La verónicaAdolfo Ariza

Ojos de Semana Santa

Actualizada 05:00

Él no frecuentó la carrera oficial pero es seguro que te advertiría con respecto a unos «ojos groseros» que no ven y unos «oídos duros» que no oyen. Es más, para él no era «posible acercarse a la Verdad sin acatamiento de la misma» (J. H. Newman). Lo que te brinda la tradición que revive cada Semana de Pasión, de seguro, quiere recordarte que «al corazón se llega comúnmente no por la razón, sino por la imaginación, por impresiones directas, por el testimonio de hechos y sucesos, por la historia, por la descripción».

Piensa y detente a reflexionar, por un momento, trascendiendo los bullicios y la necesidad de perpetuar esas imágenes en tu móvil: «¿Qué otra cosa son estas grandes festividades sino comentarios a las palabras ‘El Hijo es Dios?’ Y, no obstante, ¿quién se atrevería a decir que tienen la sutileza, la aridez, la frialdad de la mera ciencia escolástica? ¿Se dirigen al entendimiento o a la imaginación? ¿Excitan el interés de nuestras facultades lógicas, o bien encienden nuestra devoción? ¿Por qué nos sucede a menudo que no nos hallamos preparados para tomar parte en estas festividades, sino porque no somos lo bastante buenos, porque el dogma es en nosotros una mera noción teológica y no una imagen viviente dentro de nosotros?» (J. H. Newman).

Créeme cuando te digo que a tus ojos – puede que hasta incluso en su versión alérgica – lo que les falta es Belleza. Ya decía el mismísimo Platón que la Belleza es la cualidad por la que una cosa se constituye en posible objeto de amor. Y también San Agustín abundaba en este sentido: «Solamente se ama lo bello […] no podemos amar más que lo bello» (Confesiones 4, 13). Si es cierta la vieja afirmación que dice pulchrum est quod visu placet, bello es lo que al contemplarlo gusta, entonces no puede darse evidentemente verdadero amor sin una contemplación aprobativa que no todavía piensa en absoluto en «poseer». Luego ejercítate en estos días en este ejercicio de contemplación y recuerda que a los «bueno» y a lo «verdadero» se llega, normalmente, a través de lo «bello».

Igualmente en esta especie de ejercicio mental será necesario redescubrir el valor de la sencillez. Esta sencillez, eso que en el Nuevo Testamento se llama simplicitas, no es en el fondo otra cosa que la confianza en el amor. Una de las protagonistas del Diálogo de Carmelitas de Bernanos, la priora, lo expresa así: «Y, para resumirlo todo en un concepto, que jamás se halla en nuestros labios a pesar de que nuestros corazones no lo olvidan, siempre pensad que vuestro honor está al cuidado de Dios. Dios ha tomado vuestro honor a su cargo. Se halla más seguro en Sus Manos que en las vuestras».

El mismísimo C. S. Lewis insistía en que lo que nosotros necesitamos es el amor no merecido, pero que esta es precisamente la clase de amor que no deseamos. «Queremos ser amados por nuestra inteligencia, por nuestra belleza, por nuestra liberalidad, simpatía o excelencia de dotes». Y, sin embargo, el amor creador del “Primer Amante, como Dante lo llama, no encuentra en nosotros nada de absoluto de todo eso; como imaginable término sobre el que habría de recaer su amor no hay más que la ausencia total de todo: la nada.

Por eso no te agobies – es más, sería muy buena señal – si se da algo así como un sonrojo: Cuando una persona se siente amada experimenta vergüenza. Puede que al mirar esa «bendita imagen», llegues a la conclusión de que esa vergüenza viene más bien porque al amarte te hacen mejor de lo que realmente eres. La persona que se siente amada sabe muy bien que la amante afirmación que ha recibido no puede ser verdad. Y precisamente ahí radica el desconcierto producido y la verdadera causa de la vergüenza. No en vano, una persona que se juzgue a sí misma sin ilusiones sabe perfectamente que no es cierto eso que el amante no se cansa de repetir: ¡qué maravilloso saber que estás ahí!

¡Feliz y Bella Semana Santa!

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