La verónicaAdolfo Ariza

Octavo Día

Actualizada 05:00

La sobreabundante luz del Octavo Día tendría que esclarecernos puesto que el acontecimiento que llena de sentido nuestras vidas – la Resurrección de Cristo - tiene lugar en el octavo día, el día primero de la nueva creación por el que «la luz de Cristo resucitado, que rompe las ataduras de la muerte y alza de las tumbas a los muertos, y liberando a los reos confesos de sus sucias faltas, limpia por el baño de aguas purificadoras» (De ahí que este fragmento de la inscripción del baptisterio de la Iglesia de santa Tecla en Milán, atribuido a san Ambrosio, justifique la forma octogonal del mismo baptisterio). Este simbolismo del número ocho ya está atestiguado en la Primera Carta de Pedro a través del arca construida por Noé «en la que unos pocos, es decir ocho personas, fueron salvados a través del agua» (1 Pe 3, 20).
San Hilario de Poitiers (315-367) se hace eco de esta riqueza cromática en un número: «Sería prolijo si quisiéramos dar cuenta ahora del número ocho: de cómo es que son ocho las bienaventuranzas en Mateo, de cómo es que cada una de la letras [iniciales de los párrafos, en las que se dispone alfabéticamente] del salmo 118 contiene ocho versos, de cómo es qué los salmos graduales son quince – de cómo es que son siete y ocho -, de cómo es que dice Eclesiastés: ‘Dad su parte al siete y dad su parte al ocho’, de cómo en Ezequiel la puerta oriental [del templo] tiene por un lado siete peldaños y por otro ocho peldaños. Es largo de explicar cómo es que entre los hijo de Jesé el que recibió el Reino es David, el octavo. He aquí lo que en este momento se afirma sobre la octava: es precisamente en la octava en la que hemos recibido el Reino de los cielos» (Hilario, Initium explanationis de psalmis VI et VII).
Pero hay, entre los numerosos testimonios de los Santos Padres que explican el simbolismo del número ocho, un testimonio que llama la atención por su peculiar comentario. Se trata del comentario propuesto por Tertuliano (160- 220) en su obra El alma. De Tertuliano – al que no en vano puede llegar a considerarse no el fundador del latín cristiano pero sí el creador del latín de la teología cristiana - cuenta el mismísimo san Jerónimo (De viris illustribus, 53) que san Cipriano de Cartago tenía tal estima por sus escrito que lo leía diariamente y, cuando quería hacerlo, se limitaba a decir a su notarius: «¡Tráeme al Maestro!».
El peculiar comentario relaciona a los «sietemesinos» con la creación y a los «ochomesinos», que no sobreviven al nacer, con la eternidad. De ahí que comience Tertuliano por preguntarse por qué razón un niño nacido prematuramente en el séptimo mes después de la concepción era capaz de vivir, mientras que uno de ocho meses muere con mayor facilidad. El texto habla por sí mismo: «Nacemos en un numero de tiempo igual al número de la disciplina en que renacemos. Pero, como el nacimiento está ya a punto en el séptimo mes más fácilmente que en el octavo, también le concederé el honor del sábado, de modo que el día en que fue inaugurada la creación de Dios, en ese mismo mes se hace a veces salir a la luz la imagen de Dios. Se ha concedido al nacimiento anticiparse y, sin embargo, salir suficientemente al encuentro de la hebdómada [los siete meses] en presagio de la resurrección, el descanso y el reino. Por esto la ogdóada [los ochos meses] no nos crea» (Tertuliano, El alma, 37, 4).
La manera en la que Tertuliano entreteje el número ocho en su tratado presupone que para sus lectores y oyentes era corriente el número ocho como símbolo del mundo del más allá y de la bienaventuranza eterna. Luego la ogdóada significaría aquí la eternidad, que se inaugura con la segunda resurrección y el juicio.
En cualquier caso, y contando con la audacia y originalidad intelectual de la comparativa, conviene reconocer en el pensamiento de un autor como Tertuliano un dato tan fundamental como que «la antigua tradición de la Iglesia nunca ha separado el bautismo de la experiencia del Espíritu, como ha sucedido demasiado a menudo desde hace algunos siglos. Una cosa llevaba a la otra conforme a la lógica de la vocación cristiana» (M.-J. Le Guillou, Los testigos están entre nosotros, 106). Desde aquí se entenderá una de las praxis más arraigadas del catecumenado tal y como queda reflejada por el mismo autor: «Aquellos a quienes pertenece la función saben que el bautismo no debe ser confiado a ciegas. […] Al contrario, más bien hay que tomar en consideración: No deis lo santo a los perros ni echéis vuestra perla a los puercos» (De Baptismo 18, 1).
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