Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

Abriendo ojos

«Se comprende a la perfección que el globalismo, al diseñar su estrategia publicitaria, y tiras de papel pegajoso para atrapar los mayores enjambres de incautos, escoja el paradigma comunista».

Actualizada 05:00

El mundo, desde siempre, lo han gobernado las ideas y las élites. Buenas ideas, derivadas del uso constructivo de la inteligencia, la decencia moral, la generosidad hacia el prójimo y el humanismo; o malas ideas, nacidas del apetito depredador, la ambición codiciosa, el orgullo herido y el deseo de venganza. Élites meritocráticas, que emergen del talento, la excelencia, el esfuerzo continuado y la altura de miras; o élites que conforman redes criminales, conchabadas para alcanzar y mantener finalidades viles, que se camuflan bajo palabrerías sedosas y falsas promesas.
Los polos del bien y del mal son abstracciones realmente existentes, como era realmente existente el comunismo soviético, maoísta o cubano, genuinas depravaciones de las que emergieron, con letal denuedo y objetividad estadística, asesinatos, humillaciones, miseria material, persecución del libre pensamiento y estabulación del ser humano. Pero, a diferencia de las crueles y sanguinarias plasmaciones del delirio socialista, una vez que las mismas han logrado ser irreversibles, no resultan dichos polos reconocibles de antemano para el común de las gentes. Bien al contrario, el polo del mal se caracteriza ante todo por su capacidad de seducción, de apelar a los bajos instintos, de vender mercancía averiada, de halagar el resentimiento y los complejos de inferioridad; mientras que el polo del bien, como las carreras universitarias más difíciles, los planes de entrenamiento para ganar un oro olímpico sin hacer trampas o los requisitos para crear una obra relevante, apenas transmite la enseñanza de que el éxito ha de ir precedido del trabajo, el premio del merecimiento y el descanso reparador de la previa abnegación. Justo lo que no gusta oír.
La democracia es el régimen menos malo, aunque al célebre decir de Churchill algo bastante deficiente (obviamente pensaba en una democracia al estilo británico, y no en lo que nuestros progresistas entienden por democracia, que se acerca más al concepto de arbitraje del actual Fútbol Club Barcelona, tan indigno de esos colores). Algo análogo cabría decir del liberalismo, que es la doctrina politológica menos mala, aunque porte en su seno la semilla de lo nefasto, consistente en permitir su propia destrucción a manos de los que, por falta de supervisión, hacen un uso criminal de las posibilidades inherentes al sistema.
Pero no parece vayan a provenir nuestros problemas ni de una democracia parasitada hasta la degradación por zopencos, caraduras, engreídos, viciosos y ladrones, ni de un liberalismo incapaz de arreglárselas para combinar la iniciativa individual con la preservación de ciertas normas transparentes y vinculantes que garanticen la supervivencia del buen orden. Sino, una vez más, de las élites. En este caso, de las que han prendido ese arito de colores en la solapa a sus mayordomos, y que estos lucen tan ufanos como si fuese el sello de la mejor ganadería del planeta, sustitutorio de cualquier patriotismo nacional.
Se comprende a la perfección que el globalismo, al diseñar su estrategia publicitaria, agenda, organigramas, pautas de organización social y tiras de papel pegajoso para atrapar los mayores enjambres de incautos, escoja el paradigma comunista. En consonancia con su utopismo infantiloide («no tendrás nada y serás feliz»), la izquierda invariablemente ha garantizado sometimiento sin escapatoria, división en dos únicas clases --los que mandan y los que obedecen--, adanismo distópico para crear el «hombre nuevo», exterminios masivos, «verdad» única y oficial, y ese viejo totalitarismo panóptico, invasivo, sin el menor resquicio para la intimidad.
De ahí, naturalmente, el odio salvaje a las fuerzas, las estructuras y el sustento espiritual que el globalismo-leninismo identifica como rémoras: la familia, el cristianismo, el conocimiento histórico, la civilización occidental, la alta cultura, el respeto a la biología, las tradiciones consagradas por los siglos. De ahí, evidentemente, su obsesión con el posthumanismo, la clonación y la cosificación de las personas, el ansia por destruir la sexualidad y el amor, el tenaz empeño en propagar una siniestra herejía urdida en sus calenturientas mentes. Infinidad de amigos decentes, progres a machamartillo, intuyen lo que viene, captan la peste a cadaverina; pero prefieren que sus seres queridos sean aniquilados, como ellos, antes que admitir que llevan décadas apostando por una idiotez. Vienen tiempos interesantes, en los términos de aquella antigua maldición china. ¿Podrán las élites plutocrático-marxistas esclavizar al pueblo sano?
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