De comienzo en comienzoElena Murillo

La dignidad de las personas

Actualizada 05:00

En los últimos días ha salido a colación en diálogos de distinta índole el tema de la dignidad de las personas. Incluso el reto de las Madres Dominicas de Lerma del pasado lunes hacía referencia a ello. En este, Israel animaba a cuidar nuestra dignidad y decía que «cuando alguien nos ama, nos cuida, nos está mirando con la dignidad para la que estamos hechos» y, sobre todo, añadía que «al experimentar cómo nos ama el Señor, desde ahí comenzamos a ver a los demás en su dignidad, y a amar a cada uno con Su mirada».
La dignidad humana no consiste en otra cosa que en el respeto y la valoración personal, al mismo tiempo que uno mismo debe sentirse amado y respetado. Cada persona posee una dignidad que es invulnerable, por lo que se hace indispensable tomar a cada ser humano por lo que es y tratarlo como merece, con aprecio. Los derechos humanos, propios de la naturaleza humana, son una base fundamental para que esa dignidad se reconozca puesto que estamos hechos a imagen de Dios.
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En una sociedad en la que los índices de pobreza y desempleo son preocupantes, se hace más necesaria la reflexión en torno a considerar el trabajo como el elemento esencial que ennoblece a las personas, que les otorga dignidad. Ya el papa León XIII en 1891 dejaba en la primera encíclica social, Rerum novarum, su preocupación. En ella hacía una crítica a las condiciones y salario en las primeras fases de la Revolución industrial, definiendo la situación como «una violación de los derechos y dignidades de las personas».
A menudo se nos olvida que la economía debe servir al bien común y parece que no van con nosotros las dificultades que derivan de situaciones complicadas de migración o las necesidades del que se ve obligado a dormir en la calle. Por encima de todo debe primar la dignidad de estas personas porque ellos la poseen igual que nosotros. Lo mismo el que intentó alcanzar una tierra que consideró más próspera asido a los bajos de un camión o en una patera, que el que tuvo que huir de un país en guerra dejando atrás su vida.
Y, en este atisbo de reflexión, hagamos un ejercicio para no humillar a nadie y no caigamos en la tentación de utilizar a las personas. Respetemos a cada uno, desde el que todavía no ha nacido hasta el mayor que ya no puede valerse por sí mismo; desde nuestro mejor amigo hasta las personas que no alcanzamos a conocer. Si la dignidad del hombre aparece en el proyecto divino, no somos nadie para sembrar menosprecio y humillación.
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