
Apertura de puertas de la XXXVIII Cata del Vino Montilla-Moriles
El portalón de San Lorenzo
Las peñas de Córdoba, el vino y su apagón
Han desaparecido casi todas las bodegas en el casco urbano de la ciudad y las grandes familias han salido del negocio
En los reinos cristianos medievales de la Península Ibérica las ferias y mercados se organizaban de forma muy reglamentada a través de otorgamientos reales de privilegios. Es en el siglo XII cuando en Castilla y León comienzan a desarrollarse los numerosos centros de contratación y comercio que le darán fama, y así, por ejemplo, un siglo después Alfonso X establecería en Sevilla dos ferias anuales, cada una de ellas de treinta días de duración. La gente, incluso del extranjero, acudía a aquellas ferias para comprar e intercambiar mercancías de todo tipo, aunque algunas pronto se especializaron en el comercio de determinados productos, como los relacionados con la lana de algunas ciudades castellanas.
De esta forma se hizo famosa la feria de Medina del Campo, a donde acudió en 1443 doña Blanca de Enríquez, madre de doña Elvira de Herrera y abuela del Gran Capitán, para comprarle a su hija el ajuar de la futura boda que iba a celebrar con don Pedro Fernández de Córdoba, señor de Aguilar, en la localidad de Pedraza (Segovia).
La relación de prendas que esta buena señora adquirió viene perfectamente detallada, con su precio y todo, en un curioso documento recogido por Paz y Meliá en «Documentos del Archivo y biblioteca de Excmo. Señor Duque de Medinaceli. 1ª, serie, histórica (Madrid, 1915)» páginas 49 a 51.

Calle de Pedraza, y al fondo el castillo donde se celebró la boda
Pero todo este mundo tan floreciente cambió radicalmente con el descubrimiento de América en 1492, cuando se desplazaron para siempre los circuitos tradicionales del comercio en torno al Mediterráneo y el Atlántico. Algunas ferias se reconvirtieron como pudieron en ferias de ganado, en un país donde la Mesta aún tendría mucho que decir. Pero aún así, la soledad que transmiten hoy muchas de esas silenciosas ciudades de la inhóspita meseta castellana, con sus palacios y casas señoriales abandonadas, sin apenas población, es reflejo de una riqueza que se fue para no volver.
Aquí, en el sur, las ferias también se orientaron hacia el mercado de ganado, pero se les dio una vuelta desde finales del XIX siguiendo el ejemplo de Sevilla: ahora lo que primaba no era el comercio en sí, que ya se podía realizar en otros sitios sin que un rey lo autorizase, sino la fiesta, la bulla, el disfrute familiar y con amigos, la alegría de vivir...
El mundo de las peñas cordobesas
Y entre el estruendo de los altavoces de las barracas y las casetas, junto a los farolillos de adorno, las peñas cordobesas fueron unos de los crisoles que hicieron despegar a nuestra Feria de Nuestra Señora de la Salud, trasladando al Real cordobés ubicado en la Victoria ese ambiente de amistad y convivencia que destilaban sus reuniones en las tabernas donde se fundaron. Aportaron un bagaje de alegría y amor por las tradiciones que hizo a Córdoba, sin duda, una ciudad más abierta y tolerante, donde sus casetas estarían abiertas a todo aquel que quisiera pasárselo bien.
Para que este movimiento peñístico surgiera y se consolidara con fuerza a partir de los años 40 del siglo XX, pasada la trágica guerra, hacían falta dos cosas fundamentales. En primer lugar, que todo el mundo hiciese tabla rasa e intentara llevarse bien; y en segundo, como un medio único para conseguir lo anterior, hacer uso abundante del lenguaje universal del vino, que al compartirlo de forma adecuada y respetuosa daba al cuerpo y al alma el relax que ni la mejor medicina podía proporcionar, tomando su tiempo reservado entre recuerdos y proyectos en el aire que muchas veces duran lo que el ruido y la aparatosidad de la feria.
Las peñas cordobesas tienen sus comienzos a inicios del siglo XX, y en los años 20 ya hay noticias de grupos que se reúnen de forma regular en las tabernas en torno a una serie de líderes naturales que, por su simpatía, don de gentes y general aceptación, son sus cabezas visibles. Así, el periodista Ricardo de Montis nombra las peñas pioneras de Los 25 Corozos, Los Aviones, El Salero, o Los 99, donde ya estaba involucrado un tal Marqués del Cucharón. Tras la guerra, llega el auge, y entre 1940 y 1980 Córdoba contó con cerca de ciento cincuenta peñas, constituidas por grupos de amigos aunados por coincidencias del barrio, del trabajo o por aficiones comunes. Las hubo taurinas, deportivas, de recreo o simplemente para disfrutar de todo el panorama festivo de Córdoba y de sus tradiciones.
Pero, con el tiempo, ese modelo de peña, básicamente masculino, fue decayendo. Como motivos, quizás, estaban las cuestiones políticas, aventadas desde los tiempos de la bien llamada Transición, que dividieron la convivencia, y a la charla amigable y sosegada se impuso otro tipo de discusiones. Surgieron, además, otros tipos de asociacionismo, quizás mejor vistos desde los políticos. Aparte, desaparecieron muchas de aquellas históricas tabernas, y la que siguieron se reconvirtieron en bares donde los peñistas parecían ya un anacronismo del pasado. Y, en tercer lugar, se produjo la caída del consumo del vino, el elemento de unión. Porque hoy día a las tabernas o bares se suele ir ocasionalmente, los fines de semana, y para comer, no para beber. Lo de ir todos los días tras salir de trabajar para tomarse un medio (o un par de ellos) prácticamente se ha terminado, perdiéndose la confraternidad habitual entre parroquianos, y que sería siempre el germen de las peñas.
Nuestras tabernas
Ricardo Molina Tenor (1916-1968) en un magistral artículo publicado en 1954 en la prensa local, y con el título 'Itinerario por las tabernas cordobesas', nos viene a decir:
“A muchos que se interesan por los factores urbanos que confieren personalidad a Córdoba se les pasó por alto, estoy seguro, algo tan esencialmente cordobés como las tabernas. Otros, en cambio, reconocieron su trascendencia, pero, cohibidos por temor al comentario, optaron por el silencio. Pecaríamos de ingratos, de hipócritas o de frívolamente escrupulosos, si no hiciéramos justicia al tema; si no afrontáramos con simpatía ese factor constitutivo de la ciudad que son las tabernas. Porque la taberna es algo tan imprescindible para explicarse a Córdoba como el gimnasio para comprender la vida de la Atenas clásica. Quitad a Córdoba sus tabernas y la habréis mortalmente mutilado.
Cuando se habla de la taberna a cualquiera que no sea cordobés, piensa al momento en la tasca incivil, jaleosa, descuidada, concurrida por un público de compañía poco deseable. Nada más opuesto, la cortesía, la pulcritud, el mutuo respeto, el trato sencillo y respetuoso, la convivencia tolerante imperan en la taberna cordobesa.
La taberna del barrio es una prolongación del hogar. No siempre se va a ella atraído por el deseo de beber, sino que muchas veces nos atraen allí la partida del dominó, las varias y ocurrentes conversaciones: el ambiente cariñoso y simpático, en suma. En este sentido, la taberna cumple una noble función social, porque es escuela de buena vecindad, de tolerancia, de espontánea y amable democracia humana. Nada tiene que ver con el sentido que tienen las tabernas en otros sitios, que son patrimonio de gentes de baja estopa, moral o social, y lugar de cita de malos bebedores”.
Por citar datos diremos que en Córdoba allá por el 1890 había unas 240 tabernas, y en lugares como la plaza de San Agustín existían seis tabernas, que estaban regidas por: Rafael Ruiz Sánchez, en el nº 14; Rafael Carretero Losilla, en el nº 22; Antonio Ruiz Cabrera, en el nº 32; Antonio Córdoba Pabón, en el nº 29; Antonio González Gómez, en el nº 41; y Francisco Lubián Jiménez, en el nº 47.
Pero desgraciadamente ese mundo que nos describe el poeta de Cántico sobre las tabernas, y las tabernas de la plaza de San Agustín ya pertenecen a la «Córdoba que se nos fue».
Habrá sin duda, muchas tabernas importantes que por historia y categoría, merecen estar en el recuerdo de muchos cordobeses, pero yo quiero citar a una taberna de la que disfruté incluso con mi familia y formando parte de ese ambiente, que magistralmente nos describe Ricardo Molina Tenor con su exquisita y acertada prosa. Me refiero a la Taberna de la Sociedad de Plateros de calle María Auxiliadora.
Aquel tiempo (1960-1995)
En la buena época que conocí en la taberna de la Sociedad de Plateros de María Auxiliadora (1960-1995) el mostrador tenía la mayoría de los días doble fila de clientes, con su catavino en ristre. Entre toda aquella gente se desplazaba, y hacía su negocio, El Chico, popular personaje que realizaba rifas y que se perdía en medio de tantas personas. Además, allí tenían su sede, con sus reservados, las peñas Los Romeros de la Paz (la decana de la ciudad), la Excursionista Cordobesa, Los Bohemios, Los Palomos Deportivos y, más tarde, Los Emires. Pero todo esto ya es historia, igual que la bodega de la Sociedad de Plateros, origen de la taberna en 1931, que tenía las modalidades de Vino de Peseta, el más demandado, Oro Viejo y Platino. Los recintos donde las peñas guardaban sus enseres y trofeos son hoy unas salas más del bar, abiertas a todos los clientes.
El último auge de las peñas en esta taberna fue cuando como encargado estuvo Andrés Granados López, que se hizo cargo de la misma junto a su cuñado Antonio a partir de 1980. Se puede decir que llevaron ese modelo de taberna clásica del vino a su máxima expresión, teniendo buen tacto para convivir con las peñas. Pero, de todas formas, ya empezaba a orientarse hacia nuevos horizontes, y las tapas y raciones comenzaban cada vez más a desplazar al vino, a su vez desplazado por otras bebidas espirituosas. En la Semana Santa de 1994, el último año que estuvieron como encargados, en el Jueves Santo (con la procesión del Esparraguero) Andrés, con el que me sigue uniendo una gran amistad, me comentó que vendieron 1.600 flamenquines, mil kilos de calamares y dos mil kilos de bacalao, acompañado todo de más de 1.300 medios de vino, que suponía aún una cuarta parte de las bebidas. Se rebasó el millón de pesetas de caja. Y al día siguiente, Viernes Santo, como era tradición de respeto, la taberna cerraba.
El vino en Córdoba y en las peñas
Con la Reconquista, desde el siglo XIII está documentado el carácter básico del vino en Córdoba, ya que además de una bebida festiva era un sustitutivo de la carencia de azúcar en las dietas populares. Era de producción muy local, hasta tal punto que cada localidad o pueblo tenía el suyo propio. En la sierra de Córdoba, aunque hoy nos parezca raro, un terreno sí y otro también, lindaban con una viña.
Existían unas ordenanzas del Concejo de Córdoba que regulaban su producción y comercio, y se determinaba el impuesto que pendía sobre él. Los vinos que entraban en la ciudad desde otras localidades tenían que pagar una tasa al pasar por la aduana, ubicada en el lugar donde hoy está aproximadamente el Triunfo de San Rafael. Pero el mercado se regulaba a su manera, y por todos los portillos de la muralla era moneda habitual el contrabando de vino. El descontrol era tal que, por ejemplo, en 1293, estando el rey Sancho IV en Santo Domingo de Silos, tuvo conocimiento de una carta del Concejo de Córdoba que, harto del tema, prohibía la entrada de vino de fuera.
Como usuarias preferentes de tan preciado líquido, al hablar del vino las peñas son dignas de aparecer en escena. Había incluso una que se denominó Los Quince Mediantes (de medio), lo que ya de por sí lo dice todo de por dónde iban los tiros.
En una entrevista realizada en 1954 al presidente de esta peña, Manuel Criado Álvarez (1906-1989), vecino de San Juan de Letrán, éste comentó que fue fundada el 10 de marzo de 1941, y el nombre se debía a una ocurrencia del más veterano, José Tavira. Eran socios Rafael Molina 'Ochavito', Antonio de la Rubia 'Manos Duras»', Manolo Luque 'El Sevillano', Agustín Valverde 'El Gitano' y Francisco Garrido 'El Pensionista'. Estos eran los más conocidos y simpáticos. Luego, ya con nombres más serios, estaban Manuel Pérez, Rafael Pérez, Federico Puentes, Francisco Palacios, Antonio Puntas, Manuel Gómez, Rafael Lara, Francisco Garrido, Rafael Bellido, Santiago Aranda, Rafael Laguna, Francisco Benítez, Emilio Serrano y Francisco Villalba. De presidente de honor tenían, a Luis Aranda Martos el empresario de la madera que llenó la Costa del Sol de carpintería.
Nos contaba este buen hombre que muchas veces en aquellos peroles que solían echar los días grandes de Semana Santa en la famosa finca de Los Morales se gastaban ocho arrobas de vino, o lo que es igual, unos 124 litros de vino. Ahí es nada. También participaban en romerías y en la Feria de la Salud. Y como esta, muchas peñas más hacían abundante uso del vino en sus peroles y fiestas.
Recordando al Marqués del Cucharón
No se puede hablar del vino y las peñas sin mencionar a este personaje de la Córdoba entrañable, significado peñista y bebedor de Montilla Moriles. Siendo yo un niño, en 1954, en una romería a Santo Domingo, estando viendo con mi madre y hermanos el paso de las carrozas en el cruce del Molinillo de Sansueña, donde hoy está el acceso para el barrio del Naranjo, vimos a Alfonso López, el popular Marqués, montado en un borriquillo, sus pantalones remangados hasta las rodillas y un enorme cucharón al hombro. Y se dice que esto dio motivo para que todo el mundo completara en Córdoba su apodo ya consolidado de Marqués (por su elegancia y saber estar) con el de cucharón.
Es bueno recordar que aquel camino al santuario de Santo Domingo, lleno hoy de chalets, estaba entonces plagado de viñedos a un lado y otro de la carretera. Eso nos confirma que, como en tiempos medievales, la sierra de Córdoba todavía seguía teniendo numerosos lagares y viñas familiares. Producían vinos de una sola añada, porque no había capacidad de almacenamiento: el vino blanco torrontés, el tinto piñuelo, el vino de yema, el vino de despensa, el vino baladí blanco… En nuestra Sierra Morena creo que ya sólo se producen, al menos con cierta cantidad, en Villaviciosa, con sus vinos de pitarra, recios y de unos 15 grados.
El apagón de nuestro vino
Tradicionalmente, el vino se consideraba un buen negocio, claro y sin mucho riesgo. Una idea lo puede dar el hecho de que todo el mundo de alcurnia en Córdoba se hacía bodeguero: los Salinas, Diéguez, Aroca, Cruz-Conde, Pérez Barquero, Carbonell, Cobos, Pozo, López, Alfaya, Ramiro, Montes, Alijo, Alarcón, etcétera. Además, su seguridad era tal que formaba parte de los activos de instituciones o montepíos, como la citada Sociedad de Plateros, donde su bodega, que surtía a sus tabernas y al público, era quien realmente mantenía su mutua de socorros mutuos.
Pero los tiempos han cambiado, y el consumo del vino de la tierra ha experimentado un apagón que le lleva a una espiral descendente. En la propia zona de Montilla las viñas son hoy secundarias ante el empuje del olivar, y a este paso la campiña cordobesa va a parecer una prolongación de la provincia de Jaén. Han desaparecido casi todas las bodegas en el casco urbano de la ciudad y las grandes familias han salido del negocio. Sólo se mantiene algo cuando está ligado a la hostelería.
El vino ya no une tanto como antes, y ese espacio de convivencia lo presiden ahora otras bebidas como la imparable cerveza y otras más exóticas. Los cuartos y mesas que ocupaban las peñas los quieren los nuevos taberneros para poner sus raciones de calamares o de bacalao, que es lo que les deja dinero. Y, en el colmo, es hasta difícil encontrar una caseta en nuestra feria que sirva vino de Montilla Moriles. Aún recuerdo una vez con don Manuel Nieto donde éste pidió en un bar un fino de Montilla, y ante la respuesta del camarero de que sólo tenían Manzanilla replicó, con ese carácter que tenía, «¡Pues entonces póngame un vaso de agua!». O cuando un domingo entré en un bar para ver aquellos partidos de fútbol que daba Canal+ por las tardes. Pedí un medio y el tabernero me dijo: «Cuando son los partidos sólo pongo cubatas».
Hubo una época allá por los años de 1950, 60, que cuando los cordobeses iban a Madrid, era costumbre de unos y otros, el llegarse por el restaurante de los Jiménez que estaba en la calle Barbieri, entre otras cosas porque allí se podía beber vino de Córdoba. (Los Jiménez eran de Córdoba y se marcharon a Madrid al principio de los años de 1950, y allí trasladaron su negocio que tenían en la calle Duque de Hornachuelos).
Recordamos, cuando nuestro padre nos enviaba a Casa Matías a por vino blanco (mitad solera-mitad 24), el único vino tinto que había era el de Jumilla que en los calurosos veranos se solían combinar con la gaseosa Pijuan formando aquellos Valgas que tanto refrescaban en el verano. Pero ahora en Córdoba, podemos decir, que hasta en los lugares habituales del veraneo de los cordobeses, nuestro vino blanco de Montilla-Moriles, brilla por su ausencia, y te ofrecen vinos de todos los colores y procedencias.
En una encuesta publicada por un medio de comunicación se les pregunta a una serie de personajes (artistas, catedráticos, y políticos), sobre el carácter senequista de los cordobeses, y respetando todas las opiniones, nos quedamos quizás con la más popular del cantaor, Manuel Moreno Moya 'El Pele', que nos viene a decir: «Córdoba suele buscar fuera lo que tiene dentro», y lo del vino no puede ser una excepción.
Abundando en esta indolencia estúpida de los cordobeses, habría que preguntarles a nuestras autoridades, intelectuales y a la madre que los parió, porque el Tercer Centenario de la muerte de nuestro poeta Luis de Góngora y Argote se tuvo que celebrar en Sevilla en 1927.