La verónicaAdolfo Ariza

Una nueva gramática de la existencia

«De ahí la impresión de un hipermercado espiritual rico en todo tipo de ofertad donde cada uno debe encontrar su propio bien».

Actualizada 23:48

No sé si es ya un lugar común el hablar de «una nueva gramática de la existencia» pero lo que sí que es fácilmente asumible por todos es que comprendemos nuestra vida desde unos factores distintos a los que pudieron preponderar en otras épocas. Por lo pronto, lo digital nos configura en una nueva forma de comprender las esferas pública y privada generando una nueva articulación, mucho más compleja que antes, entre las dimensiones individual y colectiva de nuestra existencia. De este modo cualquier tipo de jerarquía queda en entredicho, nos volvemos tremendamente pragmáticos y nos experimentamos en la más absoluta soledad a la hora de elegir entre las distintas opciones vitales que se nos ofrecen. Además, conviene no dejarse seducir en el neón de una supuesta sociedad del espectáculo que en realidad es más bien la sociedad de la vigilancia y de una disciplina que moldea a los individuos para darles la forma que le conviene: al de consumidores dóciles, productivos y obedientes al mercado.
Asistimos a lo que el teólogo francés Denis Villepelet llama «un eclipse sociocultural de los dioses y los absolutos de todo tipo» (Le labyrinthe de la postmodernité, 194). Además, cualquier certeza es sospechosa, al igual que cualquier gran interpretación del mundo. Si la búsqueda del sentido no ha desaparecido, aquí también prevalece la soledad en esta búsqueda en la que cada persona debe encontrar su propio camino y buscar la realización en solitario. Y sin embargo se abre camino a pasos agigantados una tremenda paradoja: el declive de las instituciones religiosas históricas va acompañado de lo que cabria entender como un «resurgimiento de lo sagrado», pero de un «sagrado anónimo y sin Dios» (nuevamente Villepelet en la obra citada). De ahí la impresión de un hipermercado espiritual rico en todo tipo de ofertad donde cada uno debe encontrar su propio bien. En la raíz de este supuesto pluralismo está la tentación de construir una propia religión privada, libre de cualquier obstáculo institucional.
Para el sociólogo Zygmunt Bauman, esta multiplicidad de creencias e ideas, la construcción de la propia identidad por elección, una identidad que debe reajustarse constantemente porque nunca se adquiere definitivamente, define lo que se ha venido en denominar una «sociedad líquida» (Liquid Modernity). Precisamente una sociedad líquida es aquella en la que domina la disponibilidad, la intercambiabilidad y la exclusión; una sociedad en la que «está implícito que siempre se parte de cero, que no hay lecciones que aprender del pasado, que toda experiencia adquirida es inútil». En este sentido y orden de las cosas el Papa Francisco ha sido muy explícito en su reciente carta apostólica Desiderio desideravi: «En la posmodernidad, el hombre se siente aún más perdido, sin referencias de ningún tipo, desprovisto de valores porque se ha vuelto indiferente, huérfano de todo, en una fragmentación donde parece imposible un horizonte de sentido. Esta posmodernidad sigue lastrada por la pesada herencia de la época anterior, a saber, el individualismo y el subjetivismo» (Desiderio desideravi, 28).
En medio de toda esta vorágine de profundos cambios antropológicos se llega a replantear radicalmente la relación entre los seres humanos y la naturaleza, las máquinas y los animales; incluso se cuestiona la diferencia entre hombres y mujeres y la identidad corporal. Así las cosas, se llega a sostener que el cuerpo es un obstáculo, la muerte es un error y el ser humano es un concepto anticuado.
En definitiva: «Es la pérdida sucesiva de vínculos de pertenencia hasta quedar recluidos en la cárcel de nuestras preferencias» (Armando Zerolo, Época de idiotas. Un ensayo sobre el límite de nuestro tiempo, 123).
¿Merece la pena seguir conjugando en esta gramática de la existencia?
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