivamente disuasorio que se rige por la estrategia, acordada tácitamente por las grandes potencias, de la destrucción mutua asegurada. Si eso fuera toda la verdad, sería algo de lo que bien podríamos prescindir los españoles.
El arma nuclear táctica
Sin embargo, las cosas no son tan simples. Ofuscados por el justificado miedo a un apocalipsis global, no son muchos los ciudadanos europeos que son plenamente conscientes de que el arma nuclear tuvo una hija tardía, de vocación muy diferente. Una hija que no aspiraba a prevenir la guerra por medio del terror, sino a ganarla influyendo decisivamente en las batallas. Es a esa hija, que desde luego se parece a su madre —a veces es indistinguible— pero ha preferido dedicarse a otras cosas, a la que hoy conocemos como arma nuclear táctica.
Supongo que el nacimiento de esta segunda criatura, tan pronto como la miniaturización de las ojivas lo hiso posible, era inevitable. En la mar —un espacio inmenso y deshabitado donde es más fácil despreciar los efectos de la radioactividad— las cargas de profundidad necesarias para hundir los esquivos submarinos nucleares soviéticos, y los misiles y torpedos diseñados para destruir los poderosos portaviones norteamericanos, no tardaron mucho en ceder a la tentación nuclear. En realidad, ni siquiera había otras alternativas para hacer el trabajo.
En tierra, a pesar de que aquí la radiación podía causar más daños al entorno y distorsionar en mayor medida las operaciones militares, también fueron entrando en servicio multitud de cohetes, bombas de aviación y hasta proyectiles de artillería —incluidos los de los ubicuos obuses rusos de 152 mm y norteamericanos de 155 mm— capaces de decidir en minutos la batalla más enconada con unas pocas explosiones atómicas no muy inferiores a la que destruyó Hiroshima.
Es preciso insistir en que tanto la OTAN como el Pacto de Varsovia consideraron con toda seriedad el uso de sus armas nucleares tácticas en sus estrategias de combate, y no solo en las de disuasión. Las dos organizaciones enfrentadas desarrollaron doctrinas que, en su momento, creyeron aplicables. «Respuesta flexible», se llamaba el concepto estratégico aprobado por la Alianza Atlántica, afortunadamente superado. Al otro lado del telón de acero, sin embargo, la doctrina rusa sigue parcialmente vigente y se conoce en los círculos militares occidentales por los efectos que dice buscar. Nada de destruir el mundo —Putin no quiere morir— sino «escalar para desescalar».
¿Tenían razón los estrategas rusos y norteamericanos? La hipótesis de que las armas nucleares tácticas se podrían utilizar en una guerra sin sobrepasar el umbral de la destrucción mutua asegurada —siempre existió el riesgo de que el vencido en el campo de batalla saltara al siguiente nivel— quedó afortunadamente por demostrar… pero también sin refutar. Y en esas estábamos cuando Putin empezó a amenazarnos a los europeos con sus misiles Oreshnik.
La situación actual
Hoy día, es verdad, la mayor parte de las armas nucleares tácticas de la Guerra Fría han sido retiradas del servicio. Sin embargo, no se apresure el lector a celebrarlo. Ya no queda munición de artillería nuclear, pero no porque creamos que no hace falta, sino porque ha sido reemplazada por modernos misiles que, en la mayoría de los casos, tienen alcance suficiente para desempeñar indistintamente papeles tácticos o estratégicos. Entendamos la diferencia: si el blanco es la ciudad de Pokrovsk, en primera línea del frente ucraniano, estaríamos ante un uso táctico del arma que provocaría infinidad de declaraciones de condena en casi todo el mundo… pero es probable que todo se quedara ahí. En cambio, si fuera Londres la ciudad destruida, comenzaría la Tercera Guerra Mundial. En el primer caso, Putin sobreviviría. En el segundo, no. ¿Cuál cree el lector que es el escenario es más probable?
A pesar del sesgo que deliberadamente he dado a la pregunta anterior, la respuesta correcta es «ninguno de los dos». ¿Por qué? Porque, aunque Putin diga lo contrario, la guerra que se libra en Ucrania no es existencial para Rusia. Lo que está en juego es solo el número de kilómetros cuadrados que consigue conquistar el criminal del Kremlin. Por tan poca cosa, no merece la pena enfrentarse a las iras del mundo y a la condena de la historia.
Sin embargo, si fuerzas de combate europeas desplegaran para defender el territorio ucraniano, es posible —solo posible— que la situación diera un giro de 180 grados. No en Londres, desde luego —debo insistir en que Putin no quiere morir— pero sí en Pokrovsk. Lo que está en juego es de tal importancia que basta esa posibilidad para que ningún líder occidental esté dispuesto a correr el riesgo. Ventaja para Putin.
Concretemos. ¿Qué significa todo esto para nosotros, los europeos de a pie? Que en el mundo hay líderes —entre los que está Vladimir Putin— que siguen creyendo que, entre una guerra limitada y el apocalipsis nuclear, hay un escalón intermedio —el de las armas nucleares tácticas— en el que incluso sus desprestigiadas fuerzas convencionales pueden prevalecer.
¿Tiene razón el dictador ruso? Técnicamente es posible… pero ni siquiera importa. Basta que él crea que es así para eliminar de un plumazo el efecto disuasorio de nuestras armas convencionales. Basta que nosotros alberguemos dudas sobre el asunto para que se nos pinchen las otras ruedas de nuestro poder militar. Unas ruedas en las que los europeos vamos a invertir centenares de miles de millones de euros en los próximos años. ¿Tiene eso algún sentido?
Mucho me temo que, fracasado definitivamente el Tratado de No Proliferación —no insistiré más sobre ese asunto concreto, que ya he tratado suficientemente en el artículo «Europa, el arma nuclear y la política del avestruz»— tanto el arma nuclear estratégica como su hija táctica van a ser necesarias para que los pueblos de la tierra puedan hacerse respetar. Es verdad que, sin ellas, el poder militar europeo todavía podrá circular por algunas carreteras del planeta… pero tendrá que resignarse a hacerlo sobre tres ruedas. Como los triciclos de nuestros nietos.