La verónicaAdolfo Ariza

La lucidez de un nonagenario

Actualizada 05:00

¿Quién puede mantener la lucidez y la claridad mental con el paso de los años? Cuan poco coexisten sabiduría y lucidez en una mente de cabeza cana y nonagenaria. Y sin embargo siempre se encuentran honrosas excepciones como la que cabe esperar del testamento justo y ponderado del anciano que quiere legar a su prole sus muchos o pocos bienes. Este es el caso del legado lúcido y ponderado que Benedicto XVI nos ha dejado en su testamento espiritual (cf. Benedicto XVI, Qué es el Cristianismo. Un testamento espiritual (Madrid 2023)). El recorrido por las 255 páginas de este testamento escrito en pleno uso de razón en el Monasterio Mater Ecclesiae del Vaticano evoca la última lección del profesor que sabe que su magisterio ha sido como «esa voz que grita en el desierto» y, sin embargo, lega lucidez y sabiduría en sus planteamientos por los que, con Unamuno, cabría decir que «el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que se va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil lenguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte».

Lo primero que conviene retener, al adentrarse en este testamento, es que se conserva la citada lucidez si en su momento se dio verdadera formación; una formación como la que ayuda a descubrir que «la pretensión de universalidad del cristianismo se fundamenta en la apertura de la religión a la filosofía». Pongamos un ejemplo: En la antigüedad cristiana, el incipiente cristianismo no se concibió a sí mismo en ningún momento como una religión – de hecho no diálogo con otras religiones como tarea básica y primordial – sino «como una continuación del pensamiento filosófico, es decir, de la búsqueda de la verdad por parte del hombre». Puede que el ejemplo no sea muy clarificador para alguno pero el problema no está en el ejemplo sino en «la actualidad» de una comprensión de la religión cristiana que no es más que «una continuación de las religiones del mundo y concebida ella misma como una religión entre los demás o por encima de ellas». En estas lides siempre se da el equivocado intento de contemporizar optando por una aparente y única solución posible: «Se asume que la auténtica verdad sobre Dios es en última instancia inalcanzable y que, en el mejor de los casos, solo puede hacerse presente lo inefable mediante una variedad de símbolos». Así las cosas, «la fe pierde su carácter vinculante y su seriedad si todo se reduce a símbolos intercambiables».

La lucidez es capaz de identificar la dirección a la que se autoconduce el espíritu humano. «El pensamiento moderno – en primer lugar - ya no quiere reconocer la verdad del ser, sino que quiere adquirir poder sobre el ser». En segundo lugar, «quiere remodelar el mundo según sus propias necesidades». Ya hace un tiempo que no se orienta hacia la verdad, sino «hacia el poder».

No hay que ser muy espabilado – pero esa lucidez no siempre está al alcance de una hipotética mayoría - para darse cuenta de que impera una forma de ver las cosas en la que «la verdad resulta peligrosa en sí misma». En esta cultura posmoderna en la que estamos inmersos – «que hace del hombre el creador de sí mismo y discute el dato originario de la creación» – se impone una manifiesta voluntad «de recrear el mundo contra su verdad». No hay más que remitirse a las pruebas: «La manipulación radical del hombre y la distorsión de los sexos mediante la ideología de género». Y todo ello a través de un método ciertamente sutil por aparentemente correcto en sus supuestos niveles de tolerancia: No se trata de una persecución abierta sino mediante «la legislación correspondiente». El dislate es tal que «ya no es el hombre el que cree necesitar justificarse ante Dios, sino que es […] Dios el que debe justificarse por todas las cosas horrendas que hay en el mundo y ante la miseria del ser humano, todo lo cual dependería en última instancia de Él». La cuestión llega hasta tal punto que «Cristo no ha sufrido por los pecados de la humanidad, sino que, por así decirlo, habría borrado los pecados de Dios». El drama está en que «bajo el barniz de la seguridad en sí mismo y en la propia justicia, el hombre de hoy oculta un profundo un profundo conocimiento de sus heridas y de su indignidad frente a Dios». No se puede dejar de reconocer, en ningún momento, que «el hombre se vuelve más pequeño, no más grande, cuando ya no hay lugar para un ethos que, de acuerdo con su auténtica naturaleza, remite más allá del pragmatismo, cuando ya no hay lugar para una mirada hacia Dios».

Es curioso, pero no por ello menos lúcido, que Benedicto XVI recuerde en su testamento un dato a todas luces desconsolador: «[…] en no pocos seminarios, a los alumnos a los que se sorprendía leyendo mis libros se les consideraba no aptos para el sacerdocio. Mis libro se ocultaban como literatura nociva y solo se leían a escondidas, por así decirlo». - ¿Volverá a repetirse la historia? Esperemos que no. Ya solo evocar una cita de Orígenes con la que Benedicto XVI ilustra uno de los argumentos de su testamento: «Cristo no consigue ninguna victoria sobre quienes así no lo quieren. Solo gana por persuasión. No en vano es la Palabra de Dios».

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