Antiguos recipientes de porcelana esmaltada
El portalón de San Lorenzo
Las ollas en aquella Córdoba de entonces
El cocido de garbanzos era la comida por excelencia para las tardes-noches de la mayoría de los hogares populares
En la época de las cartillas de racionamiento en España (1937-1952) había que formar cola hasta para retirar el pan asignado a cada familia. En el horno de San Lorenzo, a los que se colocaban los primeros de la fila el dueño les solía dar de tapadillo una ración de más, eso sí, pagada, pero algo era algo. Ante la demanda de algo tan básico, donde la gente se debía conformar con lo poco que hubiera en ese momento, algunos se quitaban de la cola vendiendo sus cartillas de racionamiento, porque había mucha escasez y se negociaba con cualquier cosa para ir tirando.
Por eso no es de extrañar que en esa España, que trataba de salir de la terrible guerra y el posterior aislamiento internacional, las propias ollas y cacerolas esmaltadas llenasen de ilusión a las amas de casa. Recuerdo que el recientemente fallecido cura de San Lorenzo don Juan Novo montó en el barrio en 1956 (hacía poco que se habían acabado las cartillas) una tómbola llenando los estantes de estas ollas y cacerolas (en depósito), provenientes de la singular fábrica La Porcelana que existía en Las Margaritas, y aquella iniciativa fue todo un éxito.
En la mayoría de las casas de entonces no había agua potable salvo la «dura» del pozo, y como esta última, sobre todo en épocas de sequía, ponía los garbanzos muy duros, según nuestras madres, obligaba a ir a por ella a las fuentes públicas de la ciudad. Allí las mujeres, en una época en donde no había ni móviles, ni radio, ni televisión, aprovechaban aquellos momentos de espera hasta que les llegase su turno para hablar de lo divino y lo humano. Además, no todas las fuentes eran iguales, ya que dependiendo de si el agua de sus caños procedía del precario abastecimiento municipal, muy limitado hasta que se construyó Villa Azul, o de algún venero municipal o privado, la calidad del agua era muy distinta. Así, por ejemplo, las fuentes con Aguas del Cabildo, como la de las Dueñas, eran mucho mejores para cocinar que las que traían su agua desde el venero municipal del arroyo de Pedroches, que surtía a las fuentes de mi barrio y los de esa parte oriental de Córdoba. Por eso, si las mujeres de San Lorenzo disponían de tiempo preferían no ir a la fuente más próxima de San Rafael o a la de la Piedra Escrita (la de la plaza de la iglesia apenas daba agua) e ir hasta las Dueñas, o a la fuente junto al cuartel de Veterinaria que había en Regina o, ya puestas, había hasta quien se plantaba en la fuente de la Palomera.
El cocido
Con esa agua y con las ollas, el cocido de garbanzos era la comida por excelencia para las tardes-noches de la mayoría de los hogares populares. Con la cantidad de ingredientes que se le echan hoy al cocido es hasta una comida cara de poner. Pero en aquellos tiempos eran sólo los garbanzos, una poca berza, un poco de tocino fresco, otro de tocino añejo, y una poca carne de «guapo», si es que había. Se empezaba por remojar los garbanzos en lo que se llamaba «echar los garbanzos en agua al sol”, en cualquier lugar del patio junto a las macetas. Luego, después de fregar los cacharros y los lebrillos de aquella cocina comunitaria, se ponía la olla a hervir, y cuando sonaba en la torre de la iglesia el toque de Vísperas muchas mujeres decían, aliviadas: »Ea, gracias a Dios que ya tengo mi olla hirviendo”. Esa olla se comería de noche como único plato, pero la verdad es que nos sabía a gloria.
La olla del cocido llegó a tener tanta importancia que era un drama perderla. Como muestra lo que nos contaba Rafael Espejo Jiménez, de la familia Churumbaque, que pasó un día de 1948. Unos cuantos jóvenes del barrio entre los que se encontraba él participaban en una fiesta-baile que se daba en la calle de los Frailes como celebración de un bautizo. El padre de la criatura había puesto una vieja gramola para que sonaran unos discos. La casa tenía una zona del patio completamente emparrada, y a algunas parejas acarameladas les gustaba taparse bailando debajo de la intimidad de aquella enorme parra. De pronto, estando así medio escondidos, de una galería corrida en la segunda planta de la casa les sobresaltó una voz que era como un enorme estruendo de pesar: «¡¡La olla, la olla!!» Y es que al pobre Ignacio, que así se llamaba el vecino jubilado tan afectado, le habían quitado de la cocina común su olla del cocido. Como es natural se paró la música y todo el mundo se puso a buscarla. Parece ser que los hambrientos cacos dieron buena cuenta de su cocido y la olla, ya completamente vacía, apareció tirada por la Ronda de la Manca.
La Porcelana, en el barrio de Las Margaritas
La Porcelana, entre dos pasos a nivel
A lo largo del siglo XX se fue perdiendo en Córdoba gran parte de la ilusionante industria que se instaló a finales del XIX o a primeros de ese siglo. Muchas son las razones que se podrían argumentar para justificar este deterioro económico del tejido y la iniciativa privada que nos han convertido en una ciudad donde sólo proliferan los bares, el reparto de paquetería, los parados subsidiados y la gente pidiendo o durmiendo en la calles. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia. Solamente nos vamos limitar a recordar los hechos concretos de una empresa de estas desaparecidas, la Sociedad de Utensilios y Productos Esmaltados, popularmente conocida como La Supe o La Porcelana, fundada en 1900 en Las Margaritas (un barrio encajonado entre pasos a nivel) y que sólo cuatro años más tarde, el 12 de mayo de 1904, llegó a ser visitada como referente de la modernidad industrial por el Rey Alfonso XIII en su visita a Córdoba.
Esta empresa generaba una importante cantidad de puestos de trabajo, siendo el almacén cordobés de hierros Almacenes Roses uno de sus principales proveedores, ya que les suministraba toda la gama de chapa que necesitaban para sus productos, entre ellos sus famosas ollas que hacían las delicias de las amas de casa. Esta relación empresarial me la contó Antonio Blanco, vecino de la calle Zarco y socio ilustre de la clásica peña de San Agustín Los 14 Pollitos, que fue durante muchos años un eficaz encargado de estos almacenes en su sección de ferretería.
Aparte de Antonio, conocí a bastantes de mi barrio que pertenecieron a la plantilla de La Porcelana. Todo se debió a la mano de don Santiago Muñoz, un alto responsable de esta empresa residente en la calle Roelas número 5, y que a instancia del párroco colocó a muchos de sus vecinos. Entre estos trabajadores estaban Manolo Santos, padre e hijo; Antonio Camacho, al que calificaban El Financiero; Antonio Dávila ‘Manos Negras’, Manolo Sanz ‘El Loli’, Manolo Repullo, Manuel Rodríguez, Fernando Sánchez ‘El Nano’, Enrique Pozo ‘El Cascarilla’, el célebre Matías Prats de la calle Montero, Rafael Navarro ‘Finito’, Eulogio Martínez, Domingo Cantos, Ricardo Antúnez ‘El Sopla’, los hermanos Ríos, Antonio Cañas, etcétera. Esta lista incompleta es un ejemplo del impacto de La Porcelana en San Lorenzo. Para rematar, gran parte de ellos se reunían en Casa Armenta, taberna situada en la plaza de la Iglesia, como prolongación de su jornada laboral.
En el año 1965, un año después del triste cierre de La Porcelana, coincidí con un apesadumbrado Santiago Muñoz, que estaba en compañía de una de sus tres hijas en la taberna del Candy de la Fuenseca. Allí solía acudir todos los miércoles a la tertulia que tenía lugar en la peña El Cucharón. Recuerdo que nos dijo que la aparición de los dichosos plásticos, y la falta de modernización de las instalaciones, los había condenado.
Aparte, aunque no nos lo dijera, también sabíamos que la dedicación laboral de algunos pocos trabajadores no es que hubiese sido modélica que digamos. Abundaba el absentismo por los motivos más peregrinos. O como un trabajador que conocíamos cuyo encargo trabajo consistía en cruzar todos los día la barca de la Ribera para llegar al Barrio Chico del Campo de la Verdad y entregar los presentes con los que un importante técnico de la empresa obsequiaba a su ‘querida’ que allí vivía. Realizada esa ‘dura’ labor, cogía la barca de vuelta a San Lorenzo y ya terminaba su jornada de trabajo.
El caso es que, por los motivos que fuesen, las añoradas ollas de La Porcelana ya dejaron de fabricarse en nuestra ciudad.
La cocina de petróleo
En los años 50 aparecerían las cocinas de petróleo y la gente empezó a equiparse con aquellas modernidades que, se decía, permitían cocinar en menos tiempo. En la plaza de Cedaceros se encontraba La Meca de esta novedad, con cocinas de todos los tipos y colores. No obstante, como no todo era un camino de rosas, el problema sería ahora el petróleo, que al principio era un bien escaso, por lo que había que formar unas colas impresionantes para adquirirlo. Parecía que nos había gustado aquello de las filas interminables con las cartillas de racionamiento.
Recuerdo que en la calle Santa María de Gracia, en lo que fue la barbería de Juan Navarro (que luego abandonó este oficio y se colocó de portero del Circulo de Labradores) se instaló un despacho de venta de petróleo que estaba más tiempo cerrado que abierto. Para formar la cola previa a su apertura, cualquier lata pequeña, una piedra, o lo que fuese, servía «para guardar la vez». Muchas veces los chiquillos hacíamos de encargados para guardar su sitio a cualquier vecina que luego nos daba una propina. Cuando llegaba el encargado del despacho antes de entrar oteaba el horizonte, y en función de la gente que había establecía mentalmente un cupo para todos.
Una cocina de petróleo
El dueño del establecimiento era un guardia civil retirado que vivía en Cañero, en la primera calle a la derecha, muy cerca de donde vivían la familia Olmo que tenía a su cargo el bar de la Universidad Laboral. Por fin, con el paso del tiempo aumentó el suministro de petróleo, que ya se repartió incluso a domicilio. En San Lorenzo el que lo repartía con su triciclo era Rafael Aroca, un vecino de Ruano Girón en la casa de Cantillos.
Estas cocinas apenas durarían una década, pues desprendían un olor muy asfixiante a gasoil, llegando a meterse el dichoso aroma insoportable hasta en la comida que luego no se podía quitar. Por eso hubo quienes que se negaron en rotundo a utilizar este tipo de cocinas modernas y siguieron con las de carbón, y el hecho es que al final tuvieron razón.
El estraperlo y la escasez
En esos tiempos de tanta carestía, en la pintoresca calle Ocaña, una calle frontera entre San Lorenzo y San Andrés, poblada en la antigüedad por bastantes moriscos según el padrón de 1578, el propietario de una casa se dedicaba el estraperlo. Entrabas y allí veías gloria bendita, todo lo que se pudiera desear y consumir como chorizos, morcillas, y toda clase de chacinas, así como cubiletes apilados, unos contra otros, llenos de melocotones, membrillos, tomates y otras frutas y verduras. Desgraciadamente, en 1955 una tragedia personal terminó con este hombre y hubo que utilizar parte de los cubiletes para bajarlo de donde se colgó.
Otros domicilios más que recuerde se dedicaban también al estraperlo, que no se limitaba a la comida o al típico tabaco, sino que llegaba incluso al comercio de la penicilina que entraba de contrabando desde Gibraltar. Casi todo el mundo sabía, a dónde acudir, por lo que no sé si es que las autoridades hacían la vista gorda para al menos dejarles esta válvula de escape donde conseguir lo que no era posible en el mercado normal.
El caso es que con el bloqueo que nos hicieron tras la guerra de 1936-39, y con un campo aún mal organizado, muy dependiente de las lluvias y sequías, todo eran dificultades en los suministros más básicos de alimentos. En contradicción con lo que suele ocurrir ahora, cuando todo el mundo es sensible (o al menos lo aparenta) ante estos bloqueos que castigan a las personas inocentes que viven en un país, entonces parecía que no le importábamos a nadie, salvo a países contados como la Argentina de Perón (aunque no fuese gratis su apoyo, se le pagó religiosamente).
En esta dura situación, con lo poco que tenían, con sus fatigas, la generación de mi padre y sus vecinos, Miguel Morrugares, Francisco Serrano, Gabriel González, Mariano Páez, Carlos Velasco, al igual que el resto de vecinos de la calle, y los trabajadores de toda Córdoba, como mis futuros compañeros de fábrica Antonio Ávalos, José Casas, Juan Gómez, Puerto Hidalgo, Justo Cerezo, Rafael Becillas, Antonio Hernández, Manuel Losada, Blas Pérez, Conejo Córdoba, y tantos y tantos, muchos de los cuales en su fuero interno no podían ni ver al capitán del barco que era Franco, pero se decidieron por echarse la manta a la cabeza y trabajar como fuese, a echar interminables horas extraordinarias, para ayudar a mantener a flote ese pobre barco llamado España, donde en su bodegas, a ras del agua, estaban los más desprotegidos.
La ayuda norteamericana
Tendrían que ser los denostados norteamericanos (aparte del bloqueo, la guerra de Cuba no estaba muy lejana en el tiempo), quienes, sopesando el anticomunismo de Franco en un contexto de Guerra Fría con la URSS, dieran un paso adelante tras la triunfal visita a nuestro país de Ike Eisenhower en 1953, tras la que comenzaron a entrar en España cantidades apreciables de leche en polvo, mantequilla, carne y queso americano con los que tratar de cubrir las necesidades básicas de la juventud española. Así, la leche americana empezó a llegar de forma masiva en unos bidones de cartón fuerte que se distribuyeron por todos los colegios y centros benéficos. Y es curioso que de estos bidones de leche tan importantes para la infancia y juventud española (fue como mano de santo para acabar con las crónicas pupas y sabañones) no quede ningún recuerdo fotográfico, o al menos yo no lo he encontrado.
Nutrida por fin con esta ayuda alimenticia, mejor preparada conforme el analfabetismo disminuía, la juventud de entonces dio un salto adelante, se puso manos a la obra y se dedicó, siguiendo el ejemplo de sus padres, a trabajar con una fuerza laboral como nunca se ha hecho en este país, lo que unido a la entrada de capitales extranjeros dio lugar al milagro económico de los años posteriores, de cuyos réditos aún seguimos viviendo.
El contubernio de Munich
Pero ni por esas nos dejarían en paz. La oposición burguesa en el exilio, prácticamente toda de clase muy acomodada, (ninguno lucharía en la guerra) seguía queriendo recuperar el poder, llegando a reunirse en 1960 en la ciudad bávara de Munich (Alemania) nada menos que 118 ‘próceres’ pertenecientes a grupos políticos dispersos que pidieron a las instituciones europeas que le negasen todo apoyo a España, y con ello, de rebote, a los sufridos españoles que estábamos dentro de ese barco, donde la gran mayoría no habíamos conocido nada de la guerra y de la cual nuestros familiares mayores no querían ni hablar. A aquella reunión de notables alejados de la realidad, a aquel dislate, los únicos que no asistieron fueron los del PCE, seguramente porque al estar en contacto con la gente en el día a día dentro de España, y no en torres de marfil, interpretaron, con razón, que todas esas reuniones eran absurdas.
Uno de los organizadores más destacados de este acto de Munich fue don Salvador de Madariaga y Rojo (1886-1998), destacado liberal, profesor, diplomático y ministro de Instrucción de la República. También tío de los después famosos hermanos Solana del PSOE. Curiosamente, fue la persona que le sugirió a un tal general Francisco Franco, antes de que estallara la guerra, su concepto de la Democracia Orgánica, como una forma original de organizar el Estado para solucionar el caos montado por los partidos políticos y que hacían ingobernable a España en aquella II República. Pero el talentoso profesor, quizás porque Franco una vez alcanzado el poder ni tan siquiera le consultó cómo implantar su idea, se enfadó, y empezó a hacerle la oposición a Franco al que había considerado la única persona posible de llevar a cabo su brillante idea.